"El pasaje de la Carta de san Pablo a los Efesios que acabamos de escuchar (4, 1-16) es uno de los grandes textos eclesiales del Nuevo Testamento. Comienza con la autopresentación del autor: «Yo Pablo, prisionero por el Señor» (v. 1). La palabra griega desmios dice «encadenado»: Pablo, como un criminal, está entre cadenas, encadenado por Cristo y así comienza en la comunión con la pasión de Cristo. Este es el primer elemento de la autopresentación: él habla encadenado, habla en la comunión de la pasión de Cristo y así está en comunión también con la resurrección de Cristo, con su nueva vida. También nosotros, cuando hablamos, debemos hacerlo en comunión con su pasión, aceptando nuestras pasiones, nuestros sufrimientos y pruebas, en este sentido: son precisamente pruebas de la presencia de Cristo, de que él está con nosotros y de que, en la comunión con su pasión, vamos hacia la novedad de la vida, hacia la resurrección. Así pues, «encadenado» es en primer lugar una palabra de la teología de la cruz, de la comunión necesaria de todo evangelizador, de todo pastor con el Pastor supremo, que nos ha redimido «entregándose», sufriendo por nosotros. El amor es sufrimiento, es entregarse, es perderse, y precisamente de este modo es fecundo. Pero así, en el elemento exterior de las cadenas, de la falta de libertad, aparece y se refleja otro aspecto: la verdadera cadena que ata a Pablo a Cristo es la cadena del amor. «Encadenado por amor»: un amor que da libertad, un amor que lo capacita para hacer presente el mensaje de Cristo y a Cristo mismo. Y también para todos nosotros esta debería ser la última cadena que nos libera, unidos con la cadena del amor a Cristo. Así encontramos la libertad y el verdadero camino de la vida, y, con el amor de Cristo, podemos guiar también a los hombres que nos han sido encomendados a este amor, que es la alegría, la libertad."
Fragmento de la LECTIO DIVINA dada por el Papa Benedicto XVI en "Encuentro del Santo Padre con el clero de Roma por el inicio de la Cuaresma" En el aula Pablo VI, el jueves 23 de febrero de 2012
sábado, 31 de marzo de 2012
"Encadenado por amor" Meditación del Papa Benedicto XVI
jueves, 29 de marzo de 2012
Sobre la humildad - Benedicto XVI
"Quiero detenerme un poco en la virtud de la humildad, porque antes del cristianismo no aparece en el catálogo de las virtudes; es una virtud nueva, la virtud del seguimiento de Cristo. Pensemos en la Carta a los Filipenses, en el capítulo dos: Cristo, siendo de condición divina, se humilló, aceptando la condición de esclavo y haciéndose obediente hasta la cruz (cf. Flp 2, 6-8). Este es el camino de la humildad del Hijo que debemos imitar. Seguir a Cristo quiere decir entrar en este camino de la humildad. El texto griego dice tapeinophrosyne (cf. Ef 4, 2): no ensoberbecerse, tener la medida justa. Humildad. Lo contrario de la humildad es la soberbia, como la razón de todos los pecados. La soberbia es arrogancia; por encima de todo quiere poder, apariencias, aparentar a los ojos de los demás, ser alguien o algo; no tiene la intención de agradar a Dios, sino de complacerse a sí mismo, de ser aceptado por los demás y —digamos— venerado por los demás. El «yo» en el centro del mundo: se trata de mi «yo» soberbio, que lo sabe todo. Ser cristiano quiere decir superar esta tentación originaria, que también es el núcleo del pecado original: ser como Dios, pero sin Dios; ser cristiano es ser verdadero, sincero, realista. La humildad es sobre todo verdad, vivir en la verdad, aprender la verdad, aprender que mi pequeñez es precisamente mi grandeza, porque así soy importante para el gran entramado de la historia de Dios con la humanidad. Precisamente reconociendo que soy un pensamiento de Dios, de la construcción