sábado, 28 de enero de 2012

Santo Tomás de Aquino, insigne defensor de la razón humana


Extracto de la Catequesis realizada por el Papa Benedicto XVI el miércoles 16 de junio de 2010, durante la Audiencia General celebrada en la Plaza de San Pedro.

"Santo Tomás fundó la doctrina de la analogía, además de sus argumentaciones exquisitamente filosóficas, también en el hecho de que con la Revelación Dios mismo nos ha hablado y nos ha, por tanto, autorizado a hablar de Él. Considero importante recordar esta doctrina. Ésta, de hecho, nos ayuda a superar algunas objeciones del ateísmo contemporáneo, que niega que el lenguaje religioso esté provisto de un significado objetivo, y sostiene en cambio que tenga sólo un valor subjetivo o simplemente emotivo. Esta objeción resulta del hecho de que el pensamiento positivista está convencido de que el hombre no conoce el ser, sino sólo las funciones experimentales de la realidad. Con santo Tomás y con la gran tradición filosófica nosotros estamos convencidos de que, en realidad, el hombre no conoce solo las funciones, objeto de las ciencias naturales, sino que conoce algo del ser mismo – por ejemplo, conoce a la persona, al Tu del otro, y no sólo el aspecto físico y biológico de su ser.
A la luz de esta enseñanza de santo Tomás, la teología afirma que, aun siendo limitado, el lenguaje religioso está dotado de sentido – porque tocamos el ser –, como una flecha que se dirige hacia la realidad que significa. Este acuerdo fundamental entre razón humana y fe cristiana es visto en otro principio fundamental del pensamiento del Aquinate: la Gracia divina no anula, sino que supone y perfecciona la naturaleza humana. Esta última, de hecho, incluso después del pecado, no está completamente corrompida, sino herida y debilitada. La Gracia, dada por Dios y comunicada a través del Misterio del Verbo encarnado, es un don absolutamente gratuito con el que la naturaleza es curada, potenciada y ayudada a perseguir el deseo innato en el corazón de cada hombre y de cada mujer: la felicidad. Todas las facultades del ser humano son purificadas, transformadas y elevadas por la Gracia divina.
Una importante aplicación de esta relación entre la naturaleza y la Gracia se descubre en la teología moral de santo Tomás de Aquino, que resulta de gran actualidad. En el centro de su enseñanza en este campo, él pone la ley nueva, que es la ley del Espíritu Santo. Con una mirada profundamente evangélica, insiste en el hecho de que esta ley es la Gracia del Espíritu Santo dada a aquellos que creen en Cristo. A esta Gracia se une la enseñanza escrita y oral de las verdades doctrinales y morales, transmitidas por la Iglesia. Santo tomás, subrayando el papel fundamental, en la vida moral, de la acción del Espíritu Santo, de la Gracia, de la que brotan las virtudes teologales y morales, hace comprender que todo cristiano puede alcanzar las altas perspectivas del “Sermón de la Montaña” si vive una relación auténtica de fe en Cristo, si se abre a la acción de su Santo Espíritu. Pero – añade el Aquinate – "aunque la gracia es más eficaz que la naturaleza, con todo la naturaleza es más esencial para el hombre” (Summa Theologiae, Ia, q. 29, a. 3), por lo que, en la perspectiva moral cristiana, hay un lugar para la razón, la cual es capaz de discernir la ley moral natural. La razón puede reconocerla considerando lo que es bueno hacer y lo que es bueno evitar para conseguir esa felicidad que está en el corazón de cada uno, y que impone también una responsabilidad hacia los demás, y por tanto, la búsqueda del bien común. En otras palabras, las virtudes del hombre, teologales y morales, están arraigadas en la naturaleza humana. La Gracia divina acompaña, sostiene y empuja el compromiso ético, pero, de por sí, según santo Tomás, todos los hombres, creyentes y no creyentes, están llamados a reconocer las exigencias de la naturaleza humana expresadas en la ley natural y a inspirase en ella en la formulación de las leyes positivas, es decir, las que emanan las autoridades civiles y políticas para regular la convivencia humana.
Cuando la ley natural y la responsabilidad que esta implica se niegan, se abre dramáticamente el camino al relativismo ético en el plano individual y al totalitarismo del Estado en el plano político. La defensa de los derechos universales del hombre y la afirmación del valor absoluto de la dignidad de la persona postulan un fundamento. ¿No es precisamente la ley natural este fundamento, con los valores no negociables que ésta indica? El Venerable Juan Pablo II escribía en su Encíclica Evangelium vitae palabras que siguen siendo de gran actualidad: "Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover. " (n. 71).
En conclusión, Tomás nos propone un concepto de la razón humana amplio y confiado: amplio porque no está limitado a los espacios de la llamada razón empírico-científica, sino abierto a todo el ser y por tanto también a las cuestiones fundamentales e irrenunciables del vivir humano; y confiado porque la razón humana, sobre todo si acoge las inspiraciones de la fe cristiana, promueve una civilización que reconoce la dignidad de la persona, la intangibilidad de sus derechos y a fuerza de sus deberes. No sorprende que la doctrina sobre la dignidad de la persona, fundamental para el reconocimiento de la inviolabilidad de los derechos del hombre, haya madurado en ambientes de pensamiento que recogieron la herencia de santo Tomás de Aquino, el cual tenía un concepto altísimo de la criatura humana. La definió, con su lenguaje rigurosamente filosófico, como "lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, es decir, un sujeto subsistente en una naturaleza racional” (Summa Theologiae, Ia, q. 29, a. 3).
La profundidad del pensamiento de santo Tomás de Aquino brota – no lo olvidemos nunca – de su fe viva y de su piedad fervorosa, que expresaba en oraciones inspiradas, como esta en la que pide a Dios: “Concédeme, te ruego, una voluntad que te busque, una sabiduría que te encuentre, una vita que te agrade, una perseverancia que te espere con confianza y una confianza que al final llegue a poseerte".

