domingo, 16 de octubre de 2011

Domingo XXIX Durante el año - Ciclo A


Al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios

Isaías 45,1.4-6
1ra Tesalonicenses 1,1-5b
Mateo 22,15-21


Muchas veces, sobre todo en este tiempo, en esta cultura moderna que vivimos, este texto del Evangelio que acabamos de proclamar, se puede entender como si hubiera dos principios autónomos e independientes entre sí: Dios, que tendría jurisdicción sobre los temas religiosos y espirituales, y el poder terreno, que regularía con total independencia de lo sobrenatural las cuestiones terrenas y humanas, y entre estos dos regímenes habría una especie de paralelismo absoluto de tal modo que no se tocan, que no tienen nada que ver entre sí. Claro, esta posible interpretación se explica de muchas maneras.
Durante muchos siglos el mundo occidental vivó con naturalidad el hecho que la filosofía cristiana imperara en la cultura y en la conformación social de gran parte de la humanidad. Era la llamada “Cristiandad”, que es un modo de concebir al mundo. El término “Cristiandad” tiene una explícita relación con el orden temporal, y designa al conjunto de los pueblos que se proponen vivir de formalmente de acuerdo con las leyes del Evangelio según la Iglesia Católica que es su depositaria. Dios es el criterio ordenador de todo y todo está sujeto a ese orden que Dios estableció. Eso fue la Cristiandad.
Ciertamente hay muchas causas y razones que pueden explicar la transición de la “Cristiandad” a la “modernidad”, pero la Revolución Francesa es un punto culminante y significativo en ese quiebre, ya que se trata de una auténtica “revolución” en el sentido profundo de la palabra. La Revolución Francesa no fue un simple cambio de gobierno, un golpe de palacio, como se han visto tantos en la historia, sino que se trató de un cambio profundo con consecuencias que se prolongarían por siglos, incluso hasta el día de hoy. Usando terminología gramsciana, podemos decir que se trató de una auténtica “revolución cultural”. Y como los mismos revolucionarios lo ven y lo expresan incluso ya en esa época “la Revolución no es algo sólo para Francia; somos responsables de ella ante la humanidad”, como se dijo en un discurso en la Asamblea de los Estados Generales de agosto de 1794. Y decía un artículo anónimo, también de aquel momento, en el periódico “La Revolución”: “o triunfa la Revolución o volvemos al simple cristianismo, no hay otra alternativa”. Claramente se estaba ante un cambio de mentalidad, que se propuso, entre otras cosas, excluir lo sobrenatural de toda consideración válida en las cuestiones temporales. Podríamos decir, parafraseando al Cardenal Biffi, Arzobispo emérito de Bolonia en sus predicaciones al Santo Padre de hace algunos años, que los valores de la Revolución Francesa: igualdad, libertad y fraternidad son valores cristianos, pero que al tomar protagonismo por lo que los valores son en sí, pero sin el fundamento de los mismos, se vuelven ideología. Valores cristianos pero sin su fundamento último que es Cristo, en una explícita omisión, y entonces esto es el “anticristo”: una reducción del cristianismo a una ideología.
Actualmente vivimos en una “dictadura del relativismo” decía, describiendo la cultura contemporánea, el entonces Cardenal Ratzinger al iniciar el Cónclave del que saldría Papa. Y nosotros lo experimentamos, ya que vivimos en una verdadera “dictadura cultural” en la que no se puede opinar de otro modo ni expresar opiniones diferentes a la del “consenso” social. Y los elementos de disuasión de esta dictadura no son elementos de fuerza física o fuerza bruta (aunque hay casos en que sí) sino que hay una suerte de condena social para tales o cuales opiniones, rechazo a posturas cristianas por el sólo hecho de ser tales. También las propias inhibiciones, el temor al ridículo, la falta de firmeza y decisión, son elementos de autocensura de esta dictadura cultural que muchas veces impugna a priori todo aquello que se asemeje a una mirada católica de la realidad.
Hace algunos días el Santo Padre en un discurso memorable en el Parlamento Alemán: “la idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término”. El mundo cambió rotundamente en los últimos siglos y este es el contexto cultural desde el cual nosotros leemos esta doctrina que hoy se nos narra en el texto evangélico. Por eso podemos caer en el riesgo de interpretar este episodio como si Cristo postulara una radical diferenciación entre las cosas de Dios y las cosas temporales; una consecuencia fáctica de esto sería, por ejemplo, que la Iglesia debería ocuparse de las cosas de la fe y la religión, que además son de la esfera privada del ámbito personalísimo de las personas, y no tiene ningún rol en la construcción social, en los asuntos temporales de los pueblos. Eso sería un grave error que desnaturalizaría el mensaje de Cristo y por ende la Doctrina Social de la Iglesia.
“Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” hay que partir de la base que TODO es de Dios, incluso el poder en el ámbito humano. Cristo le dice a Pilatos “Tú no tendrías ningún poder sobre Mí si no lo hubieras recibido de lo alto…”, es decir que todo poder es una participación en el PODER absoluto de Dios. Todo poder, justo o injusto, legítimo o ilegítimo, de manera más o menos plena, participa, como de su fuente, del poder de Dios que es absolutamente justo y perfecto y procede de Él. Por tanto es intrínsecamente injusto y desordenado cualquier poder que se ubique al margen de Dios.
El cristianismo es una religión superadora que no pretende imponer arbitrariamente sus creencias particulares, sino que se funda en la luz y la fuerza de la razón natural. A éste respecto decía el Papa en el Parlamento alemán: “Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios”. El cristianismo propone un poder ejercido según la razón del orden natural de las cosas. Esta es la fuerza de nuestra visión cristiana del mundo: imperar desde la razón natural. No pretende la Iglesia hacer de la Biblia o de sus documentos el corpus jurídico de ningún pueblo, ella sólo se limita a enseñar la verdad respecto de la verdadera naturaleza del poder humano, como participado del poder divino, y reclama el derecho de ejercer ese magisterio.
Qué pasa cuando el poder temporal ignora, no defiende o incluso pervierte el orden natural de las cosas…? En el mencionado discurso dice el Papa: “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín.(1) Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo”.
No sólo los alemanes han experimentado esa tragedia, sino que todos los pueblos del mundo han conocido poderes ejercidos injustamente al margen del derecho y del orden natural de la razón. También lo vivimos lamentablemente en nuestra Patria… Allí estamos llamados a vivir la santidad en las circunstancias que nos toquen.
Entonces: qué significa hoy “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios…”? Significa que cada uno de nosotros ha de luchar incansablemente por hacer que Cristo reine en su propia vida y en sus propios ambientes. Significa que debemos luchar por que el poder público sea un signo y una expresión del orden natural creado por Dios. Significa que no debemos quedarnos cruzados de brazos, acomodados, mientras vemos cómo se ataca y se quiere destrozar nuestra cultura, nuestros valores, nuestras familias y en definitiva nuestra Patria. Aquí es necesario resistir, desde donde cada uno pueda y siempre con las armas del Evangelio que son la fuerza de la gracia, el amor, la paz, la verdad… enseñando a nuestros hijos y a nuestros jóvenes el valor del orden natural, trasmitiendo nuestros valores, la fe en Cristo Jesús que redunda en la justicia y la paz para los pueblos. “Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios…” significa que hemos de trabajar para “instaurar TODO en Cristo” porque todo es de Dios, todo viene de Él y tiende a Él. Porque todo es de Dios, incluso el poder.
Pidamos a la Santísima Virgen que nos ilumine Dios nuestro Señor y nos enseñe a accionar en estos tiempos tan difíciles que nos toca vivir para ser presencia clara de Dios en este mundo, en este tiempo y en esta historia.

viernes, 5 de agosto de 2011

CRITERIOS ELECTORALES - Por Monseñor Aguer, Arzobispo de La Plata



Artículo de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, publicado el diario “El Día” de La Plata (4 de agosto de 2011)

He recogido la perplejidad de algunas personas, y las quejas de otras, que esperan de la Iglesia -de los obispos, más bien- orientaciones que les ayuden a discernir su voto en este año electoral. Una intervención en ese orden podría ser útil no sólo a los católicos sino también a los demás ciudadanos.

Mucha gente vota de acuerdo a una filiación política o una inclinación ideológica que ha heredado de su familia; deciden de ese modo sin una detenida reflexión, más o menos espontáneamente. Otros son sensibles a la propaganda, que finalmente los convence; la propaganda invasiva, abrumadora, que emplea todos los medios de comunicación disponibles, otorga ciertamente una ventaja al partido con mayores recursos. La mayoría calcula si está un poco mejor o algo peor que antes; la cuestión se reduce a cómo se percibe la situación económica personal y familiar. No se especula demasiado al respecto; no resulta fácil estudiar las estadísticas para establecer si el país ha progresado efectivamente, si además de crecimiento económico se ha logrado un avance hacia el desarrollo integral.

Algunos temas pueden ser decisivos en un momento determinado. Por ejemplo: desde hace varios años preocupa la insoportable proliferación del delito. Se ha dicho que la inseguridad es una sensación; pues bien, si "sentimos" fuertemente que el Estado -el gobierno- no es capaz de custodiar vida y bienes de la población, buscamos quién puede ofrecernos una alternativa. ¿Habrá alguien que además de declaraciones retóricas y voluntaristas ofrezca un proyecto, habida cuenta de la complejidad y los matices del problema? Asimismo, si una persona informada o un padre de familia en virtud de su cercana experiencia cae en la cuenta del descalabro educativo nacional y del fracaso de las sucesivas reformas del sistema, intentará que su voto contribuya a remediar la ruina inclinándose -si la encuentra- por una propuesta razonable, ajena al ideologismo que ha imperado en el área hasta el presente. Todas las causales reseñadas tienen su importancia.


Una referencia

Si se aspira a una orientación de la Iglesia podemos fijarnos en un pasaje de la encíclica "Centesimus annus" de Juan Pablo II: "La Iglesia aprecia el sistema de la democracia en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que por intereses particulares o por motivos ideológicos usurpan el poder del Estado. Una auténtica democracia es posible solamente en un estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana".

