jueves, 12 de marzo de 2009

Quien se asombra reinará



Hay un viejísimo evangelio apócrifo que atribuye a Jesucristo la frase que he puesto por título a estas líneas, frase que, casi con seguridad, nunca diría Cristo, ya que poco tiene que ver con su estilo, pero que encierra, en todo caso, una verdad como un templo.

Seguramente es una incrustación tomada de cualquier pensador griego, pues eran precisamente ellos quienes mayormente rendían tributo a la admiración. Platón asegura en uno de sus diálogos, en el Timeo, que "los griegos veían en la admiración el más alto estado de la existencia humana".

Yo ya sé que entre nosotros eso del asombro se valora bastante menos y que hasta ironizamos de todo el que se admira con mucha frecuencia, como si la admiración fuera realmente hija de la ignorarancia -cosa que puede ser verdad cuando es demasiada- y sin darnos, en cambio, cuenta de que, en todo caso, es también madre de la ciencia. "Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a aprender", decía Ortega y Gasset.

Claro que habría que empezar por distinguir de qué se asombra una persona y, sobre todo, por qué se asombra. Porque hay muchas personas que cuando contemplan una cosa, necesitan saber primero su precio para, luego, asombrarse o no. Lo mismo que todos esos visitantes de museos que no saben si un cuadro les gusta o no hasta que no han visto, a su pie, el nombre del autor. Realmente quienes abren la boca ante lo que cuesta mucho o ante los nombres rimbombantes, no son admiradores, son papamoscas.

El verdadero admirador tiene que empezar por ser, al menos, un poco generoso. A mi me asombran mucho esas personas para las que todo está mal en el mundo, que encuentran defectos hasta en los
mayores genios, que cuando les preguntas la lista de sus autores favoritos, la nómina se les acaba con los dedos de una mano.

Yo tengo que confesar que a mí me encanta casi todo, me asombra casi todo. No hay autor que lea en el que no encuentre cosas aprovechables, me entusiasma cualquier música que supere los límites de la dignidad, me admiran cientos y millares de personas. Creo que el día que la muerte me llegue, lo que voy a sentir es no haber llegado a saborear ni la milésima parte de las maravillas de todos los estilos que en mi vida merodean.

Además, lo bueno del asombro es que no se acaba nunca. Lo que sorprende, te sorprende una sola vez. A la segunda ya no es sorprendente. Pero el asombro crece en todo lo bueno. Yo diría que cuanto más estudio y analizo una cosa hermosa, más me asombra, lo mismo que cuando saco agua de un pozo tanto más fresca me sale cuanto más hondo meto el caldero.

Así me ocurre con todos los artistas. Empecé a admirar a Anto- nio Machado con diecisiete años y aún no he terminado. Y cada vez admiro más su vertiginosa sencillez. En la música tengo el vicio de oír, veces y veces, las piezas que me gustan, incansablemente, seguro de que aún no he descubierto su verdad y de que lo haré en la próxima audición. O en la siguiente.

Además, admirar a la gente es una de las mejores maneras de no tener envidia. Tengo tantas cosas que aprender de todos aquellos a quienes admiro, que no sé para qué perder el tiempo en envidiarles.

Y pienso, naturalmente, que se puede admirar mucho a personas con las que, en otros aspectos, no estamos de acuerdo. A veces me ocurre que personas que militan en ideas opuestas a las mías se ex- trafían si les digo que yo admiro tal o cual entre sus virtudes. ¿No sería más lógico que yo me sintiera enemigo suyo y, consiguientemente, les aborreciera en toda su integridad? Pero yo esto no lo entiendo. Sé que incluso entre los católicos hay quienes dan la consigna (incluso grupos y movimientos enteros) de "Ignorar" totalmente los valores artísticos o literarios de aquellos escritores o artistas contrarios a su fe. Yo esto no lo entiendo. ¿Por qué voy a decir que es- cribe mal alguien que dice cosas contrarias a mí vida? Yo prefiero decir con mucha claridad que aborrezco sus ideas, al mismo tiempo que aprendo de su modo de adjetivar. Y ya sé que esto no se usa, sé que a mi muchos presuntos avanzados no me perdonarán jamás el terrible delito de ser cura. Pero si yo considero injusto su desprecio basado en una etiqueta, ¿con qué derecho incurriría yo en la misma injusticia porque ellos lleven la etiqueta contraria o porque sean injustos?

Prefiero tener bien abierto el diafragma de la admiración y del asombro. Me gustaría vivir con los ojos muy abiertos, como los niños. Y es que estoy seguro de que detrás de cualquier estupidez o de un canalla hay siempre un rincón de alma admirable y una zona de belleza asombrosa.


de José Luis Martín Descalzo

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