Al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios
Isaías 45,1.4-6
1ra Tesalonicenses 1,1-5b
Mateo 22,15-21
Muchas veces, sobre todo en este tiempo, en esta cultura moderna que vivimos, este texto del Evangelio que acabamos de proclamar, se puede entender como si hubiera dos principios autónomos e independientes entre sí: Dios, que tendría jurisdicción sobre los temas religiosos y espirituales, y el poder terreno, que regularía con total independencia de lo sobrenatural las cuestiones terrenas y humanas, y entre estos dos regímenes habría una especie de paralelismo absoluto de tal modo que no se tocan, que no tienen nada que ver entre sí. Claro, esta posible interpretación se explica de muchas maneras.
Durante muchos siglos el mundo occidental vivó con naturalidad el hecho que la filosofía cristiana imperara en la cultura y en la conformación social de gran parte de la humanidad. Era la llamada “Cristiandad”, que es un modo de concebir al mundo. El término “Cristiandad” tiene una explícita relación con el orden temporal, y designa al conjunto de los pueblos que se proponen vivir de formalmente de acuerdo con las leyes del Evangelio según la Iglesia Católica que es su depositaria. Dios es el criterio ordenador de todo y todo está sujeto a ese orden que Dios estableció. Eso fue la Cristiandad.
Ciertamente hay muchas causas y razones que pueden explicar la transición de la “Cristiandad” a la “modernidad”, pero la Revolución Francesa es un punto culminante y significativo en ese quiebre, ya que se trata de una auténtica “revolución” en el sentido profundo de la palabra. La Revolución Francesa no fue un simple cambio de gobierno, un golpe de palacio, como se han visto tantos en la historia, sino que se trató de un cambio profundo con consecuencias que se prolongarían por siglos, incluso hasta el día de hoy. Usando terminología gramsciana, podemos decir que se trató de una auténtica “revolución cultural”. Y como los mismos revolucionarios lo ven y lo expresan incluso ya en esa época “la Revolución no es algo sólo para Francia; somos responsables de ella ante la humanidad”, como se dijo en un discurso en la Asamblea de los Estados Generales de agosto de 1794. Y decía un artículo anónimo, también de aquel momento, en el periódico “La Revolución”: “o triunfa la Revolución o volvemos al simple cristianismo, no hay otra alternativa”. Claramente se estaba ante un cambio de mentalidad, que se propuso, entre otras cosas, excluir lo sobrenatural de toda consideración válida en las cuestiones temporales. Podríamos decir, parafraseando al Cardenal Biffi, Arzobispo emérito de Bolonia en sus predicaciones al Santo Padre de hace algunos años, que los valores de la Revolución Francesa: igualdad, libertad y fraternidad son valores cristianos, pero que al tomar protagonismo por lo que los valores son en sí, pero sin el fundamento de los mismos, se vuelven ideología. Valores cristianos pero sin su fundamento último que es Cristo, en una explícita omisión, y entonces esto es el “anticristo”: una reducción del cristianismo a una ideología.
Actualmente vivimos en una “dictadura del relativismo” decía, describiendo la cultura contemporánea, el entonces Cardenal Ratzinger al iniciar el Cónclave del que saldría Papa. Y nosotros lo experimentamos, ya que vivimos en una verdadera “dictadura cultural” en la que no se puede opinar de otro modo ni expresar opiniones diferentes a la del “consenso” social. Y los elementos de disuasión de esta dictadura no son elementos de fuerza física o fuerza bruta (aunque hay casos en que sí) sino que hay una suerte de condena social para tales o cuales opiniones, rechazo a posturas cristianas por el sólo hecho de ser tales. También las propias inhibiciones, el temor al ridículo, la falta de firmeza y decisión, son elementos de autocensura de esta dictadura cultural que muchas veces impugna a priori todo aquello que se asemeje a una mirada católica de la realidad.
Hace algunos días el Santo Padre en un discurso memorable en el Parlamento Alemán: “la idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término”. El mundo cambió rotundamente en los últimos siglos y este es el contexto cultural desde el cual nosotros leemos esta doctrina que hoy se nos narra en el texto evangélico. Por eso podemos caer en el riesgo de interpretar este episodio como si Cristo postulara una radical diferenciación entre las cosas de Dios y las cosas temporales; una consecuencia fáctica de esto sería, por ejemplo, que la Iglesia debería ocuparse de las cosas de la fe y la religión, que además son de la esfera privada del ámbito personalísimo de las personas, y no tiene ningún rol en la construcción social, en los asuntos temporales de los pueblos. Eso sería un grave error que desnaturalizaría el mensaje de Cristo y por ende la Doctrina Social de la Iglesia.
“Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” hay que partir de la base que TODO es de Dios, incluso el poder en el ámbito humano. Cristo le dice a Pilatos “Tú no tendrías ningún poder sobre Mí si no lo hubieras recibido de lo alto…”, es decir que todo poder es una participación en el PODER absoluto de Dios. Todo poder, justo o injusto, legítimo o ilegítimo, de manera más o menos plena, participa, como de su fuente, del poder de Dios que es absolutamente justo y perfecto y procede de Él. Por tanto es intrínsecamente injusto y desordenado cualquier poder que se ubique al margen de Dios.
El cristianismo es una religión superadora que no pretende imponer arbitrariamente sus creencias particulares, sino que se funda en la luz y la fuerza de la razón natural. A éste respecto decía el Papa en el Parlamento alemán: “Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios”. El cristianismo propone un poder ejercido según la razón del orden natural de las cosas. Esta es la fuerza de nuestra visión cristiana del mundo: imperar desde la razón natural. No pretende la Iglesia hacer de la Biblia o de sus documentos el corpus jurídico de ningún pueblo, ella sólo se limita a enseñar la verdad respecto de la verdadera naturaleza del poder humano, como participado del poder divino, y reclama el derecho de ejercer ese magisterio.
Qué pasa cuando el poder temporal ignora, no defiende o incluso pervierte el orden natural de las cosas…? En el mencionado discurso dice el Papa: “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín.(1) Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo”.
No sólo los alemanes han experimentado esa tragedia, sino que todos los pueblos del mundo han conocido poderes ejercidos injustamente al margen del derecho y del orden natural de la razón. También lo vivimos lamentablemente en nuestra Patria… Allí estamos llamados a vivir la santidad en las circunstancias que nos toquen.
Entonces: qué significa hoy “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios…”? Significa que cada uno de nosotros ha de luchar incansablemente por hacer que Cristo reine en su propia vida y en sus propios ambientes. Significa que debemos luchar por que el poder público sea un signo y una expresión del orden natural creado por Dios. Significa que no debemos quedarnos cruzados de brazos, acomodados, mientras vemos cómo se ataca y se quiere destrozar nuestra cultura, nuestros valores, nuestras familias y en definitiva nuestra Patria. Aquí es necesario resistir, desde donde cada uno pueda y siempre con las armas del Evangelio que son la fuerza de la gracia, el amor, la paz, la verdad… enseñando a nuestros hijos y a nuestros jóvenes el valor del orden natural, trasmitiendo nuestros valores, la fe en Cristo Jesús que redunda en la justicia y la paz para los pueblos. “Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios…” significa que hemos de trabajar para “instaurar TODO en Cristo” porque todo es de Dios, todo viene de Él y tiende a Él. Porque todo es de Dios, incluso el poder.
Pidamos a la Santísima Virgen que nos ilumine Dios nuestro Señor y nos enseñe a accionar en estos tiempos tan difíciles que nos toca vivir para ser presencia clara de Dios en este mundo, en este tiempo y en esta historia.