miércoles, 25 de enero de 2012

Mensaje del papa para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales



"Silencio y Palabra: camino de evangelización”

Queridos hermanos y hermanas
Al acercarse la Jornada Mundial de las Comunicaciones sociales de 2012, deseo compartir con vosotros algunas reflexiones sobre un aspecto del proceso humano de la comunicación que, siendo muy importante, a veces se olvida y hoy es particularmente necesario recordar. Se trata de la relación entre el silencio y la palabra: dos momentos de la comunicación que deben equilibrarse, alternarse e integrarse para obtener un auténtico diálogo y una profunda cercanía entre las personas. Cuando palabra y silencio se excluyen mutuamente, la comunicación se deteriora, ya sea porque provoca un cierto aturdimiento o porque, por el contrario, crea un clima de frialdad; sin embargo, cuando se integran recíprocamente, la comunicación adquiere valor y significado.
El silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos. Callando se permite hablar a la persona que tenemos delante, expresarse a sí misma; y a nosotros no permanecer aferrados sólo a nuestras palabras o ideas, sin una oportuna ponderación. Se abre así un espacio de escucha recíproca y se hace posible una relación humana más plena. En el silencio, por ejemplo, se acogen los momentos más auténticos de la comunicación entre los que se aman: la gestualidad, la expresión del rostro, el cuerpo como signos que manifiestan la persona. En el silencio hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran una forma de expresión particularmente intensa. Del silencio, por tanto, brota una comunicación más exigente todavía, que evoca la sensibilidad y la capacidad de escucha que a menudo desvela la medida y la naturaleza de las relaciones. Allí donde los mensajes y la información son abundantes, el silencio se hace esencial para discernir lo que es importante de lo que es inútil y superficial. Una profunda reflexión nos ayuda a descubrir la relación existente entre situaciones que a primera vista parecen desconectadas entre sí, a valorar y analizar los mensajes; esto hace que se puedan compartir opiniones sopesadas y pertinentes, originando un auténtico conocimiento compartido. Por esto, es necesario crear un ambiente propicio, casi una especie de "ecosistema" que sepa equilibrar silencio, palabra, imágenes y sonidos.
Gran parte de la dinámica actual de la comunicación está orientada por preguntas en busca de respuestas. Los motores de búsqueda y las redes sociales son el punto de partida en la comunicación para muchas personas que buscan consejos, sugerencias, informaciones y respuestas. En nuestros días, la Red se está transformando cada vez más en el lugar de las preguntas y de las respuestas; más aún, a menudo el hombre contemporáneo es bombardeado por respuestas a interrogantes que nunca se ha planteado, y a necesidades que no siente. El silencio es precioso para favorecer el necesario discernimiento entre los numerosos estímulos y respuestas que recibimos, para reconocer e identificar asimismo las preguntas verdaderamente importantes. Sin embargo, en el complejo y variado mundo de la comunicación emerge la preocupación de muchos hacia las preguntas últimas de la existencia humana: ¿quién soy yo?, ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar? Es importante acoger a las personas que se formulan estas preguntas, abriendo la posibilidad de un diálogo profundo, hecho de palabras, de intercambio, pero también de una invitación a la reflexión y al silencio que, a veces, puede ser más elocuente que una respuesta apresurada y que permite a quien se interroga entrar en lo más recóndito de sí mismo y abrirse al camino de respuesta que Dios ha escrito en el corazón humano.
En realidad, este incesante flujo de preguntas manifiesta la inquietud del ser humano siempre en búsqueda de verdades, pequeñas o grandes, que den sentido y esperanza a la existencia. El hombre no puede quedar satisfecho con un sencillo y tolerante intercambio de opiniones escépticas y de experiencias de vida: todos buscamos la verdad y compartimos este profundo anhelo, sobre todo en nuestro tiempo en el que "cuando se intercambian informaciones, las personas se comparten a sí mismas, su visión del mundo, sus esperanzas, sus ideales" (Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales de 2011).