de su mundo, y soy insustituible, precisamente así, en mi pequeñez, y sólo de este modo, soy grande. Esto es el inicio del ser cristiano: vivir la verdad. Y sólo vivo bien viviendo la verdad, el realismo de mi vocación por los demás, con los demás, en el cuerpo de Cristo. Vivir contra la verdad siempre es vivir mal. ¡Vivamos la verdad! Aprendamos este realismo: no querer aparentar, sino agradar a Dios y hacer lo que Dios ha pensado de mí y para mí, aceptando así también al otro. Aceptar al otro, que tal vez es más grande que yo, supone precisamente este realismo y amor a la verdad; supone aceptarme a mí mismo como «pensamiento de Dios», tal como soy, con mis límites y, de este modo, con mi grandeza. Aceptarme a mí mismo y aceptar al otro van juntos: sólo aceptándome a mí mismo en el gran entramado divino puedo aceptar también a los demás, que forman conmigo la gran sinfonía de la Iglesia y de la creación. Yo creo que las pequeñas humillaciones que día tras días debemos vivir son saludables, porque ayudan a cada uno a reconocer la propia verdad, y a vernos libres de la vanagloria, que va contra la verdad y no puede hacernos felices y buenos. Aceptar y aprender esto, y así aprender y aceptar mi posición en la Iglesia, mi pequeño servicio como grande a los ojos de Dios. Precisamente esta humildad, este realismo, nos hace libres. Si soy arrogante, si soy soberbio, querré siempre agradar, y si no lo logro me siento miserable, me siento infeliz, y debo buscar siempre este placer. En cambio, cuando soy humilde tengo la libertad también de ir a contracorriente de una opinión dominante, del pensamiento de otros, porque la humildad me da la capacidad, la libertad de la verdad. Así pues, pidamos al Señor que nos ayude, que nos ayude a ser realmente constructores de la comunidad de la Iglesia; que crezca, que nosotros mismos crezcamos en la gran visión de Dios, del «nosotros», y que seamos miembros del Cuerpo de Cristo, que pertenece así, en unidad, al Hijo de Dios."
Fragmento de la LECTIO DIVINA dada por el Papa Benedicto XVI en "Encuentro del Santo Padre con el clero de Roma por el inicio de la Cuaresma" En el aula Pablo VI, el jueves 23 de febrero de 2012
sábado, 17 de marzo de 2012
Oración de la mañana - Ofrecimiento de obras
Ofrecimiento de obras (Mons. Adolfo Tortolo)
1. Señor: este día lo tienes preparado para mí desde toda la eternidad con todos su pormenores, sus problemas, sus cruces y sus goces. Sé que todo es gracia para mí y que todo es providencia sobre mí. Tú estás en todo.
2. Señor: el deber de estado, el deber de cada instante, es lo único que puedes aceptar con gozo, además de exigirlo por justicia. Mi santidad, mi personalidad de santo depende sólo de mi fidelidad y de mi generosidad contigo a través de mi deber de estado.
(Aquí es muy conveniente, si no necesario, concretar el "propósito particular". Es decir, la firme voluntad de desarraigar un defecto o practicar una virtud. Propósito cuya materia no debe variarse hasta haber logrado un importante progreso en la materia señalada).
3. Señor: Tú quieres redimir, salvar y santificar a otros por mi intermedio. Soy tu instrumento.Pero como instrumento tuyo debo estar vitalmente unido a Ti, por medio de la gracia, y hacer contigo todas las acciones.
4. Señor: mi día entonces no será mío sino tuyo. Convivimos la misma casa, compartimos la misma vida, las mismas cruces, el mismo deber diario. Sólo así es real mi vida, y sólo así el día pertenece a la eternidad.
5. Señor: tu infinita misericordia me entregó a María Santísima como Madre. Su alma es mi alma. Y porque Tú, como Hijo, sigues viviendo en Ella, quieres que ambos vivamos en el alma de la Madre. Quiero ser cada instante más hijo de María para estar más unido a Ti.
