Ponencia de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina (Roma, 7 de abril de 2011)En la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, Pablo VI recomendaba orientar la religiosidad popular mediante una pedagogía de evangelización (n. 48). Teniendo en cuenta sus valores la llamaba gustosamente “piedad popular”, es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad. Es ese nombre, piedad popular, el que se ha tornado preponderante en el magisterio reciente de la Iglesia. En el Directorio sobre piedad popular y liturgia, publicado en 2001 por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, se expresa con claridad la distinción. Por piedad popular se entiende las diversas manifestaciones culturales, de carácter privado o comunitario, que en el ámbito de la fe cristiana se expresan principalmente, no con los modos de la sagrada liturgia, sino con las formas peculiares derivadas del genio de un pueblo o de una etnia y de su cultura (n. 9). Siguiendo a Juan Pablo II se la reconoce como un verdadero tesoro del pueblo de Dios. En cambio, la religiosidad popular es descrita como una experiencia universal: en el corazón de toda persona, como en la cultura de todo pueblo y en sus manifestaciones colectivas, está siempre presente una dimensión religiosa. Se afirma, además, que no tiene relación, necesariamente, con la revelación cristiana, aunque en las regiones en que la sociedad está impregnada de algunos valores cristianos, da lugar a una especie de “catolicismo popular” en el cual coexisten, más o menos armónicamente, elementos provenientes del sentido religioso de la vida, de la cultura propia de un pueblo, de la revelación cristiana (n. 10). La distinción entre piedad popular y religiosidad popular es clara en el orden conceptual, pero el discernimiento de la vivencia de ambas realidades no carece de dificultades, y sin embargo resulta fundamental para poder ofrecer criterios y orientaciones pastorales útiles para la evangelización.
El encargo que se me ha asignado es precisamente proponer Criterios y orientaciones pastorales para reforzar la fe de los fieles católicos y la auténtica vivencia sacramental ante la irrupción de expresiones desviadas de religiosidad popular.
La dialéctica fe - religión
Notemos, ante todo, que la piedad popular –según el texto citado anteriormente– se verifica en el ámbito de la fe cristiana; en cambio, la religiosidad popular no implica, de suyo, una relación necesaria con la revelación. Aquí surge una problemática de carácter teológico y pastoral: la vinculación entre fe y religión. Las relaciones entre fe y religión constituyen una cuestión muy delicada y con larga historia en Occidente. En el siglo XX se han sucedido la vigencia de un fuerte secularismo y una nueva aparición de lo sagrado, manifestada en la difusión de sectas y diversos movimientos espiritualistas y pseudorreligiosos. Así, en los hechos, en los vaivenes culturales y sociales, se confirma una relación dialéctica entre fe y religión. La filosofía iluminista del progreso con el propósito de edificar el Regnum hominis como si fuera el Reino de Dios en la tierra, proporcionó el aliento ideológico del secularismo; bajo su influjo la actitud religiosa queda sofocada o resulta absorbida en la indiferencia. La cultura secularista invita a organizar la vida personal, familiar y social como si Dios no existiera; bajo su imperio desaparecen los signos de la trascendencia. Pero hay que reconocer también que la mentalidad propia de la Ilustración, característica de la cultura moderna, ha ido penetrando progresivamente en la Iglesia y ha conducido a una reducción de la dimensión sobrenatural del cristianismo, a un vaciamiento de su realidad mistérica. Se difundió ampliamente, hace unas décadas, la reducción ética y social de la salvación cristiana, en clave horizontalista. En ámbito anglosajón y protestante floreció una teología de la ciudad secular y de la muerte de Dios que proponía un cristianismo sin religión; en esta postura podía reconocerse la elaboración extrema de una dialéctica de tipo luterano entre fe y religión y la afirmación de una dependencia de la interpretación del cristianismo respecto de los fenómenos culturales.