Hay que considerar con interés los diversos sitios, aplicaciones y redes sociales que pueden ayudar al hombre de hoy a vivir momentos de reflexión y de auténtica interrogación, pero también a encontrar espacios de silencio, ocasiones de oración, meditación y de compartir la Palabra de Dios. En la esencialidad de breves mensajes, a menudo no más extensos que un versículo bíblico, se pueden formular pensamientos profundos, si cada uno no descuida el cultivo de su propia interioridad. No sorprende que en las distintas tradiciones religiosas, la soledad y el silencio sean espacios privilegiados para ayudar a las personas a reencontrarse consigo mismas y con la Verdad que da sentido a todas las cosas. El Dios de la revelación bíblica habla también sin palabras: "Como pone de manifiesto la cruz de Cristo, Dios habla por medio de su silencio. El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada… El silencio de Dios prolonga sus palabras precedentes. En esos momentos de oscuridad, habla en el misterio de su silencio" (Exhort. ap. Verbum Domini, 21). En el silencio de la cruz habla la elocuencia del amor de Dios vivido hasta el don supremo. Después de la muerte de Cristo, la tierra permanece en silencio y en el Sábado Santo, cuando "el Rey está durmiendo y el Dios hecho hombre despierta a los que dormían desde hace siglos" (cf. Oficio de Lecturas del Sábado Santo), resuena la voz de Dios colmada de amor por la humanidad.
Si Dios habla al hombre también en el silencio, el hombre igualmente descubre en el silencio la posibilidad de hablar con Dios y de Dios. "Necesitamos el silencio que se transforma en contemplación, que nos hace entrar en el silencio de Dios y así nos permite llegar al punto donde nace la Palabra, la Palabra redentora" (Homilía durante la misa con los miembros de la Comisión Teológica Internacional, 6 de octubre 2006). Al hablar de la grandeza de Dios, nuestro lenguaje resulta siempre inadecuado y así se abre el espacio para la contemplación silenciosa. De esta contemplación nace con toda su fuerza interior la urgencia de la misión, la necesidad imperiosa de "comunicar aquello que hemos visto y oído", para que todos estemos en comunión con Dios (cf. 1 Jn 1,3). La contemplación silenciosa nos sumerge en la fuente del Amor, que nos conduce hacia nuestro prójimo, para sentir su dolor y ofrecer la luz de Cristo, su Mensaje de vida, su don de amor total que salva.
En la contemplación silenciosa emerge asimismo, todavía más fuerte, aquella Palabra eterna por medio de la cual se hizo el mundo, y se percibe aquel designio de salvación que Dios realiza a través de palabras y gestos en toda la historia de la humanidad. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la Revelación divina se lleva a cabo con "hechos y palabras intrínsecamente conectados entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas" (Dei Verbum, 2). Y este plan de salvación culmina en la persona de Jesús de Nazaret, mediador y plenitud de toda la Revelación. Él nos hizo conocer el verdadero Rostro de Dios Padre y con su Cruz y Resurrección nos hizo pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la libertad de los hijos de Dios. La pregunta fundamental sobre el sentido del hombre encuentra en el Misterio de Cristo la respuesta capaz de dar paz a la inquietud del corazón humano. Es de este Misterio de donde nace la misión de la Iglesia, y es este Misterio el que impulsa a los cristianos a ser mensajeros de esperanza y de salvación, testigos de aquel amor que promueve la dignidad del hombre y que construye la justicia y la paz.
Palabra y silencio. Aprender a comunicar quiere decir aprender a escuchar, a contemplar, además de hablar, y esto es especialmente importante para los agentes de la evangelización: silencio y palabra son elementos esenciales e integrantes de la acción comunicativa de la Iglesia, para un renovado anuncio de Cristo en el mundo contemporáneo. A María, cuyo silencio "escucha y hace florecer la Palabra" (Oración para el ágora de los jóvenes italianos en Loreto, 1-2 de septiembre 2007), confío toda la obra de evangelización que la Iglesia realiza a través de los medios de comunicación social.
Vaticano, 24 de enero 2012, Fiesta de San Francisco de Sales

martes, 24 de enero de 2012

Discurso del Papa Benedicto XVI en la audiencia al Tribunal de la Rota Romana en la inauguración del año judicial