El párrafo es por demás elocuente; bastaría proyectarlo sobre la realidad argentina para formarse un juicio exacto sobre ella. Podemos ver en esas palabras una invitación a considerar razones más profundas que nos inclinen a determinada opción electoral. Además de la situación económica, de la inseguridad, de las falencias educativas, la referencia del texto al estado de derecho que hace posible una auténtica democracia y a la verdadera concepción de la persona humana como base de la misma, nos sugiere reparar en el bien común político y en los bienes culturales de la sociedad. Las instituciones de la república forman parte de ese bien común y el estado de derecho implica la efectiva división de poderes: si el órgano legislativo reduce su acción a suscribir las decisiones del ejecutivo y si éste además resta independencia al judicial, no se puede afirmar que el estado de derecho tenga plena vigencia. Lo mismo se puede afirmar si cualquiera de los poderes del Estado menoscaba la Constitución o si falta la necesaria seguridad jurídica. Estos bienes inmateriales deben ser tutelados; la aspiración a conservarlos y mejorarlos tendrían que influir en la elección que decidan los ciudadanos.

La recta concepción de la persona humana como base de una auténtica democracia es el criterio para juzgar de los cambios culturales que se van imponiendo por presión ideológica y que alcanzan desgraciadamente sanción legislativa. Otras veces he advertido que la sociedad argentina está sometida a un proceso de transformación inadvertida de paradigmas culturales, del modo de pensar y sentir de la gente, que cuenta con el apoyo "transversal" de varias fuerzas políticas. Se promulgan leyes que no responden a las convicciones de la mayoría de la población. Ha ocurrido en el caso del mal llamado matrimonio igualitario y puede ocurrir con la ominosa perspectiva de legalización del aborto. A propósito, conviene recordar como criterio electoral los "valores no negociables" que enumeró Benedicto XVI: el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural, la familia basada en el matrimonio de un varón y una mujer, la libertad de los padres en la educación de sus hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Respecto a estos puntos, el Papa exhortaba a los bautizados, especialmente a los políticos, a una "coherencia eucarística". El concepto alude, obviamente, a la Eucaristía, su vivencia, su práctica. Pero aquellos valores no negociables son también sostenidos por muchos que no van a misa, por muchos no bautizados que profesan una recta concepción de la persona humana.


Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

sábado, 18 de junio de 2011

Bendición del agua (esta bendición puede ser usada SÓLO por SACERDOTES)



"Porque nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio. Por lo tanto, tomen la armadura de Dios, para que puedan resistir..." (Ef 6,12-13)

Ritual de la Bendición del agua y la sal (Ritual Romano antiguo, Tít IX, C. II)
(El agua se bendice los domingos y cada vez que sea necesario, en la iglesia o en la sacrsitía. Se prepara sal y agua pura. El sacerdote se reviste con estola morada y pronuncia la siguiente invocación):

V/. Nuestro auxilio es el Nombre del Señor.
R/. Que hizo el cielo y la tierra.

(Enseguida empieza con el exorcismo de la sal)
Te exorcizo, creatura de la sal, por Dios + vivo, por Dios + verdadero, por Dios + santo, por Dios que ordenó, por medio del profeta Eliseo, que fueses puesta en el agua para sanar su esterilidad; para que te conviertas como sal exorcizada en salud para los creyentes, para que seas salud de alma y cuerpo para todos aquellos que te consuman; para que huya y se aparte del lugar donde seas puesta, toda maldad, toda acción del demonio, todo espíritu inmundo, conjurado por este Señor que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos y el siglo por medio del fuego. Amén.

Oremos
Imploramos humildemente tu inmensa clemencia, omnipotente y eterno Dios, para que te dignes con tu piedad bendecir + y santificar + esta creatura de la sal que Tú creaste para uso del género humano: a fin de que se convierta en salud de alma y cuerpo para todos los que la consuman; y para que todo aquello que sea tocado por esta sal carezca de toda inmundicia y de toda impregnación del espíritu del mal. Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén

(Luego viene el exorcismo del agua)

Te exorcizo, creatura del agua, en el nombre de Dios + Padre omnipotente, en el nombre de Jesucristo + su Hijo, nuestro Señor, y con el poder del Espíritu + Santo: para que seas agua exorcizada para ahuyentar toda fuerza del Enemigo y para que puedas erradicar y arrancar al mismo Enemigo con sus ángeles apóstatas, por virtud del mismo Jesucristo nuestro Señor que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos y este siglo por el fuego. Amén.

Oremos
Oh Dios, sé propicio a nuestras súplicas e infunde la fuerza de tu bendición + a esta agua que hemos preparado con estas purificaciones, para que esta tu creatura sirva para alejar a los demonios, sanar las enfermedades; para que al ser derramada sobre las casas y los hogares de los fieles, éstos queden libres de toda inmundicia y de todo mal; que no resida allí un espíritu pestilente, se alejen todas las insidias del Enemigo y, si hay algo que perjudique a los que habiten en ella o a su tranquilidad, por la aspersión de esta agua huyan, para que la salud que te pedimos por invocación de tu Nombre quede defendida de toda impugnación del Maligno, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

(El sacerdote echa tres veces la sal en el agua en forma de cruz diciendo...)
Que esta mezcla de la sal y del agua se realice en el nombre del Padre + y del Hijo + y del Espíritu Santo. Amén.

V/. El Señor esté con vosotros.
R/. Y con tu espíritu.

Oremos
Oh Dios, autor de todo poder y rey insuperable de todo dominio y siempre triunfador magnífico, que reprimes las fuerzas del dominio del mal, que superas la sevicia del Enemigo, que poderosamente vences a las huestes enemigas: a ti, humildes, te pedimos, Señor, que mires con bondad estas creaturas de sal y agua y las santifiques con tu bondad, para que doquiera que sean regadas, por la invocación de tu santo Nombre desaparezca toda infestación del espíritu inmundo, sea alejado el terror de la serpiente infernal, y, mediante la presencia del Espíritu Santo, nos concedas benigno tu misericordia ya que humildemente te la suplicamos.

Por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén


FORMULA EN LATIN de la misma Bendición del agua

S - Adiutórum nostrum + in nómine Dómini.
M - Qui feci coélum et terram.
.
(Exorcismo de la sal)
S - Exorcízo te, creatúra salis, per Deum + vivum, per Deum + verum, per Deum + sanctum, per Deum, qui te per Eliséum prophétam in aquam mitti iussit, ut sanarétur sterílitas aquae: ut efficiáris sal exorcizátum in salútem credéntium: et sis ómnibus suméntibus te sánitas ánimae et córporis et effúgiat atque discédat a loco, in quo aspérsum fúeris, omnis phantásia et nequítia vel versútia diabólicae fraudis, omnísque spíritus immúndus adiurátur per eum qui ventúrus est iudicáre vivos et mórtuos, et saéculum per ignem.
M - Amen.
.
Oremus.
S - Imménsam cleméntiam tuam, omnípotens aetérne Deus, humíliter implorámus: ut hanc creatúram salis, quam in usum géneris humáni tribuísti, bene+dícere, et sancti+ficare tua pietáti dignéris: ut sit ómnibus suméntibus salus mentis et córporis: et quídquid ex eo tactum vel respérsum fúerit, cáreat omni immundítia, omníque impugnatióne spiritális nequítiae. Per Dóminum nostrum Iesum Christum, Fílium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitáte Spíritus Sancti, Deus, per omnia saécula saeculórum.
M - Amen.
.
(Exorcismo del agua)
S - Exorcízo te, creatúra aquae, in nómine Dei + Patris omnipoténtis, et in nómine Iesu + Christi Fílii eius Dómini nostri, et in virtúte Spíritus + Sancti: ut fias aqua exorcizáta ad effugándam omnem potestátem inimíci, et ipsum inimícum eradicáre, et explantéare váleas cum ángelis suis apostátitcis: per virtútem eiúsdem Dómini nostri Iesu Christi: qui ventúrus est iudicáre vivos et mórtuos, et saéculum per ignem.
M - Amen.
.
Oremus.
S - Deus, qui ad salútem humáni géneris, máxima quaéque sacraménta in aquárum substántia condidísti: adésto propítius invocatiónibus nostris, et eleménto huic multímodis purificatiónibus praeparáto, virtútem tuae bene+dictiónis infúnde: ut creatúra tua mystériis tuis sérviens, ad abigéndos dáemones, morbósque pelléndos, divínae grátiae sumat efféctum: ut quídquid in dómibus vel in locis fidélium haec unda respérserit, cáreat omni immundítia, liberétur a noxa: non illic resídeat spíritus péstilens, non áura corrúmpens: discéndat omnes insídiae laténtis inimíci: et si quid est, quod aut incolumitáti habitántium ínvidet, aut quiéti, aspersióne huius aquae effúgiat atque discédat: ut salúbritas per invocatiónem sancti tui nóminis expetíta, ab ómnibus sit impugnatiónibus defénsa. Per Dóminum nostrum Iesum Christum, Fílium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitáte Spíritus Sancti, Deus, per omnia saécula saeculórum.
M - Amen.
.
(Se mezcla la sal en el agua poniendola tres veces en forma de cruz)
S - Commíxtio salis et aquae párite fiat, in nómine Pa+tris, et Fí+lii, et Spíritus + Sancti.
M - Amen.
.
S - Dóminus vobíscum
M - Et cum spíritu tuo.
.
Oremus.
S - Deus invíctae virtútis áuctor, et insuperábilis impérii Rex, ac semper magníficus triunphátor: qui advérsae dominatiónis vires réprimis: qui inimíci rugiéntis saevítiam súperas: qui hostíles nequítias poténter expúgnas: te, Dómine, treméntes et súpplices deprecámur ac pétimus ut hanc creatúram salis et aquae dignánter aspícias, benígnus illústres, pietátis tuae rore sanctífices: ut ubicúmque fúerit aspérsa, per invocatiónem sancti nómnis tui, omnis infestátio immúndi spíritus abigátur: terrórque venenósi serpéntis procul pellátur: et praeséntia sancti Spíritus nobis misericórdiam tuam poscéntibus, ubíque adésse dignétur. Per Dóminum nostrum Iesum Christum, Fílium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitáte eiúsdem Spíritus Sancti, Deus, per omnia saécula saeculórum.
.
M - Amen.

martes, 12 de abril de 2011

Martes 5º de Cuaresma


"Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy"

Del Evangelio según san Juan (Capítulo 8,21-30)

Jesús dijo a los fariseos:
«Yo me voy, y ustedes me buscarán y morirán en su pecado. Adonde yo voy, ustedes no pueden ir.»
Los judíos se preguntaban: «¿Pensará matarse para decir: "Adonde yo voy, ustedes no pueden ir"?»
Jesús continuó: «Ustedes son de aquí abajo, yo soy de lo alto. Ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso les he dicho: "Ustedes morirán en sus pecados." Porque si no creen que Yo Soy, morirán en sus pecados.»
Los judíos le preguntaron: «¿Quién eres tú?»
Jesús les respondió: «Esto es precisamente lo que les estoy diciendo desde el comienzo. De ustedes, tengo mucho que decir, mucho que juzgar. Pero aquel que me envió es veraz, y lo que aprendí de él es lo que digo al mundo.»
Ellos no comprendieron que Jesús se refería al Padre.
Después les dijo: «Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy y que no hago nada por mí mismo, sino que digo lo que el Padre me enseñó. El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada.»
Mientras hablaba así, muchos creyeron en él.

viernes, 8 de abril de 2011

Viernes de la 4º semana de Cuaresma


"Quisieron detenerlo, pero todavía no había llegado su hora"

Del Evangelio según san Juan (Capítulo 7, 1-2. 10. 25-30)

Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo.
Se acercaba la fiesta judía de las Chozas. Cuando sus hermanos subieron para la fiesta, también él subió, pero en secreto, sin hacerse ver.
Algunos de Jerusalén decían: «¿No es este aquel a quien querían matar? ¡Y miren como habla abiertamente y nadie le dice nada! ¿Habrán reconocido las autoridades que es verdaderamente el Mesías? Pero nosotros sabemos de dónde es este; en cambio, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es.»
Entonces Jesús, que enseñaba en el Templo, exclamó:
«¿Así que ustedes me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco, porque vengo de él y es él el que me envió.»
Entonces quisieron detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él, porque todavía no había llegado su hora.

jueves, 7 de abril de 2011

Jueves de la 4º semana de Cuaresma


Del Evangelio según san Juan (Capítulo 5, 31-47)

Jesús dijo a los judíos:
«Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no valdría. Pero hay otro que da testimonio de mí, y yo sé que ese testimonio es verdadero.
Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes. Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no permanece en ustedes, porque no creen al que él envió.
Ustedes examinan las Escrituras, porque en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de mí, y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener Vida.
Mi gloria no viene de los hombres. Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes. He venido en nombre de mi Padre y ustedes no me reciben, pero si otro viene en su propio nombre, a ese sí lo van a recibir. ¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios?
No piensen que soy yo el que los acusaré ante el Padre; el que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza. Si creyeran en Moisés, también creerían en mí, porque él ha escrito acerca de mí. Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que yo les digo?»

LA EVANGELIZACIÓN DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR, por Monseñor Héctor Aguer



Ponencia de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina (Roma, 7 de abril de 2011)

En la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, Pablo VI recomendaba orientar la religiosidad popular mediante una pedagogía de evangelización (n. 48). Teniendo en cuenta sus valores la llamaba gustosamente “piedad popular”, es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad. Es ese nombre, piedad popular, el que se ha tornado preponderante en el magisterio reciente de la Iglesia. En el Directorio sobre piedad popular y liturgia, publicado en 2001 por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, se expresa con claridad la distinción. Por piedad popular se entiende las diversas manifestaciones culturales, de carácter privado o comunitario, que en el ámbito de la fe cristiana se expresan principalmente, no con los modos de la sagrada liturgia, sino con las formas peculiares derivadas del genio de un pueblo o de una etnia y de su cultura (n. 9). Siguiendo a Juan Pablo II se la reconoce como un verdadero tesoro del pueblo de Dios. En cambio, la religiosidad popular es descrita como una experiencia universal: en el corazón de toda persona, como en la cultura de todo pueblo y en sus manifestaciones colectivas, está siempre presente una dimensión religiosa. Se afirma, además, que no tiene relación, necesariamente, con la revelación cristiana, aunque en las regiones en que la sociedad está impregnada de algunos valores cristianos, da lugar a una especie de “catolicismo popular” en el cual coexisten, más o menos armónicamente, elementos provenientes del sentido religioso de la vida, de la cultura propia de un pueblo, de la revelación cristiana (n. 10). La distinción entre piedad popular y religiosidad popular es clara en el orden conceptual, pero el discernimiento de la vivencia de ambas realidades no carece de dificultades, y sin embargo resulta fundamental para poder ofrecer criterios y orientaciones pastorales útiles para la evangelización.

El encargo que se me ha asignado es precisamente proponer Criterios y orientaciones pastorales para reforzar la fe de los fieles católicos y la auténtica vivencia sacramental ante la irrupción de expresiones desviadas de religiosidad popular.

La dialéctica fe - religión
Notemos, ante todo, que la piedad popular –según el texto citado anteriormente– se verifica en el ámbito de la fe cristiana; en cambio, la religiosidad popular no implica, de suyo, una relación necesaria con la revelación. Aquí surge una problemática de carácter teológico y pastoral: la vinculación entre fe y religión. Las relaciones entre fe y religión constituyen una cuestión muy delicada y con larga historia en Occidente. En el siglo XX se han sucedido la vigencia de un fuerte secularismo y una nueva aparición de lo sagrado, manifestada en la difusión de sectas y diversos movimientos espiritualistas y pseudorreligiosos. Así, en los hechos, en los vaivenes culturales y sociales, se confirma una relación dialéctica entre fe y religión. La filosofía iluminista del progreso con el propósito de edificar el Regnum hominis como si fuera el Reino de Dios en la tierra, proporcionó el aliento ideológico del secularismo; bajo su influjo la actitud religiosa queda sofocada o resulta absorbida en la indiferencia. La cultura secularista invita a organizar la vida personal, familiar y social como si Dios no existiera; bajo su imperio desaparecen los signos de la trascendencia. Pero hay que reconocer también que la mentalidad propia de la Ilustración, característica de la cultura moderna, ha ido penetrando progresivamente en la Iglesia y ha conducido a una reducción de la dimensión sobrenatural del cristianismo, a un vaciamiento de su realidad mistérica. Se difundió ampliamente, hace unas décadas, la reducción ética y social de la salvación cristiana, en clave horizontalista. En ámbito anglosajón y protestante floreció una teología de la ciudad secular y de la muerte de Dios que proponía un cristianismo sin religión; en esta postura podía reconocerse la elaboración extrema de una dialéctica de tipo luterano entre fe y religión y la afirmación de una dependencia de la interpretación del cristianismo respecto de los fenómenos culturales.

Cuando parecía que, en la segunda mitad del siglo XX, los signos de lo sagrado se eclipsaban completamente en las conciencias y en las manifestaciones más imponentes de la cultura occidental, la naturaleza religiosa del hombre volvió por sus fueros con la irrupción de una ola de espiritualismo que abrevaba en las fuentes más diversas: reminiscencia de antiguos paganismos, fascinación ante las religiones del lejano oriente y una explosión de movimientos religiosos libres que ofrecían una fuerte valoración del contacto íntimo y directo con lo divino, su vivencia vibrante, emocional. En las grandes ciudades se extiende la mentalidad típica de la Nueva Era, movimiento cultural inclasificable, conglomerado de actitudes espirituales que incluye desde una nueva concepción del hombre y su relación con el cosmos hasta los viejos errores del gnosticismo y del ocultismo, más los aportes orientales con sus técnicas de meditación, las artes adivinatorias, elementos de la magia, la brujería y el esoterismo. En grupos minoritarios circula el interés por remedos de revelación siempre al alcance de la industria humana como el channeling o canalización y otros estados alterados de conciencia, el espiritismo y el recurso supersticioso a la comunicación con los ángeles. La nueva religiosidad, como se la llamó hace algunas décadas, está fuertemente marcada por el subjetivismo; la relación con Dios se reduce a la experiencia de sentirse salvado, y esta se identifica, muchas veces, con el mero “sentirse bien”. Se configura así una religión vaga, que responde a una especie de fe inmanentista sin contenidos precisos; de allí la posibilidad de combinaciones sincréticas que incorporan elementos propios de la fe y de la espiritualidad cristiana.

El problema teológico y pastoral de la religión
En la teología católica del siglo XX se han desarrollado interesantes discusiones acerca de la virtud de religión. Algunos autores han reprochado a la tradición escolástica haber recluido estrechamente a la religión en el esquema aristotélico de las virtudes cardinales, haciendo de ella una parte potencial de la justicia y asimilándola a las otras actitudes morales que dicen una relación ad alterum. Se propuso entonces considerarla una virtud moral distinta de las cuatro cardinales, cuyos actos serían sobrenaturalizados por el influjo permanente de la virtudes teologales. No faltó quien hiciera de la religión una cuarta virtud teologal, muy cercana a la fe. La doctrina de Santo Tomás revaloriza el carácter humano de la religión como la actitud que corresponde a la creatura en relación con el creador; en régimen cristiano, la religión se muestra como el lugar humano en que se asienta la fe cristiana, como el sitio espiritual en el que se conectan el orden de la creación y el de la redención. Es impensable un cristianismo sin religión, pero la religión debe ajustarse a la fe y expresar en sus manifestaciones la vida teologal de comunión con Dios. Se puede afirmar que esta virtud constituye el vértice de la moral cristiana. Santo Tomás le atribuye la nobleza que corresponde a una virtud general, que ejerce su influjo sobre la conducta total del cristiano: impera los actos de todas las virtudes y las orienta a la glorificación de Dios. Pero al mismo tiempo requiere el ejercicio de las demás virtudes morales, que tutelan el auténtico bien humano; mediante esa interacción puede cumplirse la vocación del hombre a la adoración de Dios, según la exhortación del Apóstol: ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios: este es el culto espiritual que deben ofrecer (Rom. 12, 1).

Desde la perspectiva que acabo de exponer puede advertirse el significado de un deslizamiento de la piedad popular del catolicismo hacia las formas más genéricas y ambiguas de religiosidad popular, como también el de la mezcla de ambas realidades en expresiones que ponen a prueba la agudeza del discernimiento pastoral. Señalo brevemente las posibles deficiencias que enturbian la autenticidad de la actitud religiosa y de las prácticas consiguientes; ellas pueden verificarse respectivamente en relación a la fe y en relación a la vida moral. El verdadero culto de Dios tiene por alma la fe; cuando esta no reluce con la nitidez que corresponde, las expresiones religiosas penetran en el cono de penumbra de la superstición. Este concepto no se reduce al caso de la idolatría; también designa el falso culto del Dios verdadero, o el de sus santos, especialmente cuando se desplaza la centralidad salvífica de Jesucristo y la dimensión escatológica de la salvación cristiana. En la medida en que las expresiones religiosas adquieren un matiz supersticioso, o caen groseramente en la superstición, se ensombrece la fe; la superstición es una caricatura o un sucedáneo de la verdadera fe. En el ámbito de la religiosidad popular se registra, con frecuencia, la mezcla de formas tradicionales de piedad católica con el recurso a la astrología, la vana observancia, la adivinación y otras alteraciones pseudorreligiosas. El credere Deo del cristiano queda afectado cuando el sentimiento religioso no es orientado por los misterios de la fe sino por el gusto individual, la inclinación a lo maravilloso, las revelaciones privadas y las apariciones dudosas. La religiosidad popular, y sus expresiones periféricas, en cuanto se constituye en práctica alternativa del culto litúrgico y de la vida sacramental, implica un menoscabo del credere Deum. La desviación de las expresiones religiosas hacia la búsqueda preponderante y aun exclusiva del bienestar temporal y de favores materiales coarta objetivamente el dinamismo del credere in Deum por el cual la fe crece como entrega al Señor y aspiración a la santidad y a la vida eterna.

En relación a la vida moral, puede observarse que, sobre todo por la falta de arraigo vital en la oración litúrgica, la piedad popular pierde identidad y fuerza y no solo se expone más fácilmente a la contaminación supersticiosa, sino que también se desglosa de la totalidad de la existencia cristiana para dar cabida a la incoherencia entre la fe y la conducta. Puede así convertirse en un campo religioso-cultural ambiguo que cubre la decadencia moral. El subjetivismo religioso, inclinación preponderante en nuestra época, hace posible un tipo de vivencia espiritual compatible con el secularismo. Este reina en los criterios de vida de aquellas personas que practican formas sincréticas de religiosidad o de los bautizados que conservan vestigios de la piedad popular del catolicismo. Hay que reconocer que muchas personas que se consideran católicas tienen aletargada su conciencia de la relación con Dios y viven sumergidos en el materialismo y hasta en el ateísmo práctico. No han elaborado, a pesar de su participación en algunas prácticas devocionales periódicas, su sentido de Dios; su fe es quizá una lejana referencia teórica a algunas verdades católicas, pero la falta de una experiencia vivida del Espíritu y de la gracia sacramental hace de su religiosidad la cobertura de una manera secularista de enfocar la vida.

Antes de trazar algunas orientaciones pastorales me permito deslizar una observación general. Actualmente nadie desconoce el valor de la religiosidad popular. Estimo que en América Latina hemos superado aquellos planteos reticentes de origen franco-belga que se difundieron ampliamente a fines de los años cincuenta y a lo largo de la década de los sesenta del siglo pasado y que gozaron de considerable aceptación en el clero católico. Sin embargo, me pregunto si nos hemos hecho cargo seriamente de la exhortación de Pablo VI a orientar la piedad popular mediante una pedagogía de evangelización. Sería penoso que después de haber superado el error por defecto vayamos a caer ahora en el error por exceso. Si prevalece una inspiración populista de la pastoral, se puede promover imprudentemente la devoción a algunos santos con criterio exitista y multiplicar los santuarios en los que se les rinde culto sin la debida iluminación de la fe; asimismo, la divergencia entre religiosidad popular e inserción en la vida litúrgica puede inducir la tentación de superarla alentando la recepción ocasional de los sacramentos en situaciones irregulares y contrariando la disciplina de la Iglesia. Una especie de “hegelianismo pastoral” invita a reconocer en ciertas devociones masivas, a veces suscitadas artificialmente, una manifestación del Espíritu divino; este error de juicio, aun siendo desinteresado –ojalá siempre lo sea, y no ideológico– puede hacer de la religión del pueblo, siquiera inadvertidamente, objeto de manipulación.

La formación integral de los fieles
Para presentar algunas sugerencias pastorales asumo como referencia la descripción que los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen de la primera comunidad cristiana: los fieles perseveraban asiduamente en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (Hech. 2, 42).

En la perspectiva de la nueva evangelización, la piedad popular es una riqueza de la tradición católica que puede seguir representando un medio adecuado para la transmisión del cristianismo; para que este propósito se cumpla es preciso reconocer como condición la revitalización de la fe en su identidad y fervor y su arraigo en la cultura de los pueblos. La afirmación de la fe, fundamento de la inteligencia cristiana y de su cosmovisión, proporciona una respuesta al problema de la verdad y a la búsqueda de sentido que angustian al hombre posmoderno. A la vez, la afirmación de la fe es el fundamento objetivo de la experiencia cristiana, de una triple experiencia: experiencia de la gracia, que plasma la personalidad cristiana y acrecienta la santidad de la Iglesia en la vida litúrgica y sacramental; en ella se manifiesta la dimensión sobrenatural del cristianismo; experiencia de la praxis cristiana, a saber, el ejercicio de la libertad como obediencia de amor a la voluntad de Dios y respuesta a su amor primero según el doble precepto de la caridad; en la praxis cristiana son rescatados y cobran solidez y relieve los valores propios de la naturaleza humana; experiencia de la intimidad con Dios, de la relación personal con el Dios Trino, sin panteísmos pseudomísticos ni quietismos alienantes, verdadera coronación de la aspiración religiosa del hombre.

Esta propuesta evoca la estructura del Catecismo de la Iglesia Católica, en la que se reflejan las dimensiones de la fe, de la vida cristiana y de la espiritualidad concebidas como una totalidad, más allá de cualquier posible reduccionismo. La profesión de fe tiene, indudablemente, una dimensión dogmática, doctrinal; ofrece el fundamento firme de la verdad. El cristianismo es, por cierto, una doctrina, aunque no se puede reducir exclusivamente a ella, a una teoría, a un conjunto armonioso y coherente de ideas verdaderas. Pero es necesario, superando un cierto desprecio de lo nocional en el conocimiento de fe, reforzar la formación de nuestros fieles en los contenidos de la fe, para que puedan distinguir lo que pertenece a la religión católica y lo que no pertenece a ella, para que adquieran una serena seguridad en la fe que profesan y sepan dar razón de la esperanza que la acompaña.

La fuente de la gracia es la liturgia sacramental como celebración del misterio de Cristo; en ella es asumida toda la realidad simbólica de lo humano y se la pone en contacto con la vida de Dios según el misterio teándrico del Verbo hecho hombre. La piedad popular es otra expresión legítima del culto cristiano, pero no es homologable a la liturgia y no se debe oponer ni equiparar a ella. Aquí conviene recordar que el cristianismo es una religión, pero no una mera práctica de ritos religiosos.

Asimismo hay que decir que el cristianismo no es primeramente una moral, pero incluye sin duda una dimensión moral. Los criterios de vida que necesita el hombre desconcertado de nuestro tiempo, sus reclamos éticos muchas veces parcializados, fragmentarios, han de encontrar respuesta en el Decálogo y en el Sermón de la Montaña. La ley de Dios muestra el camino para obtener la satisfacción de las legítimas apetencias de justicia y rectitud que suelen expresarse de modo inconcreto en nuestra sociedad.

Por fin, hay que decir que el cristianismo no es primera o exclusivamente una mística, pero que ciertamente también lo es. Enseñar a orar, introducir a los fieles en la intimidad del Dios viviente, proponer la genuina mística católica, es parte fundamental de la misión de la Iglesia y grave incumbencia suya hoy día, cuando pululan tantas espiritualidades subalternas y descaminadas. Nuestras parroquias, por ejemplo, deberían ser escuelas de oración.

La afirmación de la fe y la triple experiencia de la gracia, de la praxis cristiana y de la intimidad con Dios; la totalidad católica expresada en la estructura cuatripartita del Catecismo, subrayan el carácter sapiencial del cristianismo. El cristianismo que presenta la Iglesia en la nueva evangelización es una sabiduría, el Evangelio del cual somos discípulos y maestros es una sabiduría, el Cristo que predicamos, nuestro amor y nuestro gozo, es la sabiduría: Ipse sapientia Christus.

Religiosidad popular y Eucaristía
A partir de las orientaciones conciliares (cf. Sacrosanctum Concilium, 12 s.) la Iglesia ha procurado que entre el culto litúrgico y las prácticas de piedad del pueblo cristiano se establezca una mutua y fecunda relación. El Directorio sobre piedad popular y liturgia ha encarado ampliamente ese problema. Ahora me ocupo del mismo desde un ángulo específico: la escasa participación eucarística y la deserción de la misa dominical de multitudes de fieles que expresan su fe con la práctica más o menos frecuente de diversas formas de religiosidad popular. Este fenómeno es bastante común en toda América Latina. Nuestra Pontificia Comisión dedicó la Reunión Plenaria de 2005 a La misa dominical, centro de la vida cristiana. En la vigésimosexta de las recomendaciones pastorales publicadas como conclusión de aquella asamblea, se decía discretamente: Es necesario valorar la práctica de tantos fieles que asisten a las grandes fiestas y peregrinaciones, y procurar que la Sagrada Eucaristía ocupe en ellas un lugar central, así como aprovechar dichas ocasiones para fomentar una mayor y más viva participación en las misas dominicales. Por mi parte, me baso en lo que ocurre en el extremo sur del continente, pero considero que el fenómeno se verifica prácticamente, aunque en diverso grado, en todas las naciones latinoamericanas. Yo suelo proponer una definición extravagante de la Argentina. El mío es un país en el que los bautizados en la Iglesia Católica no van a misa. No se trata de un defecto reciente provocado por la ola de secularización que nos ha sumergido, sino que tiene raíces muy antiguas. Una cuestión de máximo interés es la relativa al origen de esta situación; las causas probablemente son múltiples, pero sugiero una hipótesis a indagar: desde la primera evangelización no cobró vigencia entre nosotros una cultura coral, una cultura litúrgica, lo cual se manifiesta también en la dificultad de arraigo que encontraron siempre en nuestras tierras las experiencias de vida monástica. Lo cierto es que en la mentalidad religiosa del argentino no aparece reflejada la centralidad de la Eucaristía y la vivencia del domingo; actualmente se lo ha tragado el fin de semana, el week-end, y cuando es largo, peor.

Lo que señalo no es el incumplimiento de un precepto eclesiástico, sino un vacío cultural que se une en relación causal con una percepción incorrecta de la realidad de la Iglesia. A causa de esta carencia, de este vacío, de la deserción eucarística, la Iglesia no es entendida y vivida plenamente como ámbito de una creación integral y de una transmisión de cultura cristiana. Dicho en otros términos: no funciona el vínculo entre el culto y la cultura, o funciona de un modo imperfecto, parcial, limitado a pequeños sectores o a tiempos históricos acotados; no se verifica como un fenómeno popular. Algunos momentos importantes de renovación eclesial con proyecciones culturales significativas han estado señalados por el redescubrimiento del valor operativo de la simbología litúrgica en orden a la configuración de la personalidad cristiana. Esta constatación confirma el diagnóstico.

Sin una referencia neta e intensa a la liturgia como despliegue operativo, contemplativo y estético del orden sacramental, la piedad popular tiende a perder su identidad más propiamente católica y a deslizarse al nivel de una religiosidad popular no exenta de ambigüedades. En este campo queda mucho por hacer: reforzar la catequesis litúrgica de modo que los fieles puedan descubrir y vivir las celebraciones como auténticos momentos de vida religiosa; destacar la realidad sacrificial de la misa, para que no cedan a la seducción de plegarse a otros sacrificios, como los ofrecidos en los cultos umbanda o en ritos de impronta satánica; mostrarles cómo todas las devociones deben conducir a Cristo, nuestro único Salvador presente en la Eucaristía, e inducirlos a la frecuente adoración de ese inefable misterio. Podemos alegar que la ausencia de una cultura litúrgica y eucarística ha sido y es llenada por la práctica generalizada, en nuestro pueblo, de formas más o menos tradicionales de piedad popular. Pero me parece que este sería un magro y engañoso consuelo.

El Directorio citado anteriormente establece que la liturgia y la piedad popular no deben sustituirse entre sí, ni mezclarse. No se favorece la armónica y fecunda relación entre ambas realidades eclesiales cuando la liturgia menoscaba su dignidad ritual y se banaliza asumiendo la fenomenología de lo cotidiano, cuando se torna un hecho de entrecasa; la celebración eucarística –sobre todo esta cumbre del culto cristiano– no puede asemejarse a un tumultoso encuentro pentecostal, a una función de circo para niños o a una divertida sesión de adolescentes floggers. La fidelidad a las fuentes de la renovación litúrgica posconciliar reclama que se ayude a los fieles, mediante un adecuado itinerario mistagógico, para que puedan incorporarse a las celebraciones y participar de ellas consciente, activa y fructuosamente (Sacrosanctum Concilium, 11).

Por otra parte, en América Latina existe una valiosa tradición de expresiones populares de la fe que deben ser rescatadas y fomentadas: procesiones, bendiciones, autos sacramentales, pesebres vivientes y teatralizaciones del Camino de la Cruz. Hay que cuidarse de no menospreciar la dimensión sensible, corporal, simbólica de la espiritualidad católica, precisamente cuando incluso algunas sectas adoptan varios de nuestros sacramentales.

La pertenencia a la Iglesia
Uno de los valores de la piedad popular subrayado por la reflexión pastoral de los últimos años es su espontánea identificación con la Iglesia. Es esta una constatación correcta; sin embargo, la deficiente vinculación con la Eucaristía y la misa dominical, en la medida en que se verifica realmente, menoscaba la conciencia eclesial del pueblo de Dios. La práctica de las formas más difundidas de piedad popular es una manera de expresar la pertenencia católica, pero hay que procurar que esos fieles lleguen a sentirse más plenamente unidos a la Iglesia, que la amen más y le brinden toda su confianza para aceptar y acoger sin reservas toda la verdad que ella nos transmite de parte del Señor.

Muchas veces los miembros de la Iglesia no experimentan que efectivamente lo son. No se trata de encarecer el simple “sentirse” miembros de ella con una percepción superficial; parece, no obstante, que en muchos casos esa pertenencia a la Iglesia es vivida de un modo muy débil y genérico. En realidad, podríamos establecer círculos concéntricos que señalen distintos grados de pertenecer, de experimentar y expresar esa pertenencia; grados que van desde la conciencia clara y el compromiso más cercano, hasta la marginalidad o la casi marginalidad. Sin embargo, corresponde a la esencia de la Iglesia que ella se represente y sea percibida como casa de todos, como morada y familia que acoge cordialmente a todos sus hijos, como madre que puede ocuparse solícitamente de ellos. A este propósito hemos de reconocer como fundamental el testimonio de la unidad en el amor, la fraternidad del agape; en definitiva ese valor testimonial será el que permita a todos los miembros de la Iglesia, más cercanos a más lejanos, experimentar la maternidad de la Catholica. El propósito de hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión (Novo millennio ineunte, 43) se concreta en tareas precisas para fortalecer la vida comunitaria de las parroquias, que son la última localización de la Iglesia, para que puedan incorporar a esa misma vida a los que llegan ocasionalmente y a los bautizados que habitan en la respectiva jurisdicción, de manera que no se sientan necesitados de buscar otras pertenencias socio-religiosas, como por ejemplo la adhesión a las sectas y a sus caricaturas de la auténtica comunidad cristiana.

Una última indicación. Será muy oportuno reflexionar sobre un dato en el que se refleja una de las características más notorias de la cultura vigente: la tendencia al individualismo que invade también la dimensión religiosa de la existencia. La crítica dirigida a la institución eclesial por sectores determinados de la sociedad, de la que se hacen eco los medios de comunicación para incentivarla, viene a reforzar una cierta problematicidad de la mediación de la Iglesia en la relación del hombre –del cristiano– con Dios. La religiosidad en su impostación moderna –herencia protestante, de la Ilustración y del romanticismo– y también en el contexto de atomización cultural propio de la posmodernidad, es reacia a la institucionalización de la experiencia de Dios. La experiencia religiosa libre no acepta ajustarse a moldes comunitarios; el protagonista es el yo solitario en busca de la divinidad y de la identificación con ella. Estos sentimientos pueden colorear también el ánimo de los fieles y disminuir en ellos el afecto de la comunión eclesial. La Iglesia no debe hablar demasiado de sí misma, pero sí mostrar, con el testimonio de la verdad y la vivencia de la caridad, la continuidad real de ella con Cristo, como Cuerpo misterioso suyo. Uno de los principales desafíos que se impone a los pastores de la Iglesia en la nueva evangelización es recuperar para la plena y activa vida eclesial a una multitud de bautizados que por la gracia de la iniciación cristiana están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

miércoles, 6 de abril de 2011

ACCIONAR


Accionar es un grupo de universitarios cristianos que se atreven a soñar con lo que parece imposible e inalcanzable: tranformar la vida y la historia de los hombres a través del cambio en la cultura.

Accionar tiene una vocación: la santidad. Accionar tiene una misión: "establecer y renovar TODO en Cristo"(Ef 1,10)

Accionar quiere transformar la cultura en profundamente cristiana. Accionar busca llevar el Evangelio de Cristo a todos los ambientes de nuestra cultura y, con esa misma fuerza del Mensaje de Jesús, transformar desde dentro y renovar a la misma cultura, creyendo en la palabra del Señor que dice Él "hace nuevas todas las cosas" (Ap. 21,5). Accionar busca "alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación" (EN 19)

Éste es nuestro gran ideal: transformar la cultura para poder cambiar la historia de nuestra Patria y del mundo. Un ideal todavía inalcanzable... Pero cuando nuestros ideales parecen inalcanzables, conviene mirar a los hombres grandes que cambiaron el rumbo de la historia. Por ejemplo, miremos a Juan Pablo II, un modelo de grandeza; un hombre que supo vivir toda su vida con ideales inalcanzables: en la Polonia pobre de su niñez, luego en la Polonia invadida por los nazis y después sometida por los comunistas sin libertad y plagada persecución y muerte y en ese contexto él fue joven actor, seminarista, sacerdote, obispo, Arzobispo y Cardenal, y luego, como Papa, vivió llamando a la Nueva Evangelización en un mundo que se volvía y se vuelve cada vez más anticristiano. Por eso él, cuando sus ideales eran todavía inalcanzables, se dedicó a formar personas, hombres de espíritu abierto, que fueran capaces de soñar un mundo mejor en una realidad adversa, hombres fuertemente unidos a Dios y a la verdad, hombres libres, de conciencia recta, que no fueran soberbios con los débiles, ni débiles con los poderosos...

El verdadero accionar es "instaurar todo en Cristo", que es la única manera de hacer de la vida algo pleno y feliz.

Le pedimos al Papa Juan Pablo II (pronto beato) que sepamos vivir el desafío de mantener ideales grandes aunque parezcan inalcanzables; que sepamos tener grandeza interior y fuerza para hacer esos ideales cada vez menos lejanos. Recemos para que Dios nos conceda ser capaces de sembrar esperanza y optimismo en un mundo que necesita cada vez más a Dios, y ya que son los santos quienes mejor trasmiten a Dios, pidámosle a Él que Accionar sea eso: una familia de santos, pidamos ser casa y escuela de santidad... Porque, como nos recuerda el Papa Benedicto XVI: "basta un hombre santo para transformar a todo un pueblo..."

Miércoles de la 4º semana de Cuaresma


Dice el Señor: "El que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna"

Del Evangelio según san Juan (Capítulo 5,17-30)

Jesús dijo a los judíos:
«Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo.» Pero para los judíos esta era una razón más para matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre. Entonces Jesús tomó la palabra diciendo:
«Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre; lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más grandes aún, para que ustedes queden maravillados.
Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que él quiere. Porque el Padre no juzga a nadie: él ha puesto todo juicio en manos de su Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió.
Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna y no está sometido al juicio, sino que ya ha pasado de la muerte a la Vida.
Les aseguro que la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan, vivirán. Así como el Padre dispone de la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella, y le dio autoridad para juzgar porque él es el Hijo del hombre.
No se asombren: se acerca la hora en que todos los que están en las tumbas oirán su voz y saldrán de ellas: los que hayan hecho el bien, resucitarán para la Vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio.
Nada puedo hacer por mí mismo. Yo juzgo de acuerdo con lo que oigo, y mi juicio es justo, porque lo que yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió.»

martes, 5 de abril de 2011

Martes de la 4º semana de Cuaresma


La curación del paralítico de la piscina

Del Evangelio según san Juan (Capítulo 5, 1-3a. 5-16)

Se celebraba una fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén.
Junto a la puerta de las Ovejas, en Jerusalén, hay una piscina llamada en hebreo Betsata, que tiene cinco pórticos. Bajo estos pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua.
Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Al verlo tendido, y sabiendo que hacía tanto tiempo que estaba así, Jesús le preguntó: «¿Quieres curarte?»
El respondió: «Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse; mientras yo voy, otro desciende antes.»
Jesús le dijo: «Levántate, toma tu camilla y camina.»
En seguida el hombre se curó, tomó su camilla y empezó a caminar.
Era un sábado, y los judíos dijeron entonces al que acababa de ser curado: «Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla.»
El les respondió: «El que me curó me dijo: "Toma tu camilla y camina."» Ellos le preguntaron: «¿Quién es ese hombre que te dijo: "Toma tu camilla y camina?"»
Pero el enfermo lo ignoraba, porque Jesús había desaparecido entre la multitud que estaba allí.
Después, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: «Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía.»
El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Ellos atacaban a Jesús, porque hacía esas cosas en sábado.

lunes, 4 de abril de 2011

Lunes de la 4º semana de Cuaresma


La curación del hijo del funcionario real

Del Evangelio según san Juan (Capítulo 4, 43-54)

Jesús partió hacia Galilea. El mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo. Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta.
Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaún. Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo.
Jesús le dijo: «Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen.»
El funcionario le respondió: «Señor, baja antes que mi hijo se muera.»
«Vuelve a tu casa, tu hijo vive», le dijo Jesús.
El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y le anunciaron que su hijo vivía. El les preguntó a qué hora se había sentido mejor. «Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre», le respondieron.
El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive.» Y entonces creyó él y toda su familia.
Este fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea

domingo, 3 de abril de 2011

4º Domingo de Cuaresma, ciclo "A"



La curación del ciego de nacimiento

Del Evangelio de Juan (Cap 9, 1-41)

Jesús, al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: «Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?»
«Ni él ni sus padres han pecado, respondió Jesús; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios. Debemos trabajar en las obras de aquel que me envió, mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo.»
Después que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé», que significa «Enviado.»
El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía. Los vecinos y los que antes lo habían visto mendigar, se preguntaban: «¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?»
Unos opinaban: «Es el mismo.» «No, respondían otros, es uno que se le parece.»
El decía: «Soy realmente yo.»
Ellos le dijeron: «¿Cómo se te han abierto los ojos?»
El respondió: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: "Ve a lavarte a Siloé". Yo fui, me lavé y vi.»
Ellos le preguntaron: «¿Dónde está?»
El respondió: «No lo sé.»
El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había llegado a ver.
El les respondió: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo.»
Algunos fariseos decían: «Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado.»
Otros replicaban: «¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?» Y se produjo una división entre ellos. Entonces dijeron nuevamente al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos?» El hombre respondió: «Es un profeta.»
Sin embargo, los judíos no querían creer que ese hombre había sido ciego y que había llegado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: «¿Es este el hijo de ustedes, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?»
Sus padres respondieron: «Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él: tiene edad para responder por su cuenta.»
Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, que ya se habían puesto de acuerdo para excluir de la sinagoga al que reconociera a Jesús como Mesías. Por esta razón dijeron: «Tiene bastante edad, pregúntenle a él.»
Los judíos llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: «Glorifica a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador.»
«Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo.»
Ellos le preguntaron: «¿Qué te ha hecho? ¿Cómo te abrió los ojos?»
El les respondió: «Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?»
Ellos lo injuriaron y le dijeron: «¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de donde es este.»
El hombre les respondió: «Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada.»
Ellos le respondieron: «Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?» Y lo echaron.
Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: «¿Crees en el Hijo del hombre?»
El respondió: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo: «Tú lo has visto: es el que te está hablando.»
Entonces él exclamó: «Creo, Señor», y se postró ante él.
Después Jesús agregó: «He venido a este mundo para un juicio: Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven.»
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «¿Acaso también nosotros somos ciegos?»
Jesús les respondió: «Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: "Vemos", su pecado permanece.»

lunes, 14 de marzo de 2011

NUESTRA AMISTAD CON DIOS



Nuestro Señor, aquel que es la Palabra de Dios, primero nos ganó como siervos de Dios, mas para liberarnos después, tal como dice a sus discípulo!!: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he llamado amigos, porque todo cuanto me ha comunicado el Padre os lo he dado a conocer. Y la amistad divina es causa de inmortalidad para todos los que entran en ella.
Así, pues, en el principia Dios plasmó a Adán, no porque tuviese necesidad del hombre, sino para tener en quien depositar sus beneficios. Pues no sólo antes de la creación de Adán, sino antes de toda creación, el que es la Palabra glorificaba a su Padre, permaneciendo en él, y él, a su vez, era glorificado por el Padre, como afirma él mismo: Glorifícame tú, Padre, con la gloria que tenía junto a ti antes que el mundo existiese.
Y si nos mandó seguirlo no es porque necesite de nuestros servicios, sino para que nosotros alcancemos así la salvación. Seguir al Salvador, en efecto, es beneficiarse de la salvación, y seguir a la Luz es recibir la luz. Pues los que están en la luz no son los que iluminan a la luz, sino que la luz los ilumina y esclarece a ellos, ya que ellos nada le añaden, sino que son ellos los que se benefician de la luz.
Del mismo modo, el servir a Dios nada le añade a Dios, ni tiene Dios necesidad alguna de nuestra sumisión; es él, por el contrario, quien da la vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que lo siguen y sirven, beneficiándolos por el hecho de seguirlo y servirlo, sin recibir de ellos beneficio alguno, ya que es en sí mismo rico, perfecto, sin que nada le falte.
La razón, pues, por la que Dios desea que los hombres lo sirvan es su bondad y misericordia, por las que quiere beneficiar a los que perseveran en su servicio, pues, si Dios no necesita de nadie, el hombre, en cambio, necesita de la comunión con Dios.
En esto consiste la gloria del hombre, en perseverar y permanecer en el servicio de Dios. Por esto el Señor decía a sus discípulos: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, queriendo indicar que no eran ellos los que lo glorificaban al seguirlo, sino que, siguiendo al Hijo de Dios, él los glorificaba a ellos. Por esto añade: Quiero que ellos estén conmigo allí donde yo esté, para que contemplen mi gloria.

Del Tratado de san Ireneo, obispo, Contra las herejías

viernes, 11 de marzo de 2011

LA ORACIÓN ES LUZ DEL ALMA - San Juan Crisóstomo


De las Homilías de san Juan Crisóstomo, obispo

Nada hay mejor que la oración y coloquio con Dios, ya que por ella nos ponemos en contacto inmediato con él; y, del mismo modo que nuestros ojos corporales son iluminados al recibir la luz, así también nuestro espíritu, al fijar su atención en Dios, es iluminado con su luz inefable. Me refiero, claro está, a aquella oración que no se hace por rutina, sino de corazón; que no queda circunscrita a unos determinados momentos, sino que se prolonga sin cesar día y noche.
Conviene, en efecto, que la atención de nuestra mente no se limite a concentrarse en Dios de modo repentino, en el momento en que nos decidimos a orar, sino que hay que procurar también que cuando está ocupada
en otros menesteres, como el cuidado de los pobres o las obras útiles de beneficencia u otros cuidados cualesquiera, no prescinda del deseo y el recuerdo de Dios, de modo que nuestras obras, como condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un manjar suavísimo para el Señor de todas las cosas. Y también nosotros podremos gozar, en lodo momento de nuestra vida, de las ventajas que de ahí resultan, si dedicamos mucho tiempo al Señor.
La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Por ella nuestro espíritu, elevado hasta el cielo, abraza a Dios con abrazos inefables, deseando la leche divina, como un niño que, llorando, llama a su madre; por ella nuestro espíritu espera el cumplimiento de sus propios anhelos y recibe unos bienes que superan todo lo natural y visible.
La oración viene a ser una venerable mensajera nuestra ante Dios, alegra nuestro espíritu, aquieta nuestro ánimo. Me refiero, en efecto, a aquella oración que no consiste en palabras, sino más bien en el deseo de Dios, en una piedad inefable, que no procede de los hombres, sino de la gracia divina, acerca de la cual dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir como conviene, pero el Espíritu mismo aboga por nosotros con gemidos que no pueden ser expresados en palabras.
Semejante oración, si nos la concede Dios, es de gran valor y no ha de ser despreciada; es un manjar celestial que satisface al alma; el que lo ha gustado, se inflama en el deseo eterno de Dios, como en un fuego ardentísimo que inflama su espíritu.
Para que alcance en ti su perfección, pinta lu casa interior con la moderación y la humildad, hazla resplandeciente con la luz de la justicia, adórnala con buenas obras, como con excelentes láminas de metal, y decórala con la fe y la grandeza de ánimo, a manera de paredes y mosaicos; por encima de todo coloca la oración, como el techo que corona y pone fin al edificio, para disponer así una mansión acabada para el Señor y poderlo recibir como en una casa regia y espléndida, poseyéndolo por la gracia como una imagen colocada en el templo del alma.

viernes, 4 de marzo de 2011

Sobre la Eucaristía, del "Tratado sobre los Misterios" de san Ambrosio, obispo


INSTRUCCIÓN DE LOS RECIÉN BAUTIZADOS SOBRE LA EUCARISTÍA
(Del Oficio de Lecturas de hoy, viernes VIII del tiempo Ordinario)
"Los recién bautizados, enriquecidos con tales distintivos, se dirigen al altar de Cristo, diciendo: Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud. En efecto, despojados ya de todo resto de sus antiguos errores, renovada su juventud como un águila, se apresuran a participar del convite celestial. Llegan, pues, y al ver preparado el sagrado altar, exclaman: Preparas una mesa ante mí. A ellos se aplican aquellas palabras del salmista: El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Y más adelante: Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.
Es ciertamente admirable el hecho de que Dios hiciera llover el maná para los padres y los alimentase cada día con aquel manjar celestial, del que dice el salmo: El hombre comió pan de ángeles. Pero los que comieron aquel pan murieron todos en el desierto; en cambio, el alimento que tú recibes, este pan vivo que ha bajado del cielo, comunica el sostén de la vida eterna, y todo el que coma de él no morirá para siempre, porque es el' cuerpo de Cristo.
Considera, pues, ahora qué es más excelente, si aquel pan de ángeles o la carne de Cristo, que es el cuerpo de vida. Aquel maná caía del cielo, éste está por encima del cielo; aquél era del cielo, éste del Señor de los cielos; aquél se corrompía si se guardaba para el día siguiente, éste no sólo es ajeno a toda corrupción, sino que comunica la incorrupción a todos los que lo comen con reverencia. A ellos les manó agua de la roca, a ti sangre del mismo Cristo; a ellos el agua los sació momentáneamente, a ti la sangre que mana de Cristo te lava para siempre. Los judíos bebieron y volvieron a tener sed, pero tú, si bebes, ya no puedes volver a sentir sed, porque aquello era la sombra, esto la realidad.
Si te admira aquello que no era más que una sombra, mucho más debe admirarte la realidad.

Escucha cómo no era más que una sombra lo que acontecía con los padres: Bebían -dice el Apóstol- de la roca que los seguía, y la roca era Cristo; pero Dios no se agradó de la mayor parte de ellos, pues fueron postrados en el desierto. Todas estas cosas acontecían en figura para nosotros. Los dones que tú posees son mucho más excelentes, porque la luz es más que la sombra, la realidad más que la figura, el cuerpo del Creador más que el maná del cielo."

martes, 1 de marzo de 2011

Oculto… - Por San Rafael Arnáiz

Uno de los encantos, mejor dicho, consuelos de mi vida monacal, es el estar oculto a las miradas del mundo. Esto lo comprenderá quien guste meditar en la vida de Cristo.
Para dedicarse a un arte…, para profundizar en una ciencia, el espíritu necesita soledad y aislamiento, necesita recogimiento y silencio. Ahora bien, para el alma enamorada de Dios, para el alma que ya no ve más arte ni más ciencia que la vida de Jesús, para el alma que ha encontrado en la tierra el tesoro escondido, el silencio no le basta, ni su recogimiento en soledad. Le es necesario ocultarse a todos, le es necesario ocultarse con Cristo, buscar un rincón de la tierra donde no lleguen las profanas miradas del mundo, y allí estarse a solas con su Dios.
El secreto del rey se mancha y pierde brillo al publicarse. Ese secreto del rey es el que hay que ocultar para que nadie lo vea. Ese secreto que muchos creerán son comunicaciones divinas y consuelos sobre- naturales…, ese secreto del rey que envidiamos en los santos, se reduce muchas veces a una cruz.
No pongamos la luz bajo el celemín, nos dice Jesús en el evangelio. Publiquemos las grandezas de Dios. Hagamos llegar al corazón de nuestros hermanos los tesoros de gracias que Dios derrama a manos llenas sobre nosotros. Publiquemos a los cuatro vientos nuestra fe, llenemos el mundo de gritos de entusiasmo por tener un Dios tan bueno. No nos cansemos de predicar su evangelio y decir a todo el que nos quiera oír, que Cristo murió amando a los hombres, clavado en un madero… Que murió por mí, por ti, por aquel… Y si nosotros de veras le amamos, no lo ocultemos… no pongamos la luz que puede alumbrar a otros, debajo de un celemín.
Mas en cambio, bendito Jesús, llevemos allá adentro y sin que nadie se entere, ese divino secreto… Ese secreto que Tú das a las almas que más te quieren… Esa partecita de tu Cruz, de tu sed, de tus espinas.
Ocultemos en el último rincón de la tierra nuestras lágrimas, nuestras penas y nuestros desconsuelos… No llenemos el mundo de tristes gemidos, ni hagamos llegar a nadie la más pequeña parte de nuestras aflicciones.
Seamos egoístas para sufrir, y generosos en la alegría. Hagamos la felicidad de los que nos rodean, y no enturbiemos el ambiente con caras tristes, cuando Dios nos mande alguna prueba.
Ocultémonos para estar con Jesús en la Cruz; no busquemos mitigación al dolor, en el consuelo de las criaturas, pues haremos dos cosas que no son malas, pero que no son perfectas. Primero, al dejar a Dios por lo que no es Dios, pues no es consuelo suyo lo que de Él no viene, y si Él no quiere darlo, al buscarlo fuera de Él, le perdemos a Él, y también perdemos muchas veces el mérito del sufrimiento. Segundo, hacemos nuestro egoísmo, o por lo menos queremos hacer participar a los demás, de lo nuestro, para así descargarnos, y conseguimos con esto, alivio ficticio y falso, pues si te duele una muela, te seguirá doliendo lo digas o no.
En resumidas cuentas, casi siempre es un acto de egoísmo y también falta de humildad, dando importancia a lo tuyo, como si por ser tuyo fuera importante. En cambio, no buscando nada en las criaturas y sí todo de Dios, se llega a amar la Cruz a solas y en escondido…, la Cruz oculto con Dios y lejos de los hombres.
Ocultemos nuestra vida, si nuestra vida es penar. Ocultemos el sufrir, si el sufrir nos causa pena.
Ocultémonos con Cristo para sólo a Él hacerle partícipe de lo que, mirándolo bien, sólo es tuyo: el secreto de la Cruz.
Aprendamos de una vez, meditando en su vida, en su pasión y en su muerte que sólo hay un camino para llegar a Él…, el camino de la santa Cruz.
Hermano Rafael
14 de diciembre de 1935,
a sus 25 años
En sus escritos personales "Mi cuaderno"

domingo, 27 de febrero de 2011

"Cantares en el corazón" - San Rafael Arnáiz Barón


Silencio en los labios, cantares en el corazón; alma que vive de amores, de sueños y de esperanzas..., alma que vive de Dios. Alma que mira a lo lejos..., lejos, muy lejos del mundo, pasando la vida en silencio..., cantando en el corazón.

Una Trapa..., un monasterio..., hombres... Sólo Dios y yo.

Pasan rápidos los días, en ellos se va la vida..., soñamos en lo pasado, esperamos lo que ha de llegar... El alma mira a lo lejos buscando la única vida, que otea en un mar de esperanzas, y que espera sea mejor.

Una Trapa..., cantares a Dios. ¿Qué importan los hombres?... ¿Qué importan las nieblas o el sol?... ¿Qué importa lo que nos rodea? Todo es nada, y la nada no merece nuestra atención.

Busca el alma lo que aquí no encuentra... Busca en las alturas sus ansias de Dios, y cuando a ella llegan los rayos de luz que Cristo la envía..., ¿qué importan los hombres, las nieblas o el sol?... Y canta en silencio, murmullos de amores, y busca sus consuelos en la paz tranquila, quieta y sosegada, del que nada espera, y pasa su vida, sin mirar al mundo, que ignora lo que es oración.

Pasan serenos los días, en la dulce calma del amor que espera. El alma comprende, que nada en el mundo la puede llenar... La tierra es de barro, los hombres son pobres, la vida muy corta, todo es muy pequeño, frágil y caduco..., y el alma está ansiosa de verse en el cielo, mirando a la Virgen, contemplando a Dios.

Monasterio de hombres..., casa de un día. Monjes penitentes..., aves de paso, que vuelan cantando. Flores y espinas. Llantos y cruces. Vientos y hielos. Himnos de alegría. Momentos de angustia. Campanas, incienso... Todo lo que vibra, todo lo [que] al alma en la vida rodea..., todo es flor de un día, que ahora viene y luego se va. Nada la interesa que no sea Cristo, nada la conmueve que no sea Dios, y esconde muy hondo, sus ansias, sus penas, sus cruces, su amor.

Ya todo la cansa; no busca en los hombres lo que jamás podrán dar. Para ella no existen ni cielo ni tierra, ni hombres ni bestias..., ni mundo, que es polvo mortal... Sólo tiene el alma una ocupación que llena su vida entera..., un ansia grande de cielo, y un Dios a quien adorar.

En el monasterio pasan los días..., ¿qué importa?... Sólo Dios y yo.

Vivo aún en la tierra, rodeado de hombres..., ¿qué importa?... Sólo Dios y yo...

Y al mirar al mundo, no veo grandezas, no veo miserias, no veo las nieblas, no distingo el sol... El mundo entero se reduce a un punto..., en el punto, hay un monasterio, y en el monasterio..., sólo Dios y yo.

Hermano Rafael
4 de enero de 1937, a sus 25 años
"Mi cuaderno"

sábado, 26 de febrero de 2011

Almas soñadoras...


Los grandes deseos se forjan en grandes corazones. Y al ver la historia del mundo, y especialmente la historia de la Iglesia, se ve claro que la tela con que Dios irrumpe en la vida de los hombres suele ser la de las almas grandes, los hombres magnánimos… Pero… ¿cómo es grande un hombre?... ¿cuándo es grande su alma…?

Miremos las veces que hemos sido sacudidos por la voz de Dios que nos recordó con un grito nuestra más honda vocación. Por ejemplo la muerte del Papa Juan Pablo II, que puso de manifiesto algo que parecía olvidado: en definitiva en la vida sólo importa la santidad.

Y de eso se trata… de soñar con la santidad, de desearla, de anhelarla.

Porque un día nos llega del cielo una señal, la voz de Dios que nos dice que nos quiere santos, gigantes, en busca de la santidad que, por otra parte, es pura GRACIA. Nos llega entonces la vocación de buscar lo imposible, de esperar confiados lo que no podemos lograr…

Al alma pequeña del hombre, le entra el sueño infinito de Dios… “Habéis puesto tanto amor en un alma tan pequeña, Señor, y tan miserable” dice el hermano Rafael. La “locura” de Dios de compartir su vida con los hombres, su deseo de inhabitarlo, de ser amor en la pobre y pequeña existencia humana. Y el alma chiquita se vuelve hogar del sueño infinito.

Muchas veces la voz de Dios surge como inspiración en el corazón, como anhelo oculto, pequeño, un poco tímido al principio, a veces vacilante, pero que va tomando fuerza y de repente se vuelve fuego, certeza, para volverse noche otra vez y oscuridad… Así nos van surgiendo las “inspiraciones” que nos manifiestan de modo humano realidades que nos trascienden. Es el Señor que así va moldeando esa santidad “particular” que él sueña para mí, para cada uno. A través de las inspiraciones del corazón, el hombre se va ejercitando en escuchar la voz de Dios y en obedecerlo y arriesgarse por él; como Pedro, que había pescado la noche entera sin sacar nada, pero que supo claramente que si “Él” lo decía, había que echar las redes otra vez… “y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse…” (Cf. Lc 5,5-6)

La “inspiración” surge en el corazón, y el hombre entonces inicia su lucha y su discernimiento. Existen criterios objetivos que nos ayudan a discernir el origen de esa voz. Son criterios madurados y cobijados en el seno de la Iglesia, a través de sus grandes maestros espirituales, de la doctrina de la fe y de la prudencia de los pastores (jerarquía, confesores, superiores, directores espirituales…). Supuesta esta instancia de recto y sano discernimiento de las mociones del espíritu, entonces empieza la lucha personal, como el profeta que se descubre demasiado joven (Jer. 1,6), o Moisés que pone la objeción de no saber hablar (Ex. 4,10).

Pero Dios, que pide todo, no lo pide de golpe, sino de a poco. Nos va haciendo como un “noviciado de la entrega”. Nos pone en el corazón inspiraciones de su gracia, y el corazón se va familiarizando con su voz y la voluntad va aprendiendo a obedecerlo. Así, cada vez que somos fieles a las inspiraciones interiores, éstas crecen dentro de nosotros a la vez que nos hacen crecer:
“Toda fidelidad a una inspiración es recompensada por inspiraciones cada vez más frecuentes y más fuertes. Es como si el alma se entrenara para llegar a una percepción cada vez más clara de la voluntad de Dios y a una mayor facilidad para cumplirla.”

Y todas las inspiraciones van sembrando en nuestra vida espiritual la semilla de la santidad. Es la santidad el anzuelo que se esconde detrás de la “carnada”. Cada inspiración, en definitiva, es como si fuera una excusa para llevar al corazón el deseo ardiente de santidad. Y sólo cuando llega ese deseo el alma se convierte de verdad en soñadora…

¡El hombre se conoce por sus sueños! Por sus deseos… Dice San Agustín:
"Toda la vida del buen cristiano es un santo deseo. Lo que deseas no lo ves todavía, mas por tu deseo te haces capaz de ser saciado cuando llegue el momento de la visión. Supón que quieres llenar una bolsa, y que conoces la abundancia de lo que van a darte; entonces tenderás la bolsa, el saco, el odre o lo que sea; sabes cuán grande es lo que has de meter dentro y ves que la bolsa es estrecha, y por esto ensanchas la boca de la bolsa para aumentar su capacidad. Así Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones"

El deseo de santidad es deseo madurado en el silencio, en la cruz, en la contemplación del misterio. Nos dice Agustín que nuestra vida es ejercitarnos en el deseo. Ese ejercicio es, en definitiva, querer ver a Jesús.

Cuando el Señor pone en nuestros corazones un deseo es porque quiere realizarlo, y así nuestros sueños nos dan la medida de nuestra alma. Almas pequeñas con grandes anhelos. ¿No es acaso irracional que un corazón pobre como el nuestro aspire a tanto amor? No, no lo es. Sólo parece serlo a causa de nuestra pequeñez, pero allí irrumpe la lógica de Dios, la fuerza de lo débil, de lo pequeño, de lo oculto.

Un pobre corazón se vuelve hogar de un sueño infinito y ese pobre corazón tiene en sí, entonces, algo de infinito. Nuestra vida espiritual es dejarnos conducir por el Espíritu Santo, dejarnos hacer. Escuchar su voz en el fondo del alma y animarse a seguir sus impulsos, que desinstalan, cuestionan, nos deja solos, nos vuelve incomprendidos, pero que también nos dan la certeza de la grandeza y el poder transformador y redentor de lo pequeño y de lo oculto. La acción del Espíritu nos vuelve pobres pero hace, a la vez, que nuestra pequeñez adquiera una cierta forma de grandeza.

Sólo existe una grandeza posible: ser santos. ¡Y es la vez tan imposible! Nada podemos hacer, sólo podemos dejarnos hacer. Es la imposibilidad la que nos instala en el deseo, la imposibilidad y el amor, experiencias contradictorias que hacen crujir al alma y nos hacen comprender aquel grito de san Juan de la Cruz:
Pues ya no eres esquiva
acaba ya si quieres
¡rompe la tela de este dulce encuentro
!”
Se trata del deseo de terminar de gustar aquello que ya se ha intuido, sospechado.

La Eucaristía alimenta el deseo y el amor. Está allí como callado testimonio de fidelidad al hombre, impulsándonos el deseo y avivándonos el sueño imposible de la santidad. Al adorar la Eucaristía nos volvemos hombres de lo imposible, pero con una esperanza cierta: el que siembra el anhelo, realiza la obra. Adorar la Eucaristía es permitirnos saltar el abismo que hay entre nuestra pequeñez y la grandeza del deseo. Por eso los adoradores son incomprendidos por aquellos que no han saltado el abismo. A éstos los paraliza el miedo y los riesgos se les vuelven impedimentos. El adorador sabe de esa pobreza porque es también la suya. Él también sufre muchas veces los embates de su hombre interior que se resiste paralizado ante el abismo. Por eso el adorador puede ser incomprendido, pero él comprende siempre, aún a aquellos que lo dejan solo, o incluso lo persiguen, porque, cuando se adora la Eucaristía, Jesús regala su Corazón, que es un “corazón de hermano”, que es hermano de todos.

Adorar la Eucaristía es dejar al Señor espacio y tiempo para que él siembre el deseo de santidad en nuestro corazón. Cuando te postres ante Jesús Eucaristía, has de saber que ya no sabés nada. No tenemos idea de lo que Él va haciendo en nuestra vida, de lo que nos va sembrando. Allí nos deja esas inspiraciones que son el noviciado de la entrega, nos empieza a llevar a donde sólo él sabe, allí nos seduce y nos trata de convencer de que nos ama y no nos condena, allí sólo Dios sabe lo que pasa… Vos ponete ahí, y arriesgate a ser un alma pequeña con un sueño infinito. Arriesgate a vivir con el corazón tironeado e incluso a veces desgarrado entre tus límites y su amor.

Por eso decía que la Pascua de Juan Pablo II nos mostró lo que ya sabíamos pero habíamos olvidado… lo único que cuenta es la santidad… Todo el mundo fue testigo de cómo Dios le fue pidiendo TODO, ya desde muy pequeño… Y el Papa que corría, saltaba tarimas, agitaba sus manos, reía, gesticulaba… lentamente fue despojándose de todo, al final ya no podía caminar, sus facciones se habían endurecido, su voz era un hilo ininteligible hasta que ya ni pudo hablar. Dios le pidió todo, como sólo se lo pide a los más grandes santos… Y él se lo entregó… Y nosotros, el mundo, fuimos testigos de “algo” que no comprendíamos pero sabíamos de dónde venía. Algunos no quisieron comprender, los que no se animan al riesgo del abismo, los que le temen a las cosas que no se comprenden… Pero Dios habló igual.

Dios nos propone lo imposible, lo inalcanzable: la santidad. Y todo hombre que alguna vez en su vida haya adorado al Señor, no se conformará con menos. El corazón que adora la Eucaristía no quiere menos que la santidad… en realidad, aunque no lo sepa, el que adora ya no quiere nada que no sea Dios. Pobres almas las nuestras, tan pequeñas, tan mezquinas, tan frágiles, pero tan enamoradas del Sin Límites que siempre es más, y más y más y pide más y más a quien parece que no puede, pero en realidad ya no puede conformarse con menos.

Almas pequeñas, pero destinadas a la santidad… ese es el corazón de los adoradores.