6. Señor: quiero y acepto este día con todos sus pormenores, como regalo personal tuyo. Quiero responder a tus designios eternos. Otórgame la gracia de no defraudar a tu plan, y serte en todos los instantes generoso y fiel. Unido a Ti como instrumento tuyo dame la gracia de ser redención para mis hermanos los hombres.
jueves, 15 de marzo de 2012
Del Beato Juan Pablo II sobre el aborto - En la encíclica Evangelium Vitae n 62
"El Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina común. En particular, Pío XI en la Encíclica Casti connubii rechazó las pretendidas justificaciones del aborto; Pío XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que tienda directamente a destruir la vida humana aún no nacida, «tanto si tal destrucción se entiende como fin o sólo como medio para el fin» (1); Juan XXIII reafirmó que la vida humana es sagrada, porque «desde que aflora, ella implica directamente la acción creadora de Dios» (2). El Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran severidad el aborto: «se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos» (3).
La disciplina canónica de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se manchaban con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido ratificada en los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de 1917 establecía para el aborto la pena de excomunión. También la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que «quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae» (4), es decir, automática. La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido: con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era inmutable. Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y proclamada por la Iglesia"
(1) Discurso a la Unión médico-biológica «S. Lucas» (12 noviembre 1944): Discorsi e radiomessaggi, VI, (1944-1945),191; cf, Discurso a la Unión Católica Italiana de Comadronas (29 octubre 1951), 2: AAS 43 (1951), 838.
(2) Carta enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53 (1961), 447.
(3) Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 51.
(4) Cf. Código de Derecho Canónico, Can. 2350, § 1
Nuestra ofrenda espiritual - Tertuliano
Lectura del Oficio de lecturas del jueves III de Cuaresma
Del Tratado de Tertuliano, presbítero, Sobre la oración
Cap. 28-29: CCL 1, 273-274
La oración es una ofrenda espiritual que ha eliminado los antiguos sacrificios. ¿Qué me importa -dice- el número de vuestros sacrificios? Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de becerros; la sangre de toros, corderos y chivos no me agrada. ¿Quién pide algo de vuestras manos?
El Evangelio nos enseña qué es lo que pide el Señor: Llega la hora -dice- en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque Dios es espíritu y, por esto, tales son los adoradores que busca. Nosotros somos los verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes, ya que, orando en espíritu, ofrecemos el sacrificio espiritual de la oración, la ofrenda adecuada y agradable a Dios, la que él pedía, la que él preveía.
Esta ofrenda, ofrecida de corazón, alimentada con la fe, cuidada con la verdad, íntegra por la inocencia, limpia por la castidad, coronada con el amor, es la que debemos llevar al altar de Dios, con el acompañamiento solemne de las buenas obras, en medio de salmos e himnos, seguros de que con ella alcanzaremos de Dios cualquier cosa que le pidamos.
¿Qué podrá negar Dios, en efecto, a una oración que procede del espíritu y de la verdad, si es él quien la exige? Hemos leído, oído y creído los argumentos que demuestran su gran eficacia.
En tiempos pasados, la oración liberaba del fuego, de las bestias, de la falta de alimento, y sin embargo no había recibido aún de Cristo su forma propia.
¡Cuánta más eficacia no tendrá, pues, la oración cristiana! Ciertamente, no hace venir el rocío angélico en medio del fuego, ni cierra la boca de los leones, ni transporta a los hambrientos la comida de los segadores (como en aquellos casos del antiguo Testamento); no impide milagrosamente el sufrimiento, sino que, sin evitarles el dolor a los que sufren, los fortalece con la resignación, con su fuerza les aumenta la gracia para que vean, con los ojos de la fe, el premio reservado a los que sufren por el nombre de Dios.
En el pasado, la oración hacía venir calamidades, aniquilaba los ejércitos enemigos, impedía la lluvia necesaria. Ahora, por el contrario, la oración del justo aparta la ira de Dios, vela en favor de los enemigos, suplica por los perseguidores. ¿Qué tiene de extraño que haga caer el agua del cielo, si pudo impetrar que de allí bao jara fuego? La oración es lo único que tiene poder sobre Dios; pero Cristo no quiso que sirviera para operar mal alguno, sino que toda la eficacia que él le ha dado ha de servir para el bien.
Por esto, su finalidad es servir de sufragio a las almas de los difuntos, robustecer a los débiles, curar a los enfermos, liberar a los posesos, abrir las puertas de las cárceles, deshacer las ataduras de los inocentes.
La oración sirve también para perdonar los pecados, para apartar las tentaciones, para hacer que cesen las persecuciones, para consolar a los abatidos, para deleitar a los magnánimos, para guiar a los peregrinos, para mitigar las tempestades, para impedir su actuación a los ladrones, para alimentar a los pobres, para llevar por buen camino a los ricos, para levantar a los caídos, para sostener a los que van a caer, para hacer que resistan los que están en pie.
Oran los mismos ángeles, ora toda la creación, oran los animales domésticos y los salvajes, y doblan las rodillas y, cuando salen de sus establos o guaridas, levantan la vista hacia el cielo y con la boca, a su manera, hacen vibrar el aire. También las aves, cuando despiertan, alzan el vuelo hacia el cielo y extienden las alas, en lugar de las manos, en forma de cruz y dicen algo que asemeja una oración.
¿Qué más podemos añadir acerca de la oración? El mismo Señor en persona oró; a él sea el honor y el poder por los siglos de los siglos.
domingo, 11 de marzo de 2012
Sólo Cristo colma los anhelos más profundos del corazón - Benedicto XVI
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
En Terreiro do Paço de Lisboa,
el Martes 11 de mayo de 2010
Queridos hermanos y hermanas,
jóvenes amigos
«Id y haced discípulos de todos los pueblos, [...] enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Estas palabras de Cristo resucitado tienen un significado particular en esta ciudad de Lisboa, de donde han salido numerosas generaciones de cristianos – obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos, hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes – obedeciendo a la llamada del Señor y armados simplemente con esta certeza que Él les dejó: «Yo estoy con vosotros todos los días». Portugal se ha ganado un puesto glorioso entre las naciones por el servicio prestado a la difusión de la fe: en las cinco partes del mundo, hay Iglesias particulares nacidas gracias a la acción misionera portuguesa.
En tiempos pasados, vuestro ir en busca de otros pueblos no ha impedido ni destruido los vínculos con lo que erais y creíais, más aún, habéis logrado transplantar experiencias y particularidades con sabiduría cristiana, abriéndoos a las aportaciones de los demás para ser vosotros mismos, en una aparente debilidad que es fuerza. Hoy, al participar en la construcción de la Comunidad Europea, lleváis la contribución de vuestra identidad cultural y religiosa. En efecto, Jesucristo, del mismo modo que se unió a los discípulos en el camino de Emaús, camina también con nosotros según su promesa: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Aunque de modo diferente a los Apóstoles, también nosotros tenemos una experiencia auténtica y personal de la presencia del Señor resucitado. Se supera la distancia de los siglos, y el Resucitado se ofrece vivo y operante por medio de nosotros en el hoy de la Iglesia y del mundo. Ésta es nuestra gran alegría. En el caudal vivo de la Tradición de la Iglesia, Cristo no está a dos mil años de distancia, sino que está realmente presente entre nosotros y nos da la Verdad, nos da la Luz que nos hace vivir y encontrar el camino hacia el futuro.
Está presente en su Palabra, en la asamblea del Pueblo de Dios con sus Pastores y, de modo eminente, Jesús está con nosotros aquí en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Saludo al Señor Cardenal Patriarca de Lisboa, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido al comienzo de la celebración, en nombre de su comunidad, que me acoge y que abrazo con sus casi dos millones de hijos e hijas. Dirijo un saludo fraterno y amistoso a todos los presentes, queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos consagrados, consagradas y laicos comprometidos, queridas familias, queridos jóvenes, catecúmenos y bautizados, y que extiendo a los que se unen a nosotros mediante la radio y la televisión. Agradezco cordialmente al Señor Presidente de la República por su presencia, y a las demás autoridades, con una mención especial del Alcalde de Lisboa, que ha tenido la amabilidad de honrarme con la entrega de las llaves de la ciudad.
Lisboa amiga, puerto y refugio de tantas esperanzas que ponía en ti quien partía, y que albergaba quien te visitaba; me gustaría usar hoy estas llaves que me has entregado para que puedas fundar tus esperanzas humanas en la divina Esperanza. En la lectura que acabamos de proclamar, tomada de la primera Carta de San Pedro, hemos oído: «Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado». Y el Apóstol explica: Acercaos al Señor, «la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios» (1 P 2,6.4). Hermanos y hermanas, quien cree en Jesús no quedará defraudado; esto es Palabra de Dios, que no se engaña ni puede engañarnos. Palabra confirmada por una «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas», y que el autor del Apocalipsis ha visto «vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos» (Ap 7,9). En esta innumerable multitud, no están sólo los santos Verísimo, Máxima y Julia, martirizados aquí en la persecución de Diocleciano, o san Vicente, diácono y mártir, patrón principal del Patriarcado, san Antonio y san Juan de Brito, que salieron de aquí para sembrar la buena semilla de Dios en otras tierras y pueblos, o san Nuño de Santa María, que he inscrito en el libro de los santos hace algo más de un año. De ella forman parte también los «siervos de nuestro Dios» de todo tiempo y lugar, que llevan marcada su frente con el signo de la cruz, con el sello «de Dios vivo» (Ap 7,2), el Espíritu Santo. Éste es el rito inicial que se ha realizado en cada uno de nosotros en el Bautismo, sacramento por el que la Iglesia da a luz a los «santos».
Sabemos que no le faltan hijos reacios e incluso rebeldes, pero es en los santos donde la Iglesia reconoce sus propios rasgos característicos y, precisamente en ellos, saborea su alegría más profunda. Todos tienen en común el deseo de encarnar el Evangelio en su existencia, bajo el impulso del eterno animador del Pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo. Al fijar la mirada sobre sus propios santos, esta Iglesia particular ha llegado a la conclusión de que la prioridad pastoral de hoy es hacer de cada hombre y mujer cristianos una presencia radiante de la perspectiva evangélica en medio del mundo, en la familia, la cultura, la economía y la política. Con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es cada vez menos realista. Se ha puesto una confianza tal vez excesiva en las estructuras y en los programas eclesiales, en la distribución de poderes y funciones, pero ¿qué pasaría si la sal se volviera insípida?
Para que esto no ocurra, es necesario anunciar de nuevo con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, corazón del cristianismo, el núcleo y fundamento de nuestra fe, recio soporte de nuestras certezas, viento impetuoso que disipa todo miedo e indecisión, cualquier duda y cálculo humano. La resurrección de Cristo nos asegura que ningún poder adverso podrá jamás destruir la Iglesia. Así, pues, nuestra fe tiene fundamento, pero hace falta que esta fe se haga vida en cada uno de nosotros. Por tanto, se ha de hacer un gran esfuerzo capilar para que todo cristiano se convierta en un testigo capaz de dar cuenta siempre y a todos de la esperanza que lo anima (cf. 1 P 3,15). Sólo Cristo puede satisfacer plenamente los anhelos más profundos del corazón humano y dar respuesta a sus interrogantes que más le inquietan sobre el sufrimiento, la injusticia y el mal, sobre la muerte y la vida del más allá.
Queridos hermanos y jóvenes amigos,Cristo está siempre con nosotros y camina siempre con su Iglesia, la acompaña y la protege, como Él nos dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Nunca dudéis de su presencia. Buscad siempre al Señor Jesús, creced en la amistad con Él, recibidlo en la comunión. Aprended a escuchar y conocer su palabra y a reconocerlo también en los pobres. Vivid vuestra existencia con alegría y entusiasmo, seguros de su presencia y su amistad gratuita, generosa, fiel hasta la muerte de cruz. Dad testimonio a todos de la alegría por su presencia, fuerte y suave, comenzando por vuestros coetáneos. Decidles que es hermoso ser amigo de Jesús y que vale la pena seguirlo. Mostrad con vuestro entusiasmo que, de las muchas formas de vivir que el mundo parece ofrecernos hoy –aparentemente todas del mismo nivel–, la única en la que se encuentra el verdadero sentido de la vida y, por tanto, la alegría auténtica y duradera, es siguiendo a Jesús.
Buscad cada día la protección de María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Ella, la toda Santa, os ayudará a ser fieles discípulos de su Hijo Jesucristo.
sábado, 3 de marzo de 2012
La cruz y la verdadera paz. Reflexión de San Rafael Arnáiz
De los escritos de San Rafael Arnáiz
"Mi Cuaderno"
20 de enero de 1937
a sus 25 años
Meditación de unas palabras de Kempis
Qué equivocados andamos a veces los que buscamos la verdadera paz de Dios. Qué humanamente pensamos lo que es paz. Cuánto egoísmo encierran a veces nuestros deseos de paz... Pero es que, la que buscamos, muchas veces no es la de Dios..., sino la del mundo.
Había en cierto monasterio, un novicio, ni muy piadoso ni muy disipado; cumplía con regularidad su Regla, y no se metía con nadie..., ni más, ni más menos. Este novicio era feliz. Tenía lo que él llamaba «mucha paz». Nada del mundo le atraía; nadie con él se metía. En su silencio amaba a Dios, se enternecía con los trinos de los pájaros del cementerio... En fin, no le faltaba más que comer perdices como en los cuentos de hadas. Nuestro Señor que le quería y le quiere mucho, le mimaba y se reía de él... También se reían los ángeles del cielo, con aquel novicio tan cándido, que decía tenía paz y era feliz porque hacían muy bonito las cogullas blancas de los monjes, mezcladas a las notas del órgano y a las campanas del monasterio... ¿Se puede dar más inocencia? Tenía la paz del mundo..., y algo de la de Dios.
Cuando el mundo habla de paz..., así se la figura. Cuando el mundo busca la paz..., así la concibe..., silencio, quietud, amor sin lágrimas,... mucho egoísmo oculto. El hombre busca esa paz, para descansar, para no sufrir. Busca la paz humana, la paz sensible... Esa paz que el mundo pinta en un claustro con sol, con cipreses y con pájaros. Esa paz sin tentaciones y sin cruz, en que la vida es una sonrisa de desprecio al mundo, y una mirada tranquila en Dios... Efectivamente, en todo eso hay paz..., pero no es la verdadera. La paz de aquel novicio..., era el cebo de Dios.
Aquel novicio..., ya no es novicio. Dios le quiere mucho..., mucho más de lo que él se figura. A aquel novicio, Dios le quitó la salud... Le hizo ver que las campanas a veces tienen grietas y suenan mal... Que el sol, también a veces se oculta, y que enmudecen los pájaros... Le cambió el paisaje, le mandó la cruz... […] Ya no tiene fuerzas para trabajar..., pero sigue cantando coplas. Llegaron las pruebas, las tentaciones..., a veces le pesa la cruz; por un lado, el mundo; por otro, su soledad..., todo mezclado con muchas miserias, con muchas flaquezas..., con contrariedades... Pero llega Cristo y me dice: Ahí está tu paz.
Efectivamente, hoy no me cambiaría por aquel novicio de antaño. Hoy bendigo desde el fondo de mi alma, a ese Dios que tanto me quiere, y me lo demuestra porque me quiere como es Él..., clavado en Cruz, besando sus llagas, y acompañándole en sus agonías... Me quiere con mis miserias, mis pecados, mis lágrimas y mis alegrías. Me quiere en esa paz […] Amo más a Cristo, cuanto más me prueba... Goza mi alma de paz... quizás en la agonía, no sé cuándo sufro, pues sufro por Cristo, y sufro con gusto. Por nadie me cambio, pues tengo lo mejor que un cristiano puede tener..., la Cruz de Jesús muy dentro del corazón. […] es grande todo lo que de Él me viene. Y me viene sin yo buscarlo y sin yo merecerlo. ¡Qué grande es Dios!
La paz de mi alma, es la paz del que nada, de nadie espera... Solamente Dios, solamente la Cruz de Cristo, solamente el deseo de vivir unido a su voluntad, es lo que el alma en el mundo espera, y la espera es tranquila; es con paz, a pesar de que el no ver aún a Dios, es un triste penar; el acompañarle en la Cruz, cuesta a veces copiosas lágrimas, y el verse que aún tenemos voluntad propia y, por tanto, miserias, defectos y pecados, no deja de causar pesar.
Aquí en la enfermería de una Trapa, hay un hombre a quien mucho quiere Dios..., y él lo sabe. Sabe, además, que dentro de muy poco tiempo todo terminará. Sabe que solamente en el cielo con Jesús y con María será feliz, y eso no ha de tardar. ¿Se puede acaso quejar? ¿Qué más paz quiere?... Hay una voz interior que le dice..., ánimo, hermano Rafael, ni del mundo ni del hombre esperes nada..., sólo Dios..., y esperar.
viernes, 2 de marzo de 2012
"Padre, perdónalos..." El amor a los enemigos a imitación de Cristo
Del Oficio de lecturas de hoy: viernes I de Cuaresma
Del Espejo de caridad, del beato Elredo, abad
(Libro 3, cap. 5: PL 195, 582)
La perfección de la caridad consiste en el amor a los enemigos. A ello nada nos anima tanto como la consideración de aquella admirable paciencia con que el más bello de los hombres ofreció su rostro, lleno de hermosura, a los salivazos de los malvados; sus ojos, cuya mirada gobierna el universo, al velo con que se los taparon los inicuos; su espalda a los azotes; su cabeza, venerada por los principados y potestades, a la crueldad de las espinas; toda su persona a los oprobios e injurias; aquella admirable paciencia, finalmente, con que soportó la cruz, los clavos, la lanzada, la hiel y el vinagre, todo ello con dulzura, con mansedumbre, con serenidad. En resumen, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.
¿Quién, al oír aquellas palabras, llenas de dulzura, de amor, de inmutable serenidad: Padre, perdónalos, no se decide al momento a amar de corazón a sus enemigos? Padre -dice-, perdónalos. ¿Puede haber una oración que exprese mayor mansedumbre y amor?
Hizo más aún: le pareció poco orar; quiso también excusar. «Padre -dijo-, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Su pecado ciertamente es muy grande, pero su conocimiento de causa muy pequeño; por eso, Padre, perdónalos. Me crucifican, es verdad, pero no saben a quién crucifican, porque, si lo hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria; por eso, Padre, perdónalos. Ellos me creen un transgresor de la ley, un usurpador de la divinidad, un seductor del pueblo. Les he ocultado mi faz, no han conocido mi majestad; por eso, Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.»
Por tanto, que el amor del hombre a sí mismo no se deje corromper por las apetencias de la carne. Para no sucumbir a ellas, que tienda con todo su afecto a la mansedumbre de la carne del Señor. Más aún, para que repose de un modo más perfecto y suave en el gozo del amor fraterno, que estreche también a sus enemigos con los brazos de un amor verdadero.
Y, para que este fuego divino no se enfríe por el impacto de las injurias, que mire siempre, con los ojos de su espíritu, la serena paciencia de su amado Señor y Salvador.