ASEGURAR LA UNIDAD EN LA INTERPRETACIÓN Y APLICACIÓN DE LAS LEYES QUE REQUIERE LA JUSTICIA

A las 11,30 horas del domingo 22 de enero de 2012, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano, Benedicto XVI recibió en audiencia a los prelados auditores, oficiales y abogados del Tribunal de la Rota Romana con ocasión de la solemne inauguración del año judicial.
A continuación el discurso que el Papa les dirigió:


¡Estimados miembros del Tribunal de la Rota Romana!
Es para mí un gran gozo recibirles hoy en este encuentro anual, con ocasión de la inauguración del año judicial. Dirijo mi saludo al Colegio de los prelados auditores, comenzando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, a quien le agradezco sus palabras. Un saludo cordial también a los oficiales, abogados, a los demás colaboradores y a todos los presentes. En esta ocasión renuevo mi aprecio por el valioso ministerio que realizan en la Iglesia y que requiere un compromiso renovado con los efectos que este tiene para la salus animarum del Pueblo de Dios
En nuestra cita de este año, me gustaría partir de uno de los importantes eventos eclesiales que viviremos en unos pocos meses; me estoy refiriendo al Año de la Fe, que, siguiendo las huellas de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, he querido convocar en el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. Aquel gran pontífice --como escribí en la carta apostólica de convocatoria--, estableció por primera vez un período de reflexión “consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación” (1).
En referencia a una similar exigencia, que pasa por el ámbito que interesa directamente a su servicio en la Iglesia, hoy quisiera detenerme en un aspecto principal del ministerio judicial, que es la interpretación del derecho canónico en lo que respecta a su applicación (2). El nexo con el tema apenas mencionado --la recta interpretación de la fe--, no se reduce por cierto a una mera similitud semántica, ya que el derecho canónico halla en la verdad de la fe su fundamento y su propio sentido, y que la lex agendi no puede más que reflejar la lex credendi. La cuestión de la interpretación de la ley canónica, sin embargo, es un tema muy amplio y complejo, ante el cual me limitaré a dar algunas observaciones.
En primer lugar, la hermenéutica del derecho canónico está estrechamente vinculada al concepto mismo de la ley de la Iglesia.
En el caso de que se tendiera a identificar el derecho canónico con el sistema de las leyes canónicas, el conocimiento de lo que es jurídico en la Iglesia consistiría esencialmente en comprender aquello que establecen los textos legales. A primera vista, este enfoque parecería valorizar plenamente la ley humana. Pero está claro el empobrecimiento que este concepto tendría: el olvido práctico del derecho natural y del derecho divino positivo, así como de la relación vital de cada derecho con la comunión y la misión de la Iglesia; el trabajo del intérprete se ve privado del contacto vital con la realidad de la Iglesia.
En los últimos tiempos, algunas corrientes de pensamiento han advertido contra el excesivo apego a las leyes de la Iglesia, comenzando por los Códigos, juzgándolos, precisamente, como una manifestación de legalismo. Por lo tanto, se han propuesto formas hermenéuticas que permitan un enfoque/ una aproximación más adecuada/o con las bases teológicas y los intentos también pastorales de la norma canónica, llevando a una creatividad jurídica en la cual la sola situación se convertiría en factor decisivo para determinar el significado auténtico del precepto legal en el caso concreto. La misericordia, la equidad, la oikonomia, tan estimada por la tradición oriental, son algunos de los conceptos a los que se recurre en tales procedimientos interpretativos. Conviene señalar enseguida que este enfoque no supera el positivismo que denuncia, limitándose a sustituirlo por otro, en el que el trabajo interpretativo humano se eleva como protagonista en la determinación de lo que es legal. No tiene sentido buscar un derecho objetivo, ya que queda a merced de consideraciones que pretenden ser teológicas o pastorales, pero al final están expuestas al riesgo de la arbitrariedad. De esta manera, se vacía la hermenéutica jurídica: básicamente no interesa comprender la disposición de la ley, desde el momento en que esta puede ser adaptada dinámicamente a cualquier solución, incluso opuesta a la letra. Ciertamente hay en este caso, una referencia a los fenómenos vitales, de los cuales sin embargo no se capta la dimensión jurídica intrínseca.
Hay otra vía, en la que la comprensión adecuada de la ley canónica abre el camino para un trabajo interpretativo que se inserta en la búsqueda de la verdad sobre el derecho y la justicia en la Iglesia. Como he querido señalar al Parlamento Federal de mi país, en el Reichstag de Berlín (3), el verdadero derecho es inseparable de la justicia. Es obvio que el principio se aplica también a la ley canónica, en el sentido de que no puede ser acallada en un ordenamiento jurídico meramente humano, sino que debe ser conectada a un orden justo de la Iglesia, en la que rige una ley superior. En esta perspectiva, la ley positiva humana pierde el primado que se le quiere atribuir, ya que el derecho no se identifica muy facilmente con ella; pero sin embargo, la ley humana es valorada en cuanto expresión de la justicia, sobre todo por cuanto esta declara como derecho divino, pero también por aquello que introduce como legítima determinación del derecho humano.
Por lo tanto, es posible una hermenéutica legal que sea auténticamente jurídica, en el sentido de que, entrando en sintonía con el significado propio de la ley, se puede hacer la pregunta crucial sobre aquello que es justo en cada caso. Cabe recordar a este respecto, que para entender el significado correcto de la ley, se debe siempre mirar a la realidad que ha de ser disciplinada, y esto no solo cuando la ley sea principalmente declarativa del derecho divino, sino también cuando introduzca constitutivamente reglas humanas. Estos son, por cierto, interpretados también a la luz de la realidad regulada, que siempre contiene un núcleo de la ley natural y divina positiva, con la cual toda norma debe estar en armonía para ser racional y verdaderamente jurídica.
En esta perspectiva realista, el esfuerzo de interpretación, a veces difícil, adquiere un sentido y un propósito. El uso de los medios de interpretación previstos en el canon 17 del Código de Derecho Canónico, comenzando con el "verdadero significado de las palabras consideradas en el texto y en el contexto", ya no es un simple ejercicio de lógica. Esta es una tarea que está animada por un auténtico contacto con la realidad de toda la Iglesia, que permite penetrar en el verdadero sentido de la letra de la ley. Entonces sucede algo similar a lo que dije sobre el proceso interior de San Agustín en la hermenéutica bíblica: "el trascender la letra ha hecho creíble la letra misma"(4). Esto confirma así que también en la hermenéutica de la ley, el auténtico horizonte es aquél de la verdad jurídica a amar, buscar y servir.
De ello se desprende que la interpretación de la ley canónica debe tener lugar en la Iglesia. No se trata de una mera circunstancia externa, ambiental: es una llamada al humus mismo de la ley canónica y de las realidades reguladas por ella. El sentir cum Ecclesia también tiene sentido en la disciplina, a causa de los fundamentos doctrinales que están siempre presentes y activos en las normas legales de la Iglesia. De esta manera, va aplicada también a la ley canónica aquella hermeneútica de la renovación en la continuidad de la que hablé en referencia al Concilio Vaticano II (5), tan estrechamente vinculada a la legislación canónica actual. La madurez cristiana lleva a amar más y a querer comprenderla y aplicarla con fidelidad.
Estas actitudes de fondo son aplicables a todas las categorías de interpretación: de la investigación científica en el derecho canónico, al trabajo de los trabajadores judiciales en los procedimientos judiciales o administrativos, hasta la búsqueda diaria de soluciones justas en la vida de los creyentes y de la comunidad. Se necesita un espíritu de docilidad para acoger las leyes, tratando de estudiar con honestidad y dedicación la tradición jurídica de la Iglesia con el fin de identificarse con ella y también con las disposiciones legales promulgadas por los pastores, especialmente las leyes pontificias y el magisterio sobre cuestiones de derecho canónico, el cual es de por sí vinculante en aquella que enseña sobre el derecho (6). Sólo de esta manera se pueden discernir los casos en que las circunstancias concretas exigen una solución equitativa para alcanzar la justicia, que la norma en general humana no ha podido prever, y será capaz de manifiestar en espíritu de comunión aquello que podrá servir para mejorar el marco jurídico.
Estas reflexiones adquieren una especial relevancia en el ambito de las leyes relativas al acto constitutivo del matrimonio y su consumación, y a la recepción del Orden sagrado, y de aquellas atinentes a los respectivos procesos. Aquí la sintonía con el verdadero sentido de la ley de la Iglesia se convierte en una cuestión de amplia y profunda incidencia práctica en la vida de las personas y de las comunidades, lo que requiere una atención especial. En particular, hay que aplicar todos los medios jurídicamente vinculantes que tiendan a asegurar la unidad en la interpretación y aplicación de las leyes que requiere la justicia: el magisterio pontificio específicamente concerniente a este campo, contenido sobre todo en los discursos a la Rota Romana; la jurisprudencia de la Rota Romana, sobre cuya relevancia ya he tenido ocasión de hablarles (7); así como las normas y declaraciones emitidas por otros departamentos de la Curia Romana. Esta unidad hermenéutica, en aquello que es esencial, no mortifica de ningún modo las funciones de los tribunales locales, llamados a afrontar primero las complejas situaciones reales que se dan en cada contexto cultural. Cada uno de ellos, de hecho, está obligado a proceder con un verdadero sentido de reverencia hacia la verdad del derecho, tratando de practicar ejemplarmente --en el uso de las instituciones judiciales y administrativas--, la comunión en la disciplina, como un aspecto esencial de la unidad de la Iglesia.
Llegando a la conclusión de este momento de encuentro y de reflexión, quisiera recordar la reciente innovación -a la que se refiere monseñor Stankiewicz-, por la cual fueron trasladadas a una oficina en este mismo Tribunal Apostólico, las competencias sobre los procedimientos de dispensa del matrimonio rato y no consumado y las causas de nulidad de las sagradas órdenes (8). Estoy seguro de que habrá una respuesta generosa a este nuevo compromiso eclesial.
Al alentarles en su valiosa labor, que requiere un fiel y comprometido trabajo diario, les encomiendo a la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Speculum iustitiae, y les imparto complacido la Bendición Apostólica.


Notas
1 Motu pr. Porta fidei, 11 ottobre 2011, 5: L’Osservatore Romano, 17-18 ottobre 2011, p. 4.
2 Cfr can. 16, § 3 CIC; can. 1498, § 3 CCEO.
3 Cfr Discorso al Parlamento Federale della Repubblica Federale di Germania, 22 settembre 2011: L’Osservatore Romano, 24 settembre 2011, pp. 6-7.
4 Cfr Esort. ap. postsininodale Verbum Domini, 30 settembre 2010, 38: AAS 102 (2010), p. 718, n. 38.
5 Cfr Discorso alla Curia Romana, 22 dicembre 2005: AAS 98 (2006), pp. 40-53.
6 Cfr GIOVANNI PAOLO II, Allocuzione alla Rota Romana,29 gennaio 2005, 6: AAS 97 (2005), pp. 165-166.
7 Cfr Allocuzione alla Rota Romana, 26 gennaio 2008: AAS 100 (2008), pp. 84-88.
8 Cfr Motu pr. Quaerit semper, 30 agosto 2011: L’Osservatore Romano, 28 settembre 2011, p. 7.

sábado, 21 de enero de 2012

Benedicto XVI: LA IGLESIA PROPONE SU ENSEÑANZA MORAL COMO UN MENSAJE LIBERADOR


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sala del Consistorio
Jueves 19 de enero de 2012


Queridos hermanos en el episcopado:

Os saludo a todos con afecto fraterno y rezo para que esta peregrinación de renovación espiritual y de comunión profunda os confirme en la fe y en la entrega a vuestra misión de pastores de la Iglesia que está en Estados Unidos. Como sabéis, mi intención es reflexionar con vosotros, a lo largo de este año, sobre algunos de los desafíos espirituales y culturales de la nueva evangelización.

Uno de los aspectos más memorables de mi visita pastoral a Estados Unidos fue la ocasión que me permitió reflexionar sobre la experiencia histórica estadounidense de la libertad religiosa, y más específicamente sobre la relación entre religión y cultura. En el centro de toda cultura, perceptible o no, hay un consenso respecto a la naturaleza de la realidad y al bien moral, y, por lo tanto, respecto a las condiciones para la prosperidad humana. En Estados Unidos ese consenso, como lo presentan los documentos fundacionales de la nación, se basaba en una visión del mundo modelada no sólo por la fe, sino también por el compromiso con determinados principios éticos derivados de la naturaleza y del Dios de la naturaleza. Hoy ese consenso se ha reducido de modo significativo ante corrientes culturales nuevas y potentes, que no sólo se oponen directamente a varias enseñanzas morales fundamentales de la tradición judeo-cristiana, sino que son cada vez más hostiles al cristianismo en cuanto tal.

