Queridos hermanos y hermanas,
quisiera hoy completar, con una tercera parte, mis catequesis sobre santo Tomás de Aquino. Aún a más de setecientos años de distancia de su muerte, podemos aprender mucho de él. Lo recordaba también mi predecesor, el papa Pablo VI, quien, en un discurso pronunciado en Fossanova el 14 de septiembre de 1974, con ocasión del séptimo centenario de la muerte de santo Tomás, se preguntaba: “Maestro Tomás, ¿qué lección nos puedes dar?”. Y respondía así: “la confianza en la verdad del pensamiento religioso católico, como él lo defendió, expuso, abrió a la capacidad cognoscitiva de la mente humana" (Enseñanzas de Pablo VI, XII[1974], pp. 833-834). Y, en el mismo día, en Aquino, refiriéndose siempre a santo Tomás, afirmaba: “todos, cuantos somos hijos fieles de la Iglesia, podemos y debemos, al menos en alguna medida, ser sus discípulos" (Ibid., p. 836).
Pongámonos también nosotros en la escuela de santo Tomás y de su obra maestra, la Summa Theologiae. Ésta quedó incompleta, y con todo es una obra monumental: contiene 512 cuestiones y 2669 artículos. Se trata de un razonamiento compacto, en el que la aplicación de la inteligencia humana a los misterios de la fe procede con claridad y profundidad, entretejiendo preguntas y respuestas, en las que santo Tomás profundiza la enseñanza que viene de la Sagrada Escritura y de los Padre de la Iglesia, sobre todo de san Agustín. En esta reflexión, en el encuentro con verdaderas preguntas de su tiempo, que son a menudo también preguntas nuestras, santo Tomás, utilizando también el método y el pensamiento de los filósofos antiguos, en particular Aristóteles, llega así a formulaciones precisas, lúcidas y pertinentes de las verdades de fe, donde la verdad es don de la fe, resplandece y se nos hace accesible a nosotros, a nuestra reflexión. Este esfuerzo, sin embargo, de la mente humana – recuerda el Aquinate con su propia vida – está siempre iluminado por la oración, por la luz que viene de lo Alto. Sólo quien vive con Dios y con los misterios puede también comprender lo que dicen.
En la Summa de Teología, santo Tomás parte del hecho de que hay tres formas diversas del ser y de la esencia de Dios: Dios existe en sí mismo, es el principio y el fin de todas las cosas, por lo que todas las criaturas proceden y dependen de Él; después Dios está presente a través de su Gracia en la vida y en la actividad del cristiano, de los santos; finalmente, Dios está presente de modo totalmente especial en la Persona de Cristo, unido aquí realmente con el hombre Jesús, y operante en los sacramentos, que brotan de su obra redentora. Por eso, la estructura de esta monumental obra (cfr. Jean-Pierre Torrell, La «Summa» di San Tommaso, Milano 2003, pp. 29-75), una búsqueda con “mirada teológica” de la plenitud de Dios (cfr. Summa Theologiae, Ia, q. 1, a. 7), está articulada en tres partes, e ilustrada por el mismo Doctor Communis – santo Tomás – con estas palabras: “El fin principal de la sagrada doctrina es el de hacer conocer a Dios, y no sólo en sí mismo, sino también en cuanto que es principio y fin de las cosas, y especialmente de la criatura racional. En el intento de exponer esta doctrina, trataremos en primer lugar de Dios; en segundo lugar, del movimiento de la criatura hacia Dios; y en tercer lugar, de Cristo, el cual, en cuanto hombre, es para nosotros camino para ir a Dios" (Ibid., I, q. 2). Es un círculo: Dios en sí mismo, que sale de sí mismo y nos toma de la mano, de modo que con Cristo volvemos a Dios, estamos unidos a Dios, y Dios será todo en todos.
La primera parte de la Summa Theologiae indaga por tanto sobre Dios en sí mismo, sobre el misterio de la Trinidad y sobre la actividad creadora de Dios. En esta parte encontramos también una profunda reflexión sobre la realidad auténtica del ser humano en cuanto que salido de las manos creadoras de Dios, fruto de su amor. Por una parte somos un ser creado, dependiente, no venimos de nosotros mismos; por la otra, tenemos una verdadera autonomía, de modo que somos no solo algo aparente – como dicen algunos filósofos platónicos – sino una realidad querida por Dios como tal, y con valor en sí misma.
En la segunda parte santo Tomás considera al hombre, empujado por la Gracia, en su aspiración a conocer y a amar a Dios para ser feliz en el tiempo y en la eternidad. En primer lugar, el Autor presenta los principios teológicos del actuar moral, estudiando cómo, en la libre elección del hombre de realizar actos buenos, se integran la razón, la voluntad y las pasiones, a las que se añade la fuerza que da la Gracia de Dios a través de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, como también la ayuda que es ofrecida también por la ley moral. Por tanto el ser humano es un ser dinámico que se busca a sí mismo, intenta ser él mismo y busca, en este sentido, realizar actos que le construyen, le hacen verdaderamente hombre; y aquí entra la ley moral, entra la Gracia y la propia razón, la voluntad y las pasiones. Sobre este fundamento santo Tomás delinea la fisionomía del hombre que vive según el Espíritu y que se convierte, así, en un icono de Dios. Aquí el Aquinate se detiene a estudiar las tres virtudes teologales – fe, esperanza y caridad – seguidas del agudo examen de más de cincuenta virtudes morales, organizadas en torno a las cuatro virtudes cardinales – la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza. Termina después con la reflexión sobre las diversas vocaciones en la Iglesia.
En la tercera parte de la Summa, santo Tomás estudia el Misterio de Cristo – el camino y la verdad – por medio del cual podemos volver a unirnos a Dios Padre. En esta sección escribe páginas hasta ahora no superadas sobre el Misterio de la Encarnación y de la Pasión de Jesús, añadiendo después un amplio tratado sobre los siete Sacramentos, porque en ellos el Verbo divino encarnado extiende los beneficios de la Encarnación para nuestra salvación, para nuestro camino de fe hacia Dios y la vida eterna, permanece materialmente casi presente con las realidades de la creación, nos toca así en lo más íntimo.
Hablando de los Sacramentos, santo Tomás se detiene de modo particular en el Misterio de la Eucaristía, por el que tuvo una grandísima devoción, hasta el punto de que, según sus antiguos biógrafos, acostumbraba a acercar su cabeza al Tabernáculo, como para oír palpitar el Corazón divino y humano de Jesús. En una obra suya de comentario a la Escritura, santo Tomás nos ayuda a entender la excelencia del Sacramento de la Eucaristía, cuando escribe: "Siendo la Eucaristía el sacramento de la Pasión de nuestro Señor, contiene en sí a Jesucristo que sufrió por nosotros. Por tanto, todo lo que es efecto de la Pasión de nuestro Señor, es también efecto de este sacramento, no siendo este otra cosa que la aplicación en nosotros de la Pasión del Señor" (In Ioannem, c.6, lect. 6, n. 963). Comprendemos bien por qué santo Tomás y otros santos celebraban la Santa Misa derramando lágrimas de compasión por el Señor, que se ofrece en sacrificio por nosotros, lágrimas de alegría y gratitud.
Queridos hermanos y hermanas, en la escuela de los santos, ¡enamorémonos de este Sacramento! ¡Participemos en la Santa Misa con recogimiento, para obtener sus frutos espirituales, alimentémonos del Cuerpo y la Sangre del Señor, para ser incesantemente alimentados por la Gracia divina! ¡Entretengámonos de buen grado y con frecuencia, de tu a tu, en compañía del Santísimo Sacramento!
Lo que santo Tomás ilustró con rigor científico en sus obras teológicas mayores, como en la Summa Theologiae, también la Summa contra Gentiles, lo expuso también en su predicación, dirigida a los estudiantes y a los fieles. En 1273, un año antes de su muerte, durante toda la Cuaresma, predicó en la iglesia de Santo Domingo el Mayor en Nápoles. El contenido de esos sermones fue recogido y conservado: son los Opúsculos en los que explica el Símbolo de los Apóstoles, interpreta la oración del Padre Nuestro, ilustra el Decálogo y comenta el Ave María. El contenido de la predicación del Doctor Angelicus corresponde casi del todo a la estructura del Catecismo de la Iglesia Católica. De hecho, en la catequesis y en la predicación, en un tiempo como el nuestro de renovado compromiso por la evangelización, no deberían faltar nunca estos argumentos fundamentales: lo que nosotros creemos, y ahí está el Símbolo de la fe; lo que nosotros rezamos, y ahí está el Padre Nuestro y el Ave María; y lo que nosotros vivimos como nos enseña la Revelación bíblica, y ahí está la ley del amor de Dios y del prójimo y los Diez Mandamientos, como explicación de este mandato del amor.
Quisiera proponer algún ejemplo del contenido, sencillo, esencial y convincente, de la enseñanza de santo Tomás. En su Opúsculo sobre el Símbolo de los Apóstoles explica el valor de la fe. Por medio de ella, dice, el alma se une a Dios, y se produce como un germen de vida eterna; la vida recibe una orientación segura, y nosotros superamos ágilmente las tentaciones. A quien objeta que la fe es una necedad, porque hace caer en algo que no cae bajo la experiencia de los sentidos, santo Tomás ofrece una respuesta muy articulada, y recuerda que esta es una duda inconsistente, porque la inteligencia humana es limitada y no puede conocer todo. Sólo en el caso en que pudiésemos conocer perfectamente todas las cosas visibles e invisibles, entonces sería una auténtica necedad aceptar las verdades por pura fe. Por lo demás, es imposible vivir, observa santo Tomás, sin confiar en la experiencia de los demás, allí donde no llega el conocimiento personal. Es razonable por tanto tener a Dios que se revela y en el testimonio de los Apóstoles: estos eran pocos, sencillos y pobres, afligidos con motivo de la Crucifixión de su Maestro; y sin embargo muchas personas sabias, nobles y ricas se convirtieron a la escucha de su predicación. Se trata, en efecto, de un fenómeno históricamente prodigioso, al que difícilmente se puede dar otra respuesta razonable, si no la del encuentro de los Apóstoles con el Señor Resucitado.
Comentando el artículo del Símbolo sobre la encarnación del Verbo divino, santo Tomás hace algunas consideraciones. Afirma que la fe cristiana, considerando el misterio de la Encarnación, llega a reforzarse; la esperanza se eleva más confiada, al pensamiento de que el Hijo de Dios vino entre nosotros, como uno de nosotros, para comunicar a los hombres su propia divinidad; la caridad se reaviva, porque no hay signo más evidente del amor de Dios por nosotros, como ver al Creador del universo hacerse él mismo criatura, uno de nosotros. Finalmente, considerando el misterio de la Encarnación de Dios, sentimos inflamarse nuestro deseo de alcanzar a Cristo en la gloria. Poniendo un sencillo pero eficaz ejemplo, santo Tomás observa: “Si el hermano de un rey estuviese lejos, ciertamente ansiaría poder vivir cerca de él. Y bien, Cristo es nuestro hermano: debemos por tanto desear su compañía, ser un solo corazón con él" (Opúsculos teológico-espirituales, Roma 1976, p. 64).
Presentando la oración del Padre Nuestro, santo Tomás muestra que esta es en sí perfecta, teniendo las cinco características que una oración bien hecha debería tener: abandono confiado y tranquilo; conveniencia de su contenido, porque – observa santo Tomás – “es muy difícil saber exactamente lo que es oportuno pedir o no, desde el momento en que tenemos dificultad frente a la selección de los deseos" (Ibid., p. 120); y después orden apropiado de las peticiones, fervor de caridad y sinceridad de la humildad.
Santo Tomás fue, como todos los santos, un gran devoto de la Virgen. La definió con un apelativo estupendo: Triclinium totius Trinitatis, triclinio, es decir, lugar donde la Trinidad encuentra su reposo, porque, con motivo de la Encarnación, en ninguna criatura, como en Ella, las tres divinas Personas inhabitan y encuentran delicia y alegría en vivir en su alma llena de Gracia. Por su intercesión podemos obtener toda ayuda.
Con una oración, que tradicionalmente se atribuye a santo Tomás y que, en todo caso, refleja los elementos de su profunda devoción mariana, también nosotros decimos: "Oh beatísima y dulcísima Virgen María, Madre de Dios..., yo confío a ti corazón misericordioso toda mi vida... Obtenme, o Dulcísima Señora mía, caridad verdadera, con la que pueda amar con todo el corazón a tu santísimo Hijo y a tí, después de él, sobre todas las cosas, y al prójimo en Dios y por Dios”.
jueves, 24 de junio de 2010
"¡Enamorémonos de la Eucaristía!" Benedicto XVI, sobre Santo Tomás de Aquino
viernes, 11 de junio de 2010
BENEDICTO XVI: “DIOS SE ACERCA AL HOMBRE A TRAVÉS DEL SACERDOTE”
Homilía en la Clausura del Año Sacerdotal
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 11 de junio de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía que el Papa pronunció hoy en la Plaza de San Pedro, durante la solemne Concelebración Eucarística con sacerdotes de todo el mundo, con la que se clausura el Año Sacerdotal.
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Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal,
Queridos hermanos y hermanas
El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender. Queríamos despertar la alegría de que
Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida. Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de entrada en la liturgia de hoy, puede decirnos en este momento lo que significa hacerse y ser sacerdote: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él. Quisiera meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra, respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más importante de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor» –, en el que el Israel orante acoge la autorevelación de Dios como pastor, haciendo de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida del hombre. La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11). Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad con Dios.
Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vivir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: "Sí, vivir ha sido algo bueno". El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de alegría por este hecho: nosotros no andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo.
Después viene una palabra referida a la "cañada oscura", a través de la cual el Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí nos guía. "Si me acuesto en el abismo, allí te encuentro", dice el salmo 139 (138). Sí, tú estás presente también en la última fatiga, y así el salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles tu luz.
«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.
Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de Él este mandato: "Haced esto en memoria mía"? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23 [22], 6).
Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.
La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los santos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.
SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Promesas que hizo Jesús a Santa Margarita, y por medio de ella a todos los devotos de su Sagrado Corazón:
1. Les daré todas las gracias necesarias a su estado.
2. Pondré paz en sus familias.
3. Les consolaré en sus penas.
4. Seré su refugio seguro durante la vida, y, sobre todo, en la hora de la muerte.
5. Derramaré abundantes bendiciones sobre todas sus empresas.
6. Bendeciré las casas en que la imagen de mi Corazón sea expuesta y venerada.
7. Los pecadores hallarán en mi Corazón la fuente, el Océano infinito de la misericordia.
8. Las almas tibias se volverán fervorosas.
9. Las almas fervorosas se elevarán a gran perfección.
10. Daré a los sacerdotes el talento de mover los corazones más empedernidos.
11. Las personas que propaguen esta devoción tendrán su nombre escrito en mi Corazón, y jamás será borrado de El.
12. Les prometo en el exceso de mi misericordia, que mi amor todopoderoso concederá a todos aquellos que comulgaren por nueve primeros viernes consecutivos, la gracia de la perseverancia final; no morirán sin mi gracia, ni sin la recepción de los santos sacramentos. Mi Corazón será su seguro refugio en aquel momento supremo.
Las condiciones para ganar esta gracia son tres:
1. Recibir la Sagrada Comunión durante nueve primeros viernes de mes de forma consecutiva y sin ninguna interrupción.
2. Tener la intención de honrar al Sagrado Corazón de Jesús y de alcanzar la perseverancia final.
3. Ofrecer cada Sagrada Comunión como un acto de expiación por las ofensas cometidas contra el Santísimo Sacramento.
jueves, 10 de junio de 2010
"QUIEN ADORA ENCUENTRA PAZ..." Frutos de la Adoración Eucarística y de la Adoración Perpetua
La adoración aporta ante todo llegar a la intimidad con el Señor y ahondar esa intimidad. Para ningún adorador Jesús es un extraño. La adoración permite vivir más intensamente, con mayor participación, las celebraciones eucarísticas.
Quien adora encuentra paz, una paz desconocida para el mundo. Son muchísimos los testimonios en ese sentido. Personas que nunca pisaron una iglesia y que de pronto por alguna circunstancia o porque el Señor las atrajo entraron a la capilla de adoración y encontraron la paz para ellos desconocida, la que sólo puede dar el Señor.
La capilla de adoración perpetua ofrece a todos una estación para detenerse en el camino frenético de la vida. Les ofrece un espacio para reflexionar y dejarse interpelar por la presencia del Dios que nos ha creado y que nos salva.
La capilla siempre disponible es espacio de encuentro y de reposo en el camino, porque allí está Aquél que nos ofrece la paz verdadera, no como la que nos ofrece el mundo.
Resulta asombroso ver cuántas personas anónimas pasan y se detienen en la silenciosa capilla en la que el Santísimo está siempre expuesto y transcurren un tiempo considerable, inmersas en su mundo interior. Muchas veces se trata de personas que vienen de lugares muy distantes, aún de no católicos, o invitadas por amigos. Muchas entran “porque sí, por azar” y se ven atraídas por el poder invisible e irresistible del Señor.
Otro beneficio que se da donde la adoración perpetua es establecida es el servicio de orientación espiritual y de confesiones.
La adoración eucarística en general, y la perpetua en particular, favorecen la participación del sacrificio eucarístico en la Misa en la medida en que la adoración significa permanencia con Aquel a quien se ha encontrado en la comunión sacramental.