Cuando parecía que, en la segunda mitad del siglo XX, los signos de lo sagrado se eclipsaban completamente en las conciencias y en las manifestaciones más imponentes de la cultura occidental, la naturaleza religiosa del hombre volvió por sus fueros con la irrupción de una ola de espiritualismo que abrevaba en las fuentes más diversas: reminiscencia de antiguos paganismos, fascinación ante las religiones del lejano oriente y una explosión de movimientos religiosos libres que ofrecían una fuerte valoración del contacto íntimo y directo con lo divino, su vivencia vibrante, emocional. En las grandes ciudades se extiende la mentalidad típica de la Nueva Era, movimiento cultural inclasificable, conglomerado de actitudes espirituales que incluye desde una nueva concepción del hombre y su relación con el cosmos hasta los viejos errores del gnosticismo y del ocultismo, más los aportes orientales con sus técnicas de meditación, las artes adivinatorias, elementos de la magia, la brujería y el esoterismo. En grupos minoritarios circula el interés por remedos de revelación siempre al alcance de la industria humana como el channeling o canalización y otros estados alterados de conciencia, el espiritismo y el recurso supersticioso a la comunicación con los ángeles. La nueva religiosidad, como se la llamó hace algunas décadas, está fuertemente marcada por el subjetivismo; la relación con Dios se reduce a la experiencia de sentirse salvado, y esta se identifica, muchas veces, con el mero “sentirse bien”. Se configura así una religión vaga, que responde a una especie de fe inmanentista sin contenidos precisos; de allí la posibilidad de combinaciones sincréticas que incorporan elementos propios de la fe y de la espiritualidad cristiana.
El problema teológico y pastoral de la religión
En la teología católica del siglo XX se han desarrollado interesantes discusiones acerca de la virtud de religión. Algunos autores han reprochado a la tradición escolástica haber recluido estrechamente a la religión en el esquema aristotélico de las virtudes cardinales, haciendo de ella una parte potencial de la justicia y asimilándola a las otras actitudes morales que dicen una relación ad alterum. Se propuso entonces considerarla una virtud moral distinta de las cuatro cardinales, cuyos actos serían sobrenaturalizados por el influjo permanente de la virtudes teologales. No faltó quien hiciera de la religión una cuarta virtud teologal, muy cercana a la fe. La doctrina de Santo Tomás revaloriza el carácter humano de la religión como la actitud que corresponde a la creatura en relación con el creador; en régimen cristiano, la religión se muestra como el lugar humano en que se asienta la fe cristiana, como el sitio espiritual en el que se conectan el orden de la creación y el de la redención. Es impensable un cristianismo sin religión, pero la religión debe ajustarse a la fe y expresar en sus manifestaciones la vida teologal de comunión con Dios. Se puede afirmar que esta virtud constituye el vértice de la moral cristiana. Santo Tomás le atribuye la nobleza que corresponde a una virtud general, que ejerce su influjo sobre la conducta total del cristiano: impera los actos de todas las virtudes y las orienta a la glorificación de Dios. Pero al mismo tiempo requiere el ejercicio de las demás virtudes morales, que tutelan el auténtico bien humano; mediante esa interacción puede cumplirse la vocación del hombre a la adoración de Dios, según la exhortación del Apóstol: ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios: este es el culto espiritual que deben ofrecer (Rom. 12, 1).
Desde la perspectiva que acabo de exponer puede advertirse el significado de un deslizamiento de la piedad popular del catolicismo hacia las formas más genéricas y ambiguas de religiosidad popular, como también el de la mezcla de ambas realidades en expresiones que ponen a prueba la agudeza del discernimiento pastoral. Señalo brevemente las posibles deficiencias que enturbian la autenticidad de la actitud religiosa y de las prácticas consiguientes; ellas pueden verificarse respectivamente en relación a la fe y en relación a la vida moral. El verdadero culto de Dios tiene por alma la fe; cuando esta no reluce con la nitidez que corresponde, las expresiones religiosas penetran en el cono de penumbra de la superstición. Este concepto no se reduce al caso de la idolatría; también designa el falso culto del Dios verdadero, o el de sus santos, especialmente cuando se desplaza la centralidad salvífica de Jesucristo y la dimensión escatológica de la salvación cristiana. En la medida en que las expresiones religiosas adquieren un matiz supersticioso, o caen groseramente en la superstición, se ensombrece la fe; la superstición es una caricatura o un sucedáneo de la verdadera fe. En el ámbito de la religiosidad popular se registra, con frecuencia, la mezcla de formas tradicionales de piedad católica con el recurso a la astrología, la vana observancia, la adivinación y otras alteraciones pseudorreligiosas. El credere Deo del cristiano queda afectado cuando el sentimiento religioso no es orientado por los misterios de la fe sino por el gusto individual, la inclinación a lo maravilloso, las revelaciones privadas y las apariciones dudosas. La religiosidad popular, y sus expresiones periféricas, en cuanto se constituye en práctica alternativa del culto litúrgico y de la vida sacramental, implica un menoscabo del credere Deum. La desviación de las expresiones religiosas hacia la búsqueda preponderante y aun exclusiva del bienestar temporal y de favores materiales coarta objetivamente el dinamismo del credere in Deum por el cual la fe crece como entrega al Señor y aspiración a la santidad y a la vida eterna.
En relación a la vida moral, puede observarse que, sobre todo por la falta de arraigo vital en la oración litúrgica, la piedad popular pierde identidad y fuerza y no solo se expone más fácilmente a la contaminación supersticiosa, sino que también se desglosa de la totalidad de la existencia cristiana para dar cabida a la incoherencia entre la fe y la conducta. Puede así convertirse en un campo religioso-cultural ambiguo que cubre la decadencia moral. El subjetivismo religioso, inclinación preponderante en nuestra época, hace posible un tipo de vivencia espiritual compatible con el secularismo. Este reina en los criterios de vida de aquellas personas que practican formas sincréticas de religiosidad o de los bautizados que conservan vestigios de la piedad popular del catolicismo. Hay que reconocer que muchas personas que se consideran católicas tienen aletargada su conciencia de la relación con Dios y viven sumergidos en el materialismo y hasta en el ateísmo práctico. No han elaborado, a pesar de su participación en algunas prácticas devocionales periódicas, su sentido de Dios; su fe es quizá una lejana referencia teórica a algunas verdades católicas, pero la falta de una experiencia vivida del Espíritu y de la gracia sacramental hace de su religiosidad la cobertura de una manera secularista de enfocar la vida.
Antes de trazar algunas orientaciones pastorales me permito deslizar una observación general. Actualmente nadie desconoce el valor de la religiosidad popular. Estimo que en América Latina hemos superado aquellos planteos reticentes de origen franco-belga que se difundieron ampliamente a fines de los años cincuenta y a lo largo de la década de los sesenta del siglo pasado y que gozaron de considerable aceptación en el clero católico. Sin embargo, me pregunto si nos hemos hecho cargo seriamente de la exhortación de Pablo VI a orientar la piedad popular mediante una pedagogía de evangelización. Sería penoso que después de haber superado el error por defecto vayamos a caer ahora en el error por exceso. Si prevalece una inspiración populista de la pastoral, se puede promover imprudentemente la devoción a algunos santos con criterio exitista y multiplicar los santuarios en los que se les rinde culto sin la debida iluminación de la fe; asimismo, la divergencia entre religiosidad popular e inserción en la vida litúrgica puede inducir la tentación de superarla alentando la recepción ocasional de los sacramentos en situaciones irregulares y contrariando la disciplina de la Iglesia. Una especie de “hegelianismo pastoral” invita a reconocer en ciertas devociones masivas, a veces suscitadas artificialmente, una manifestación del Espíritu divino; este error de juicio, aun siendo desinteresado –ojalá siempre lo sea, y no ideológico– puede hacer de la religión del pueblo, siquiera inadvertidamente, objeto de manipulación.
La formación integral de los fieles
Para presentar algunas sugerencias pastorales asumo como referencia la descripción que los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen de la primera comunidad cristiana: los fieles perseveraban asiduamente en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones (Hech. 2, 42).
En la perspectiva de la nueva evangelización, la piedad popular es una riqueza de la tradición católica que puede seguir representando un medio adecuado para la transmisión del cristianismo; para que este propósito se cumpla es preciso reconocer como condición la revitalización de la fe en su identidad y fervor y su arraigo en la cultura de los pueblos. La afirmación de la fe, fundamento de la inteligencia cristiana y de su cosmovisión, proporciona una respuesta al problema de la verdad y a la búsqueda de sentido que angustian al hombre posmoderno. A la vez, la afirmación de la fe es el fundamento objetivo de la experiencia cristiana, de una triple experiencia: experiencia de la gracia, que plasma la personalidad cristiana y acrecienta la santidad de la Iglesia en la vida litúrgica y sacramental; en ella se manifiesta la dimensión sobrenatural del cristianismo; experiencia de la praxis cristiana, a saber, el ejercicio de la libertad como obediencia de amor a la voluntad de Dios y respuesta a su amor primero según el doble precepto de la caridad; en la praxis cristiana son rescatados y cobran solidez y relieve los valores propios de la naturaleza humana; experiencia de la intimidad con Dios, de la relación personal con el Dios Trino, sin panteísmos pseudomísticos ni quietismos alienantes, verdadera coronación de la aspiración religiosa del hombre.
Esta propuesta evoca la estructura del Catecismo de la Iglesia Católica, en la que se reflejan las dimensiones de la fe, de la vida cristiana y de la espiritualidad concebidas como una totalidad, más allá de cualquier posible reduccionismo. La profesión de fe tiene, indudablemente, una dimensión dogmática, doctrinal; ofrece el fundamento firme de la verdad. El cristianismo es, por cierto, una doctrina, aunque no se puede reducir exclusivamente a ella, a una teoría, a un conjunto armonioso y coherente de ideas verdaderas. Pero es necesario, superando un cierto desprecio de lo nocional en el conocimiento de fe, reforzar la formación de nuestros fieles en los contenidos de la fe, para que puedan distinguir lo que pertenece a la religión católica y lo que no pertenece a ella, para que adquieran una serena seguridad en la fe que profesan y sepan dar razón de la esperanza que la acompaña.
La fuente de la gracia es la liturgia sacramental como celebración del misterio de Cristo; en ella es asumida toda la realidad simbólica de lo humano y se la pone en contacto con la vida de Dios según el misterio teándrico del Verbo hecho hombre. La piedad popular es otra expresión legítima del culto cristiano, pero no es homologable a la liturgia y no se debe oponer ni equiparar a ella. Aquí conviene recordar que el cristianismo es una religión, pero no una mera práctica de ritos religiosos.
Asimismo hay que decir que el cristianismo no es primeramente una moral, pero incluye sin duda una dimensión moral. Los criterios de vida que necesita el hombre desconcertado de nuestro tiempo, sus reclamos éticos muchas veces parcializados, fragmentarios, han de encontrar respuesta en el Decálogo y en el Sermón de la Montaña. La ley de Dios muestra el camino para obtener la satisfacción de las legítimas apetencias de justicia y rectitud que suelen expresarse de modo inconcreto en nuestra sociedad.
Por fin, hay que decir que el cristianismo no es primera o exclusivamente una mística, pero que ciertamente también lo es. Enseñar a orar, introducir a los fieles en la intimidad del Dios viviente, proponer la genuina mística católica, es parte fundamental de la misión de la Iglesia y grave incumbencia suya hoy día, cuando pululan tantas espiritualidades subalternas y descaminadas. Nuestras parroquias, por ejemplo, deberían ser escuelas de oración.
La afirmación de la fe y la triple experiencia de la gracia, de la praxis cristiana y de la intimidad con Dios; la totalidad católica expresada en la estructura cuatripartita del Catecismo, subrayan el carácter sapiencial del cristianismo. El cristianismo que presenta la Iglesia en la nueva evangelización es una sabiduría, el Evangelio del cual somos discípulos y maestros es una sabiduría, el Cristo que predicamos, nuestro amor y nuestro gozo, es la sabiduría: Ipse sapientia Christus.