La Iglesia en Estados Unidos, por su parte, está llamada, en todo tiempo oportuno y no oportuno, a proclamar el Evangelio que no sólo propone verdades morales inmutables, sino que lo hace precisamente como clave para la felicidad humana y la prosperidad social (cf. Gaudium et spes, 10). Algunas tendencias culturales actuales, en la medida en que contienen elementos que quieren limitar la proclamación de esas verdades, sea reduciéndola dentro de los confines de una racionalidad meramente científica sea suprimiéndola en nombre del poder político o del gobierno de la mayoría, representan una amenaza no sólo para la fe cristiana, sino también para la humanidad misma y para la verdad más profunda sobre nuestro ser y nuestra vocación última, nuestra relación con Dios. Cuando una cultura busca suprimir la dimensión del misterio último y cerrar las puertas a la verdad trascendente, inevitablemente se empobrece y se convierte en presa de una lectura reduccionista y totalitaria de la persona humana y de la naturaleza de la sociedad, como lo intuyó con gran claridad el Papa Juan Pablo II.

La Iglesia, con su larga tradición de respeto de la correcta relación entre fe y razón, tiene un papel fundamental que desempeñar al oponerse a las corrientes culturales que, sobre la base de un individualismo extremo, buscan promover conceptos de libertad separados de la verdad moral. Nuestra tradición no habla a partir de una fe ciega, sino desde una perspectiva racional que vincula nuestro compromiso de construir una sociedad auténticamente justa, humana y próspera con la certeza fundamental de que el universo posee una lógica interna accesible a la razón humana. La defensa por parte de la Iglesia de un razonamiento moral basado en la ley natural se funda en su convicción de que esta ley no es una amenaza para nuestra libertad, sino más bien una «lengua» que nos permite comprendernos a nosotros mismos y la verdad de nuestro ser, y forjar de esa manera un mundo más justo y más humano. Por tanto, la Iglesia propone su doctrina moral como un mensaje no de constricción, sino de liberación, y como base para construir un futuro seguro.

El testimonio de la Iglesia, por lo tanto, es público por naturaleza. La Iglesia busca convencer proponiendo argumentos racionales en el ámbito público. La separación legítima entre Iglesia y Estado no puede interpretarse como si la Iglesia debiera callar sobre ciertas cuestiones, ni como si el Estado pudiera elegir no implicar, o ser implicado, por la voz de los creyentes comprometidos a determinar los valores que deberían forjar el futuro de la nación.

A la luz de estas consideraciones, es fundamental que toda la comunidad católica de Estados Unidos llegue a comprender las graves amenazas que plantea al testimonio moral público de la Iglesia el laicismo radical, que cada vez encuentra más expresiones en los ámbitos político y cultural. Es preciso que en todos los niveles de la vida eclesial se comprenda la gravedad de tales amenazas. Son especialmente preocupantes ciertos intentos de limitar la libertad más apreciada en Estados Unidos: la libertad de religión. Muchos de vosotros habéis puesto de relieve que se han llevado a cabo esfuerzos concertados para negar el derecho de objeción de conciencia de los individuos y de las instituciones católicas en lo que respecta a la cooperación en prácticas intrínsecamente malas. Otros me habéis hablado de una preocupante tendencia a reducir la libertad de religión a una mera libertad de culto, sin garantías de respeto de la libertad de conciencia.

En todo ello, una vez más, vemos la necesidad de un laicado católico comprometido, articulado y bien formado, dotado de un fuerte sentido crítico frente a la cultura dominante y de la valentía de contrarrestar un laicismo reductivo que quisiera deslegitimar la participación de la Iglesia en el debate público sobre cuestiones decisivas para el futuro de la sociedad estadounidense. La formación de líderes laicos comprometidos y la presentación de una articulación convincente de la visión cristiana del hombre y de la sociedad siguen siendo la tarea principal de la Iglesia en vuestro país. Como componentes esenciales de la nueva evangelización, estas preocupaciones deben modelar la visión y los objetivos de los programas catequéticos en todos los niveles.

Al respecto, quiero expresar mi aprecio por vuestros esfuerzos para mantener contactos con los católicos comprometidos en la vida política y para ayudarles a comprender su responsabilidad personal de dar un testimonio público de su fe, especialmente en lo que se refiere a las grandes cuestiones morales de nuestro tiempo: el respeto del don de Dios de la vida, la protección de la dignidad humana y la promoción de derechos humanos auténticos. Como señaló el Concilio, y como quise reafirmar durante mi visita pastoral, el respeto de la justa autonomía de la esfera secular debe tener en cuenta también la verdad de que no existe un reino de cuestiones terrenas que pueda sustraerse al Creador y a su dominio (cf. Gaudium et spes, 36). No cabe duda de que un testimonio más coherente por parte de los católicos de Estados Unidos desde sus convicciones más profundas daría una importante contribución a la renovación de la sociedad en su conjunto.

Queridos hermanos en el episcopado, con estas breves reflexiones he querido tocar algunas de las cuestiones más urgentes que debéis afrontar en vuestro servicio al Evangelio y su importancia para la evangelización de la cultura estadounidense. Ninguna persona que mire con realismo estas cuestiones puede ignorar las dificultades auténticas que la Iglesia encuentra en el tiempo presente. Sin embargo, en verdad, nos puede animar la creciente toma de conciencia de la necesidad de mantener un orden civil arraigado claramente en la tradición judeo-cristiana, así como la promesa de una nueva generación de católicos, cuya experiencia y convicciones desempeñarán un papel decisivo al renovar la presencia y el testimonio de la Iglesia en la sociedad de Estados Unidos. La esperanza que nos ofrecen estos «signos de los tiempos» es de por sí un motivo para renovar nuestros esfuerzos con el fin de movilizar los recursos intelectuales y morales de toda la comunidad católica al servicio de la evangelización de la cultura estadounidense y de la construcción de la civilización del amor. Con gran afecto os encomiendo a todos vosotros, así como al rebaño confiado a vuestra solicitud pastoral, a la oración de María, Madre de la esperanza, y os imparto de corazón mi bendición apostólica, como prenda de gracia y de paz en Jesucristo nuestro Señor.

viernes, 6 de enero de 2012

Del Oficio de Lecturas de la Solemnidad de la Epifanía



De los Sermones de san León Magno, papa:
"EL SEÑOR DA A CONOCER SU SALVACIÓN EN TODO EL ORBE DE LA TIERRA"


"La providencia misericordiosa de Dios, cuando dispuso socorrer en la plenitud de los tiempos al mundo que perecía, determinó salvar a todos los hombres en Cristo.
Ellos forman la incontable descendencia prometida en otro tiempo a Abraham, descendencia que había de ser engendrada no según la carne, sino por la fecundidad de la fe, y que por esto fue comparada a la multitud de las estrellas, para que la esperanza del padre de todas las gentes tuviera por objeto no una progenie terrena, sino celestial.
Entre, entre en la familia de los patriarcas la totalidad de los gentiles, y reciban los hijos de la promesa la bendición de la descendencia de Abraham, a la que han renunciado los hijos según la carne. En la persona de los tres magos adoren todos los pueblos al Autor del universo; y sea Dios conocido no sólo en Judea, sino en todo el orbe, a fin de que en todas partes su fama sea grande en Israel.
Adoctrinados, amadísimos hermanos, por estos misterios de la gracia divina, celebremos, llenos de gozo espiritual, el día de nuestras primicias y el comienzo de la vocación de los gentiles, dando gracias a Dios misericordioso que, como dice el Apóstol, nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido; porque, como había profetizado Isaías, el pueblo de los gentiles que caminaba en tinieblas vio una grande luz; sobre los que habitaban en tierra de sombras brilló un intenso resplandor. De ellos dice el mismo profeta, dirigiéndose al Señor: Tú llamarás a un pueblo desconocido, un pueblo que no te conocía correrá hacia ti.
Éste es el día que Abraham contempló y saltó de gozo, al reconocer a los hijos de su fe que habían de ser bendecidos en su descendencia, que es Cristo; y, al contemplar de antemano que había de ser por su fe padre de todas las gentes, dio gloria a Dios, plenamente convencido de que Dios, que lo había prometido, tenía también poder para cumplirlo.
Éste es el día que cantó el salmista, cuando dijo: Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, bendecirán tu nombre; y también: El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia.
Sabemos que estas predicciones empezaron a cumplirse desde que la estrella hizo salir de su lejano país a los tres magos, para que conocieran y adoraran al Rey de cielo y tierra. Su docilidad es para nosotros un ejemplo que nos exhorta a todos a que sigamos, según nuestra capacidad, las invitaciones de la gracia, que nos lleva a Cristo.
Todos, amadísimos hermanos, debéis emularas en este empeño, a fin de que brilléis como hijos de la luz en el reino de Dios, al cual se llega por la integridad de la fe y por las buenas obras; por nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina con Dios Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén."