sábado, 25 de mayo de 2013
Homilía del Arzobispo de Buenos Aires, Mons. Mario Poli, en el Tedeum por el día de la Patria el 25 de mayo de 2013
Queridos hermanos y compatriotas:
Una vez más nos convoca la fe que profesamos, para dar
gracias al Dios que nos da la vida y el aliento (Hch 17,25), el que nos ha
llamado a la existencia para vivir, convivir y compartir solidariamente la
Patria de todos, la que guarda en la memoria el valioso acervo bicentenario de
nuestro pueblo. Porque en aquel Mayo inolvidable, por el arrojo y contundente
vocación de libertad de nuestros héroes nacionales, decidieron darnos, no sin
sacrificios, renunciamientos y ofrendas de vidas, la posibilidad de un destino
e identidad común. El argentino que cree en la fraternidad y no claudica en
construir la unidad, siente que esos momentos fundacionales son un valioso y
obligado punto de referencia para imaginar y pensar una Nación donde no haya
excluidos, como lo soñaron quienes hoy recordamos con gratitud de familia. Digo
familia porque la Nación de hoy es como una herencia grandiosa repartida entre
hermanos, pero que no da frutos si no mantenemos la integridad del patrimonio
heredado.
Es en la escucha de la Palabra de Dios que siempre
encontraremos una fuente inagotable de inspiración. La Palabra iluminó nuestra
historia y sostuvo la vocación de hombres y mujeres que nos precedieron en el
camino recorrido. En sus sueños y proyectos encontramos a menudo una apertura
espontánea a la escucha de la Palabra buena y verdadera, que edifica, convoca a
la unidad y da fuerzas en la adversidad. Escuchar y poner por obra la Palabra
Sagrada nos hace sabios, porque dejamos entrar a Dios y su providencia en
nuestro mundo, en nuestros ideales. Si escuchamos la Palabra y la ponemos en
práctica, podemos decir que hemos dado gracias a Dios, celebramos bien el Te
Deum, porque “es la Palabra misma la que nos lleva hacia los hermanos; es la
Palabra que ilumina, purifica, convierte.”( Verbum Domini, 93)
El primer texto que escuchamos pertenece al libro de la
Sabiduría y nos dice que “si te decides a servir a Dios, prepara tu alma para
la prueba”. Es sabido que al asumir un compromiso de servicio a los demás, los
reveses vienen solos, no hay que buscarlos. Ante ellos, hay quienes se hacen
fuertes en su propia experiencia, en su modo de resolver según los recursos
humanos. Nuestros mayores nos enseñaron otro camino y es depositar nuestra
confianza en Dios, que nos invita a aceptar de buen grado todo lo que suceda, y
a ser pacientes en la humillación y a confiar. “Confía en él, y él vendrá en tu
ayuda, endereza tus caminos y espera en él.” La confianza no es pasividad, sino
la sabia actitud del que busca a Dios como aliado y amigo fiel, quien siempre
nos escucha, sobre todo cuando los problemas nos superan y nos pasan por
encima. El que confía en Dios, no deja de hacer lo que sabe y le toca, pero
deja abierta la puerta si confía en él –dice la Biblia-, y “él vendrá en su
ayuda”: solo le pide que enderece sus caminos y ponga su esperanza en él. Dios
Padre −que bendijo nuestra Nación desde su origen−, la sigue amando, porque “es
eterno su amor”, reza el Salmo.
Al elevar con nuestras voces el Te Deum, rezamos por una
comunión que va más allá de simples convenciones de ocasión; debemos apostar
por una comunión que no le tenga miedo a la variedad de ideas, porque una
convivencia razonable tiene la capacidad de construir la unidad deseada a
partir de la saludable diversidad de personas, que lejos de confundirla, más
bien la manifiesta. Es cierto que la democracia en la Argentina ha transitado
una dolorosa experiencia de enfrentamientos, pero no faltaron también tiempos
en que hubo acuerdos fundamentales, como lo fueron la Constitución Nacional y
las provinciales, y otros tantos momentos felices y beneficiosos para nuestro
pueblo. Si queremos, sabemos cómo encontrarnos; en nuestra historia hay
virtuosos ejemplos de convivencia, tolerancia y diálogo fecundo: gracias a
ellos se superaron desencuentros. Después de 200 años no perdemos la esperanza
de hacer juntos el camino.
La proclamación del Evangelio de Jesús nos recuerda un
principio vital para la construcción de la ciudadanía: «El que quiere ser el
primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos». Lo dice en el
contexto en el que sus discípulos buscaban una grandeza según categorías
humanas, movidos por la ambición de privilegios, autoridad y poder. Pero el que
vino a servir y no a ser servido, les propone un camino real y verdadero, el
que nos lleva a considerar a los otros como superiores a nosotros mismos. A la
luz de esta enseñanza, en todos los órdenes de la vida, la grandeza de una
persona se mide por su espíritu de servicio, que es fuente renovable de
felicidad y alegría. La manifiesta preferencia de Jesús por los niños nos
invita a pensar que desde su concepción hasta su madurez, la opción será
servirlos y cuidarlos con pasión.
Este es un Te Deum singular, pues no podemos silenciar el
hecho de que dos compatriotas hayan sido elegidos por Dios para alegría de
nuestra gente. Me refiero primero a que el Pbro. José Gabriel del Rosario
Brochero (1840-1914), o mejor, el Señor Cura Brochero, como lo llamaban sus
paisanos cordobeses de traslasierra, será beatificado en septiembre próximo.
Así tendremos en el cielo y en los altares a uno de los nuestros muy cercano,
quien, desde el Evangelio y con profundo amor a su gente, supo unir a su misión
pastoral el servicio de promoción humana de una amplia zona, muy postergada en
su tiempo. Su vida y su obra es una clara lección: nosotros no somos más que
servidores. Además, cómo no mencionar la elección del Papa Francisco, el que
fuera nuestro querido Cardenal Bergoglio, ahora como pastor supremo de la
Iglesia que peregrina entre los hombres. Hagámonos eco de sus palabras al
comienzo de su ministerio como Pontífice: “Quisiera pedir, por favor, a todos
los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o
social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de
la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del
otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte
acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también
tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la
soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre
nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las
intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos
tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.”
Los argentinos tenemos sobrados motivos para confirmar
nuestra esperanza, la que nos hace mirar el futuro con serenidad, pues las
promesas del Señor de permanecer con nosotros hasta el fin, alimentan la
alegría del camino y son luz anticipada en la aurora de un nuevo tiempo para la
Patria.
+Mario Aurelio Poli
Arzobispo de Buenos Aires
Primado de la Argentina
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