Religiosidad popular y Eucaristía
A partir de las orientaciones conciliares (cf. Sacrosanctum Concilium, 12 s.) la Iglesia ha procurado que entre el culto litúrgico y las prácticas de piedad del pueblo cristiano se establezca una mutua y fecunda relación. El Directorio sobre piedad popular y liturgia ha encarado ampliamente ese problema. Ahora me ocupo del mismo desde un ángulo específico: la escasa participación eucarística y la deserción de la misa dominical de multitudes de fieles que expresan su fe con la práctica más o menos frecuente de diversas formas de religiosidad popular. Este fenómeno es bastante común en toda América Latina. Nuestra Pontificia Comisión dedicó la Reunión Plenaria de 2005 a La misa dominical, centro de la vida cristiana. En la vigésimosexta de las recomendaciones pastorales publicadas como conclusión de aquella asamblea, se decía discretamente: Es necesario valorar la práctica de tantos fieles que asisten a las grandes fiestas y peregrinaciones, y procurar que la Sagrada Eucaristía ocupe en ellas un lugar central, así como aprovechar dichas ocasiones para fomentar una mayor y más viva participación en las misas dominicales. Por mi parte, me baso en lo que ocurre en el extremo sur del continente, pero considero que el fenómeno se verifica prácticamente, aunque en diverso grado, en todas las naciones latinoamericanas. Yo suelo proponer una definición extravagante de la Argentina. El mío es un país en el que los bautizados en la Iglesia Católica no van a misa. No se trata de un defecto reciente provocado por la ola de secularización que nos ha sumergido, sino que tiene raíces muy antiguas. Una cuestión de máximo interés es la relativa al origen de esta situación; las causas probablemente son múltiples, pero sugiero una hipótesis a indagar: desde la primera evangelización no cobró vigencia entre nosotros una cultura coral, una cultura litúrgica, lo cual se manifiesta también en la dificultad de arraigo que encontraron siempre en nuestras tierras las experiencias de vida monástica. Lo cierto es que en la mentalidad religiosa del argentino no aparece reflejada la centralidad de la Eucaristía y la vivencia del domingo; actualmente se lo ha tragado el fin de semana, el week-end, y cuando es largo, peor.
Lo que señalo no es el incumplimiento de un precepto eclesiástico, sino un vacío cultural que se une en relación causal con una percepción incorrecta de la realidad de la Iglesia. A causa de esta carencia, de este vacío, de la deserción eucarística, la Iglesia no es entendida y vivida plenamente como ámbito de una creación integral y de una transmisión de cultura cristiana. Dicho en otros términos: no funciona el vínculo entre el culto y la cultura, o funciona de un modo imperfecto, parcial, limitado a pequeños sectores o a tiempos históricos acotados; no se verifica como un fenómeno popular. Algunos momentos importantes de renovación eclesial con proyecciones culturales significativas han estado señalados por el redescubrimiento del valor operativo de la simbología litúrgica en orden a la configuración de la personalidad cristiana. Esta constatación confirma el diagnóstico.
Sin una referencia neta e intensa a la liturgia como despliegue operativo, contemplativo y estético del orden sacramental, la piedad popular tiende a perder su identidad más propiamente católica y a deslizarse al nivel de una religiosidad popular no exenta de ambigüedades. En este campo queda mucho por hacer: reforzar la catequesis litúrgica de modo que los fieles puedan descubrir y vivir las celebraciones como auténticos momentos de vida religiosa; destacar la realidad sacrificial de la misa, para que no cedan a la seducción de plegarse a otros sacrificios, como los ofrecidos en los cultos umbanda o en ritos de impronta satánica; mostrarles cómo todas las devociones deben conducir a Cristo, nuestro único Salvador presente en la Eucaristía, e inducirlos a la frecuente adoración de ese inefable misterio. Podemos alegar que la ausencia de una cultura litúrgica y eucarística ha sido y es llenada por la práctica generalizada, en nuestro pueblo, de formas más o menos tradicionales de piedad popular. Pero me parece que este sería un magro y engañoso consuelo.
El Directorio citado anteriormente establece que la liturgia y la piedad popular no deben sustituirse entre sí, ni mezclarse. No se favorece la armónica y fecunda relación entre ambas realidades eclesiales cuando la liturgia menoscaba su dignidad ritual y se banaliza asumiendo la fenomenología de lo cotidiano, cuando se torna un hecho de entrecasa; la celebración eucarística –sobre todo esta cumbre del culto cristiano– no puede asemejarse a un tumultoso encuentro pentecostal, a una función de circo para niños o a una divertida sesión de adolescentes floggers. La fidelidad a las fuentes de la renovación litúrgica posconciliar reclama que se ayude a los fieles, mediante un adecuado itinerario mistagógico, para que puedan incorporarse a las celebraciones y participar de ellas consciente, activa y fructuosamente (Sacrosanctum Concilium, 11).