Mediante la adoración perpetua se descubre y promueve la unidad en torno a Jesucristo Eucaristía al volverse los adoradores conscientes de formar parte de una fraternidad eucarística, de cada uno ser un eslabón de la cadena ininterrumpida de adoración.
Los frutos son incontables: de conversión, de salvación, de sanación de viejas heridas, de perdón, de reconciliación, nacimiento de muchísimas vocaciones a la vida religiosa o al matrimonio.
Ya Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia de Eucharistia decía: “El culto a la Eucaristía fuera de la Misa es de inestimable valor en la vida de la Iglesia...Es bello quedarse con Él e inclinados sobre su pecho, como el discípulo predilecto, ser tocados por el amor infinito de su corazón... Hay una necesidad renovada de permanecer largo tiempo, en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento”. Y agregaba: “¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y de ella he sacado fuerzas, consuelo, sostén!” (EE n.25).
Hoy, más que nunca, debemos recuperar todo el respeto y el amor hacia la Eucaristía y para ello empezar con tomar conciencia del infinito bien que se nos ha dado. El Magisterio de la Iglesia insiste en –como decía el Juan Pablo II en su Carta apostólica sobre el año eucarístico 2004- recuperar el “estupor eucarístico”. La rutina de las celebraciones hace que se pierda ese estupor, ese asombro por el mayor don que Dios nos ha hecho luego de su Encarnación y consecuenta con ella y con su sacrificio redentor.
martes, 8 de junio de 2010
“Principios Rectores de la Adoración Perpetua”
Porque UN DÍA SIN EUCARISTÍA ES UN DÍA PERDIDO...
Porque es NECESARIO "orar sin cesar"...
Porque el mundo necesita PERMANENTE la LUZ que viene de DIOS...
Porque ADORAR LA EUCARISTÍA atrae GRACIA y BENDICIÓN del CIELO...
Porque es lo MAS NECESARIO para el mundo...
y por muchisimas razones más, busquemos la ADORACIÓN PERPETUA en nuestras iglesias y oratorios.
EL QUE QUIERA VER MILAGROS, QUE ADORE LA EUCARISTÍA
1. La Adoración Eucarística Perpetua (AEP) es mantenida principalmente por fieles seglares que adoran el Santísimo Sacramento, expuesto en una custodia, día y noche, todos los días del año, sin interrupción.
2. La AEP es un don de Dios para su Iglesia y para este tiempo. Don que cuando es acogido porta ingentes beneficios a la comunidad y se vuelve una continua fuente de frutos y de gracias. Siendo que los adoradores se comprometen a adorar en continuidad, la adoración no debe ser percibida como una devoción privada sino como " una oración que abarca a todo el mundo, un servicio eminente a la humanidad ".
3. La AEP no es un movimiento sino que constituye una acción de la Iglesia, pedida y recomendada por el Magisterio.
4. Por tanto, pertenece a toda la Iglesia y de ella forman parte todos los movimientos y realidades eclesiales.
5. La AEP puede ser establecida o en una diócesis, cuando es pedida por el Obispo, o en una parroquia cuando quien lo hace es un párroco.
6. La AEP no viene a suplantar otras formas de adoración ni a quitar de otros lugares adoración. Por lo contrario, lo demuestra la experiencia, donde hay adoración perpetua se potencia la adoración al Santísimo en otros lugares de culto.
7. La capilla de AEP es un oasis de paz donde las personas acuden para recibir nuevas fuerzas respondiendo al llamado: "Venid a Mí, todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os daré descanso" (Mt 11:28), y para abrir una brecha en el ajetreo cotidiano para encontrar el sosiego y la paz que viene de la Presencia divina. " Detente y reconoce que yo soy Dios " (Sal 46:11).
8. Los adoradores son invitados a comprometerse con una hora semanal de adoración. Gracias al compromiso continuo la capilla de adoración permanece abierta a toda persona en cualquier momento. Los adoradores, como celosos custodios de la Eucaristía, aseguran que el Santísimo Sacramento no esté nunca solo.
9. Por medio de la Adoración Perpetua, desde su Morada Eucarística el Señor llama a todas las personas, sin exclusión alguna.
10. Las personas son llamadas a formar parte de la AEP, respondiendo libremente al primer mandamiento: "Al Señor tu Dios adorarás y a él solo rendirás culto" (Mt 4:10). Para cada adorador además se verifica que "La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica" .
11. La cadena ininterrumpida de adoradores tiene por solo motivo y último propósito que el Santísimo Sacramento sea adorado día y noche. Por medio de la AEP la comunidad tributa al Señor gran honor y gloria porque "digno es el Cordero que fue inmolado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza" (Ap 5:12) y de ser incesantemente adorado por todo lo que él hizo para nuestra salvación (Cf Ap 5:9).
12. Aún cuando las personas son invitadas individualmente, al participar de la misma adoración, el destino es volverse una fraternidad eucarística, y así son llamados a conformar una comunidad de fe y de amor en torno a Jesús en la Eucaristía, sacramento y vínculo de unidad.
13. La adoración es en el silencio que resalta la majestad de la divina presencia (shekina) y que posibilita el clima de meditación y de respeto hacia los adoradores. El silencio también favorece la intimidad y la escucha del Señor así como un auténtico encuentro con Él.
14. Las personas que asumen la función de coordinación están siempre al servicio de la Iglesia. Ellas cuidan de la buena marcha de la AEP asegurando que la adoración nunca se interrumpa y, al mismo tiempo, participan, secundando al sacerdote, de la formación de los otros hermanos adoradores.
http://adoracionperpetua.info
domingo, 6 de junio de 2010
Beatificación del Padre Jerzy Popieluszko, sacerdote polaco
Cerca de cien mil fieles acudieron hoy a la misa de beatificación del sacerdote Jerzy Popieluszko, asesinado en 1984 por miembros de la policía política comunista a causa de su oposición al régimen, uno de los símbolos de la lucha del movimiento Solidaridad y mártir de la democracia polaca.
Los fieles comenzaron a llegar a las seis de la mañana, cinco horas antes del comienzo de la ceremonia, concelebrada por el arzobispo Angelo Amato en calidad de enviado especial del Papa Benedicto XVI.
Entre los miles de asistentes, 1.600 sacerdotes y 100 obispos, también estuvo presente la madre de Jerzy Popieluszko, Marianna, a la que la Iglesia quiso agradecer el sufrimiento y el sacrificio de su hijo.
"El padre Popieluszko es beatificado como ejemplo de la defensa de derechos y de la dignidad humana, también como modelo del diálogo y reconciliación", dijo el arzobispo metropolitano de Varsovia, Kazimierz Nycz.
Hoy ha sido beatificado el sacerdote polaco Jerzy Popieluszko, mártir de la fe y la libertad, capellán del movimiento Solidarnosc, asesinado el 19 de octubre de 1984 cerca de Górsk en su viaje de regreso a Varsovia desde Bydgoszcz, adonde había sido invitado para una velada de oraciòn. Toda Polonia lo recuerda, especialmente en Bydgoszcz ciudad que se “distinguió por el signo particular de la «persecución por causa de la justicia». Y donde durante los primeros dias de la segunda guerra mundial, los nazis llevaron a cabo las primeras ejecuciones publicas de los defensores de la ciudad” (homilía del Siervo de Dios Juan Pablo II en Bydgoszcz, lunes 7 de junio de 1999 ). Allí se construyo la primera iglesia después de la segunda guerra mundial y el cardenal primado decidió nombrarla iglesia de los: «Santos mártires hermanos polacos». “Es significativo – decia Juan Pablo II en su homilía - también el hecho de que don Jerzy Popieluszko haya partido precisamente de este templo para realizar su último viaje”
Jerzy Popieluszko habia nacido en un pueblo pequeño Okopya, Polonia del este, el 13 de septiembre de 1937 en una familia profundamente católica. Fue ordenado sacerdote por el cardenal primado Stefan Wyszynski el 28 de mayo de 1972. Trabajó en varias parroquias y finalmente fue designado a la parroquia de San Estanislao Kostka en Varsovia. Desde allí presto valiosísimos servicios al movimiento Solidarnosc. Cuando nacía el movimiento en 1980 los trabajadores le pidieron al cardenal Wyszynski un sacerdote para que celebrara la Misa y el Primado les envió a su “hijo predilecto” Popieluszko. De salud frágil supo luchar entusiastamente junto a los obreros por la verdad y la libertad y la vocación de cada hombre y mujer. Durante la difícil época de las huelgas en Gdansk, que pronto se extendieron a toda Polonia, la ley marcial, y el arresto de los lideres de Solidarnosc Popieluszko jugo un papel importantísimo con sus Misas por la patria, por todos los presos y sus familias. Sus homilías en defensa de la verdad y los derechos humanos y sus fuertes criticas crisparon los nervios del règimen y originaron hostigamientos y persecuciones. No obstante Popieluszko apoyo a Solidarnosc con todas sus fuerzas. Atendía todos los juicios ganándose amigos y cada vez mayor confianza entre ellos pero acumulando enemigos en el régimen. El cardenal Glemp sostiene en una entrevista que concediera a 30 dias que sus homilías tenían “cierta resonancia”, pero que Popieluszko no utilizaba términos más duros o agresivos que otros sacerdotes. Era su capacidad para ganarse la confianza de los jóvenes lo que mas le preocupaba al régimen y asi fue generando antipatías y odios personales. Declarado enemigo del estado, registrado en la lista del Servicio Secreto, fue atacada su casa, y èl acusado de desviar su lucha por la libertad para sus propios intereses políticos. Constantemente amenazado, después de dos años de hostigamientos por parte del Servicio Secreto en otoño de 1984 su situación se había vuelto muy difícil y surgió la idea de enviarlo a estudiar a Roma, pero la decisión estaba en sus manos. Y el prefirió quedarse en Varsovia. Ocurrió un primer atentando el 13 de octubre (accidente provocado en la carretera, una táctica muy común aquellos tiempos) al que pudo escapar. Sin embargo en el segundo a los pocos dias el 19 de octubre de 1984 fue secuestrado, golpeado, asesinado y tirado a un gran dique cerca de Włocławek (aun no se conocen todos los detalles) y su cuerpo recuperado el 30 de octubre de 1984. Su funeral se realizo el 4 de noviembre de 1984 y fue la mayor concentración de gente después de la visita del Siervo de Dios Juan Pablo II a su patria en 1983.
“Jerzy Popieluszko –decía el Santo Padre Juan Pablo II en su homilía en Bydgoszcz durante su viaje apostòlico a Polonia en 1999 -tuvo su ultima homilía el 19 de octubre de 1984, dia de su secuestro el deber de un cristiano es mantenerse en la verdad, por mucho que esta le cueste, porque la verdad se paga” por el buen grano de la libertad hay que pagar, es la cizaña la que no cuesta nada” un cristiano no debe conformarse con condenar el mal, la mentira, , la cobardia, la esclavitud, , el odio, la violencia. Debe ser testigo autentico, portavoz, del bien, de la justicia, del bien y la verdad”
“Mi alegría será cuando los asesinos de mi hijo se conviertan” (Marianna Popieluszko)
Con ocasión de la beatificación de Jerzy Popieluszko, capellán de Solidaridad, que se celebrará el próximo domingo 6 de junio, el semanario católico polaco Niedziela ha publicado una entrevista con Marianna, la madre del sacerdote mártir asesinado por el régimen comunista.
En una entrevista con Milena Kindziuk, periodista de Niedziela, Marianna Popieluszko recordó la infancia y los años juveniles de su hijo.
“Desde niño —relató— Jerzy rezaba en casa con toda la familia. Siempre hemos rezado todos juntos. Cada miércoles rezábamos ante la imagen de María del Perpetuo Socorro, cada viernes la oración era ante el Sagrado Corazón de Jesús, mientras que cada sábado rezábamos ante la Virgen de Czestochowa”.
En la entrevista, Marianna recuerda también que Niepokalanów (que significa Ciudad de la Inmaculada), en las cercanías de Varsovia, donde hay una comunidad religiosa católica fundada en 1927 por el padre Maximiliano Kolbe, era el lugar privilegiado de Popieluszko.
“Tras el examen final del Liceo, Jerzy —prosiguió— fue a Varsovia al Seminario Mayor para entregar los documentos. Recuerdo que mi hijo leía mucho el Rycerz Niepokalanej (Miles Immaculatae), la revista mariana fundada por san Maximiliano María Kolbe. Para Jerzy, san Maximiliano María Kolbe era el más grande ejemplo de sacerdote”.
“La muerte de Jerzy —prosiguió la madre del sacerdote muerto por el régimen comunista— ha sido para mí el dolor más grande. Pero no juzgo a nadie. Dios juzga. La alegría más grande será para mí cuando las personas que mataron a Jerzy se conviertan”.
A la pregunta de si reza por intercesión de su hijo, la mujer respondió: “yo rezo a Dios. Hay que rezar cada día. Muchas veces he rezado por intercesión de Jerzy Popieluszko, mi hijo, y me ha ayudado. Jerzy sabía que Dios es la presencia más importante en la vida”.
sábado, 5 de junio de 2010
Los Padres de la Iglesia y la Eucaristía
Los Padres de la Iglesia dicen sobre la Eucaristía...
San Ignacio de Antioquía (Siglo I): Llama por primera vez "Eucaristía" al Santísimo Sacramento (Esmir., c. viii). San Ignacio utiliza la terminología de San Juan para enseñar sobre la Eucaristía, a la que llama "la carne de Cristo", "Don de Dios", "la medicina de inmortalidad". Llama a Jesús "pan de Dios" que ha de ser comido en el altar, dentro una única Iglesia.
"No hallo placer en la comida de corrupción ni en los deleites de la presente vida. El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo, de la semilla de David;
su sangre quiero por bebida, que es amor incorruptible.
Reuníos en una sola fe y en Jesucristo.. Rompiendo un solo pan, que es medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir por siempre en Jesucristo"
San Ignacio denuncia a los herejes "que no confiesan que la Eucaristía es la carne de Jesucristo nuestro Salvador, carne que sufrió por nuestros pecados y que en su amorosa bondad el Padre resucitó".
San Justino:«A nadie le es lícito participar de la Eucaristía sino al que crea que son verdad las cosas que enseñamos, y se haya lavado en aquel baño que da el perdón de los pecados y la nueva vida, y lleve una vida tal como Cristo enseñó»
San Agustín: "Los mártires, al derramar su sangre por sus hermanos, no hicieron sino mostrar lo que habían tomado de la mesa del Señor. Amémonos, pues, los unos a los otros, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros." -Lit Horas, miércoles santos.
S. Agustín: «Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “Amén” a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el Cuerpo de Cristo”, y respondes “amén”. Por lo tanto, se tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero»
viernes, 4 de junio de 2010
BENEDICTO XVI: Homilía en la Solemnidad del “Corpus Christi”
"LA EUCARISTÍA RESUME A CRISTO Y SU MISIÓN"
Homilía que el Papa Benedicto XVI pronunció durante la celebración de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, en el atrio de la Basílica de san Juan de Letrán. Después presidió la Procesión Eucarística que, recorriendo la vía Merulana, llegó a la Basílica de santa María la Mayor. ROMA, jueves 3 de junio de 2010
Queridos hermanos y hermanas
El sacerdocio del Nuevo Testamento está estrechamente ligado a la Eucaristía. Por esto hoy, en la solemnidad del Corpus Domini y casi al término del Año Sacerdotal, somos invitados a meditar sobre la relación entre la Eucaristía y el Sacerdocio de Cristo. En esta dirección nos orientan también la primera lectura y el salmo responsorial, que presentan la figura de Melquisedec. El breve pasaje del Libro del Génesis (cfr 14,18-20) afirma que Melquisedec, rey de Salem, era "sacerdote del Dios altísimo", y por esto "ofreció pan y vino" y "bendijo a Abraham", que volvía de una victoria en la batalla; Abraham mismo le dio el diezmo de todo. El salmo, a su vez, contiene en la última estrofa una expresión solemne, un juramento de Dios mismo, que declara al Rey Mesías: “Tú eres sacerdote para siempre / a semejanza de Melquisedec" (Sal 110,4); así el Mesías es proclamado no sólo Rey, sino también Sacerdote. De este pasaje parte el autor de la Carta a los Hebreos para su amplia y articulada exposición. Y nosotros lo hemos recogido en el estribillo: "Tu eres sacerdote para siempre, Cristo Señor": casi una profesión de fe, que adquiere un particular significado en la fiesta de hoy. Es la alegría de la comunidad, la alegría de la Iglesia entera, que contemplando y adorando al Santísimo Sacramento, reconoce en él la presencia real y permanente de Jesús sumo y eterno Sacerdote.
La segunda lectura y el Evangelio llevan en cambio la atención al misterio eucarístico. De la Primera Carta a los Corintios (cfr 11,23-26) se ha tomado el pasaje fundamental en el que san Pablo recuerda a esa comunidad el significado y el valor de la "Cena del Señor", que el Apóstol había transmitido y enseñado, pero que corría el riesgo de perderse. El Evangelio en cambio es el relato del milagro de los panes y de los peces, en la redacción de san Lucas: un signo atestiguado por todos los evangelistas y que preanuncia el don que Cristo hará de sí mismo, para dar a la humanidad la vida eterna. Ambos textos ponen de relieve la oración de Cristo, en el momento de partir el pan. Naturalmente, hay una diferencia clara entre los dos momentos; cuando reparte los panes y los peces a la multitud, Jesús da gracias al Padre celestial por su providencia, confiando en que Él no hará faltar el alimento a toda aquella gente. En la Última Cena, en cambio, Jesús transforma el pan y el vino en su propio Cuerpo y Sangre, para que los discípulos puedan nutrirse de Él y vivir en comunión íntima y real con Él.
La primera cosa que hay que recordar siempre es que Jesús no era un sacerdote según la tradición judaica. La suya no era una familia sacerdotal. No pertenecía a la descendencia de Aarón, sino a la de Judá, y por tanto legalmente le estaba excluida la vía del sacerdocio. La persona y la actividad de Jesús de Nazaret no se colocan en la estela de los sacerdotes antiguos, sino más bien en la de los profetas. Y en esta línea, Jesús tomó distancia con una concepción ritual de la religión, criticando la postura que daba mayor valor a los preceptos humanos ligados a la pureza ritual más que a la observancia de los mandamientos de Dios, es decir, al amor de Dios y al prójimo, que como dice el Evangelio, “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12,33). Incluso dentro del Templo de Jerusalén, lugar sagrado por excelencia, Jesús lleva a cabo un gesto exquisitamente profético, cuando expulsa a los cambistas y a los vendedores de animales, cosas todas que servían para la ofrenda de los sacrificios tradicionales. Por tanto, Jesús no es reconocido como un Mesías sacerdotal, sino profético y real. También su muerte, que nosotros los cristianos llamamos justamente "sacrificio", no tenía nada de los sacrificios antiguos, al contrario, era totalmente lo opuesto: la ejecución de una condena a muerte, por crucifixión, la más infamante, sucedida fuera de los muros de Jerusalén.
Entonces, ¿en qué sentido Jesús es sacerdote? Nos lo dice precisamente la Eucaristía. Podemos volver a partir de esas sencillas palabras que describen a Melquisedec: “ofreció pan y vino” (Gn 14,18). Y esto es lo que hizo Jesús en la Última Cena: ofreció pan y vino, y en ese gesto se resumió totalmente a sí mismo y a su propia misión. En ese acto, en la oración que lo precede y en las palabras que lo acompañan está todo el sentido del misterio de Cristo, tal y como lo expresa la Carta a los Hebreos en un pasaje decisivo, que es necesario citar: "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal – escribe el autor, refiriéndose a Jesús – ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec" (5,8-10). En este texto, que claramente alude a la agonía espiritual del Getsemaní, la pasión de Cristo se presenta como una oración y como una ofrenda. Jesús afronta su “hora”, que lo conduce a la muerte de cruz, inmerso en una profunda oración, que consiste en la unión de su propia voluntad con la del Padre. Esta doble y única voluntad es una voluntad de amor. Vivida en esta oración, la trágica prueba que Jesús afronta es transformada en ofrenda, en sacrificio viviente.
Dice la Carta que Jesús "fue escuchado". ¿En qué sentido? En el sentido de que Dios Padre lo liberó de la muerte y lo resucitó. Fue escuchado precisamente por su pleno abandono a la voluntad del Padre: el designio de amor de Dios ha podido realizarse perfectamente en Jesús, que, habiendo obedecido hasta el extremo de la muerte en cruz, se ha convertido en “causa de salvación” para todos aquellos que Le obedecen. Se ha convertido en Sumo Sacerdote por haber tomado Él mismo sobre sí todo el pecado del mundo, como “Cordero de Dios”. Es el Padre el que le confiere este sacerdocio en el momento mismo en que Jesús atraviesa el paso de su muerte y resurrección. No es un sacerdocio según el ordenamiento de la ley mosaica (cfr Lv 8-9), sino "según el orden de Melquisedec", según un orden profético, dependiente sólo de su relación singular con Dios.
Volvamos a la expresión de la Carta a los Hebreros que dice: “aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia”. El sacerdocio de Cristo comporta el sufrimiento. Jesús ha sufrido verdaderamente, y lo ha hecho por nosotros. Él era el Hijo y no tenía necesidad de aprender la obediencia, pero nosotros sí, teníamos y tenemos necesidad siempre de ella. Por ello el Hijo asumió nuestra humanidad y se dejó “educar” por nosotros en el crisol del sufrimiento, se dejó transformar por él, como el grano de trigo que para dar fruto debe morir en la tierra. A través de este proceso Jesús ha sido “perfeccionado” , en griego teleiotheis. Debemos detenernos en este término, porque es muy significativo. Éste indica el cumplimiento de un camino, es decir, precisamente el camino de educación y transformación del Hijo de Dios mediante el sufrimiento, mediante la pasión dolorosa. Es gracias a esta transformación que Jesucristo se ha convertido en "sumo sacerdote" y puede salvar a todos aquellos que se confían a Él. El término teleiotheis, traducida justamente como “hecho perfecto”, pertenece a una raíz verbal que, en la versión griega del Pentateuco, es decir, los primeros cinco libros de la Biblia, se usa siempre para indicar la consagración de los antiguos sacerdotes. Este descubrimiento es muy precioso, porque nos dice que la pasión fue para Jesús como una consagración sacerdotal. Él no era sacerdote según la Ley, pero lo ha llegado a ser de forma existencial en su Pascua de pasión, muerte y resurrección: se ofreció a sí mismo en expiación y el Padre, exhaltándolo por encima de toda criatura, lo ha constituido Mediador universal de salvación.
Volvamos, en nuestra meditación, a la Eucaristía, que dentro de poco estará en el centro de nuestra asamblea litúrgica. En ella Jesús anticipó su Sacrificio, un Sacrificio no ritual, sino personal. En la Última Cena Él actúa movido por ese "espíritu eterno" con el que se ofrecerá después sobre la Cruz (cfr Hb 9,14). Dando las gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el vino. Es el amor divino que transforma: el amor con que Jesús acepta por anticipado darse completamente a sí mismo por nosotros. Este amor no es otro que el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el vino y cambia su sustancia en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, haciendo presente en el Sacramento el mismo Sacrificio que se realiza después de forma cruenta en la Cruz. Podemos por tanto concluir que Cristo fue sacerdote verdadero y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, estaba lleno de toda la plenitud del amor de Dios, y esto precisamente “en la noche en que fue traicionado”, precisamente en la “hora de las tinieblas” (cfr Lc 22,53). Es esta fuerza divina, la misma que realizó la Encarnación del Verbo, la que transforma la extrema violencia y la extrema injusticia en un acto supremo de amor y de justicia. Esta es la obra del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del sacerdocio común de los bautizados y del ordenado de los ministros, para transformar el mundo con el amor de Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos nutrimos de la misma Eucaristía, todos nos postramos a adorarLa, porque en ella está presente nuestro Maestro y Señor, está presente el verdadero Cuerpo de Jesús, Víctima y Sacerdote, salvación del mundo. ¡Venid, exultemos con cantos de alegría! ¡Venid, adoremos! Amén.
miércoles, 2 de junio de 2010
Qué es la longitud, la anchura, la altura y la profundidad. Por San Bernardo
QUID SIT LONGITUDO, LATITUDO, SUBLIMITAS ET PROFUNDUM
"¿Qué es Dios entonces? Largura. ¿Y qué es largura? Eternidad. Es tan larga que no tiene límites ni de espacio ni de tiempo. También es anchura. ¿Qué es anchura? Amor. ¿Qué barreras puede encontrar el amor en un Dios que no aborrece nada de o que ha hecho? Hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos. Su regazo acoge incluso a los enemigos, y no contento con esto, su amor se abre hasta lo infinito. Por eso supera cuanto podemos sentir y conocer, como dice el Apóstol: Conocer lo que supera todo conocimiento, el amor de Cristo. ¿Qué más puedo decir? Su amor es eterno. Todavía más: su amor es eternidad. ¿Ves como su anchura es igual que su largura? Ojalá puedas comprender no va que son iguales, sino sobre todo que se identifican entre sí. Una es igual a la otra; una sola, lo que son las dos; y juntas, lo que es una sola. Dios es eternidad. Dios es amor. Largura sin alargamiento: anchura sin extensión. Porque en ambas está él por encima de todo límite y estrechez de espacio y tiempo, pero por la libertad de su ser y no por la extensión enorme de su sustancia. Así es de inmenso el que todo lo hizo según una medida; y aunque es inmenso, es la única medida de su misma inmensidad
¿Qué más es Dios? Altura y profundidad. Por lo primero está por encima de todo; por lo segundo, dentro de todo ser. Claro es que en la divinidad nunca se desequilibran sus atributos; Dios se mantiene siempre constante en sí mismo y permanece inmóvil en él. En su altura considera su poder; en su profundidad, su sabiduría. Ambas realidades se corresponden por igual: su anchura es inalcanzable y su profundidad impenetrable. Este pensamiento provocó la admiración de Pablo, hasta exclamar: ¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! También nosotros podemos exclamar con él, al contemplar la unidad simplicísima que en Dios y con-Dios constituyen estos dos atributos. ¡Oh poderosa sabiduría que alcanza con vigor de extremo a extremo; oh poder lleno de sabiduría que gobierna el universo con acierto! Una única realidad con múltiples efectos y operaciones las más diversas. Esa misma realidad es largura por su eternidad, anchura por su amor, altura por su poder y profundidad por su sabiduría."
San Bernardo,
De Consideratione ad Eugenium Papam
(Tratado de la Consideración al Papa Eugenio)
martes, 1 de junio de 2010
ORACION A LA TRINIDAD - Sor Isabel de la Trinidad
"¡Oh, Dios mio, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí para esta establecerme en ti, inmóvil y tranquila como si mi alma viviera ya en la eternidad. Que nada pueda alterar mi paz, ni apartarme de Ti, oh, mi Inmutable, sino que, cada momento de mi vida, me sumerja más profundamente en tu divino Misterio.
Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada predilecta, el lugar de tu descanso. Que nunca te deje solo sino que, vivificada por la fe, permanezca con todo mi ser en tu compañía, en completa adoración y entregada, sin reservas, a tu acción creadora.
¡Oh, mi Cristo adorado, crucificado por amor ! Quisiera ser una esposa para tu corazón. Quisiera glorificarte y amarte... hasta morir de amor. Pero reconozco mi impotencia. Por eso, te pido que me revistas de Ti mismo, que identifiques mi alma con todos los sentimientos de tu alma, que me sumerjas en Ti y que me invadas ; que, tu ser sustituya mi ser para que mi vida sea solamente una irradiación de tu propia vida. Ven a mi como Adorador, como Reparador y como Salvador.
¡Oh, Verbo eterno, Palabra de mi Dios ! Quiero pasar mi vida escuchándote. Quiero permanecer atenta a tus inspiraciones para que seas mi único Maestro. Quiero vivir siempre en tu presencia y morar bajo tu luz infinita, a través de todas las noches, vacíos y fragilidades. ¡ Oh, mi Astro querido! Ilumíname con tu esplendor fulgurante de tal modo que ya no pueda apartarme de tu divina irradiación.
¡Oh, Fuego abrasador, Espíritu de amor!, desciende a mi para que se realice en mi alma como una encarnación del Verbo. Que yo sea para Él una humanidad suplementaria donde renueve su misterio. Y, Tú, ¡oh Padre!, protege a tu pobre y débil criatura. Cúbrela con tu sombra. Contempla solamente en ella a tu Hijo muy amado, en quien has puesto tu complacencia.
¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Me entrego a Tí como victima. Sumérjete en mi para que yo quede inmersa en Tí, en espera de ir a contemplar en Tu luz, el abismo de toda tu grandeza."
Sor Isabel de la Trinidad