Por otra parte, en América Latina existe una valiosa tradición de expresiones populares de la fe que deben ser rescatadas y fomentadas: procesiones, bendiciones, autos sacramentales, pesebres vivientes y teatralizaciones del Camino de la Cruz. Hay que cuidarse de no menospreciar la dimensión sensible, corporal, simbólica de la espiritualidad católica, precisamente cuando incluso algunas sectas adoptan varios de nuestros sacramentales.
La pertenencia a la Iglesia
Uno de los valores de la piedad popular subrayado por la reflexión pastoral de los últimos años es su espontánea identificación con la Iglesia. Es esta una constatación correcta; sin embargo, la deficiente vinculación con la Eucaristía y la misa dominical, en la medida en que se verifica realmente, menoscaba la conciencia eclesial del pueblo de Dios. La práctica de las formas más difundidas de piedad popular es una manera de expresar la pertenencia católica, pero hay que procurar que esos fieles lleguen a sentirse más plenamente unidos a la Iglesia, que la amen más y le brinden toda su confianza para aceptar y acoger sin reservas toda la verdad que ella nos transmite de parte del Señor.
Muchas veces los miembros de la Iglesia no experimentan que efectivamente lo son. No se trata de encarecer el simple “sentirse” miembros de ella con una percepción superficial; parece, no obstante, que en muchos casos esa pertenencia a la Iglesia es vivida de un modo muy débil y genérico. En realidad, podríamos establecer círculos concéntricos que señalen distintos grados de pertenecer, de experimentar y expresar esa pertenencia; grados que van desde la conciencia clara y el compromiso más cercano, hasta la marginalidad o la casi marginalidad. Sin embargo, corresponde a la esencia de la Iglesia que ella se represente y sea percibida como casa de todos, como morada y familia que acoge cordialmente a todos sus hijos, como madre que puede ocuparse solícitamente de ellos. A este propósito hemos de reconocer como fundamental el testimonio de la unidad en el amor, la fraternidad del agape; en definitiva ese valor testimonial será el que permita a todos los miembros de la Iglesia, más cercanos a más lejanos, experimentar la maternidad de la Catholica. El propósito de hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión (Novo millennio ineunte, 43) se concreta en tareas precisas para fortalecer la vida comunitaria de las parroquias, que son la última localización de la Iglesia, para que puedan incorporar a esa misma vida a los que llegan ocasionalmente y a los bautizados que habitan en la respectiva jurisdicción, de manera que no se sientan necesitados de buscar otras pertenencias socio-religiosas, como por ejemplo la adhesión a las sectas y a sus caricaturas de la auténtica comunidad cristiana.
Una última indicación. Será muy oportuno reflexionar sobre un dato en el que se refleja una de las características más notorias de la cultura vigente: la tendencia al individualismo que invade también la dimensión religiosa de la existencia. La crítica dirigida a la institución eclesial por sectores determinados de la sociedad, de la que se hacen eco los medios de comunicación para incentivarla, viene a reforzar una cierta problematicidad de la mediación de la Iglesia en la relación del hombre –del cristiano– con Dios. La religiosidad en su impostación moderna –herencia protestante, de la Ilustración y del romanticismo– y también en el contexto de atomización cultural propio de la posmodernidad, es reacia a la institucionalización de la experiencia de Dios. La experiencia religiosa libre no acepta ajustarse a moldes comunitarios; el protagonista es el yo solitario en busca de la divinidad y de la identificación con ella. Estos sentimientos pueden colorear también el ánimo de los fieles y disminuir en ellos el afecto de la comunión eclesial. La Iglesia no debe hablar demasiado de sí misma, pero sí mostrar, con el testimonio de la verdad y la vivencia de la caridad, la continuidad real de ella con Cristo, como Cuerpo misterioso suyo. Uno de los principales desafíos que se impone a los pastores de la Iglesia en la nueva evangelización es recuperar para la plena y activa vida eclesial a una multitud de bautizados que por la gracia de la iniciación cristiana están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata