15-5-1994
Querido padre Tomás:
Hoy todo el mundo sabe que el padre Damián será beatificado por su labor con los leprosos. El mundo desconoce la devoción que él tenía al Santísimo Sacramento, de dónde obtenía la fuerza para trabajar con ellos.
El padre Damián se ofreció para ir a la isla Molokai a donde los leprosos eran condenados al destierro tanto por su familia como por sus amigos, porque la enfermedad es contagiosa y en esa época, incurable. Después de un tiempo, un amigo le escribió una carta preguntándole cómo era capaz de quedarse tanto tiempo entre estos enfermos. Él le contestó: “Sin mi hora santa diaria en presencia del Santísimo Sacramento, no hubiera sido capaz de quedarme ni un solo día en éste lugar”.
Los leprosos no se percataron de la llegada del padre Damián. Vivían en una continua intoxicación alcohólica y orgía sexual para tratar de olvidarse de la descomposición de sus cuerpos, por la lepra, que los condenaba a una vida relegada y a la muerte sin consuelo.
Lo primero que hizo el padre Damián fue construir una capilla hacia donde llevó a cada uno de los leprosos, repitiéndoles una y otra vez la escena del Evangelio: “Se le acerca un leproso suplicándole y puesto de rodillas le dice: Si quieres puedes limpiarme. Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: Quiero, queda limpio. Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio” (Mc 1, 40-42).
Jesús extendió su mano y tocó a cada uno sanándolos con su amor y devolviéndoles su inocencia con su sangre. Una inocencia recuperada es más festiva a los ojos de Dios que la inocencia nunca perdida.
Todavía tenían su cuerpo enfermo, pero ya no tenía importancia. Sus almas habían quedado limpias con la inocencia de su sangre. Ellos ya no necesitaban emborracharse porque se embriagaron con su amor. El sexo no era más una necesidad imperiosa porque ellos tenían la amistad de su corazón.
San Francisco de Asís besó a un leproso. Por la gracia de Dios también curó a uno que, lleno de dolor, insultaba a todos los que trataban de ayudarlo. Insultó también a San Francisco que fue ante el Santísimo Sacramento para rezar. Cuando volvió, le dijo: “Haré lo que me pidas”. El leproso le contestó: “Quiero que me laves todo, porque huelo tan mal que ni yo mismo lo puedo soportar”.
Sin vacilar, San Francisco pidió que le trajeran agua caliente con hierbas aromáticas. A medida que iba lavando al hombre, su carne podrida iba recobrando su color natural y finalmente el leproso quedó curado.
A San Francisco le llaman “el tonto de Dios” porque todo lo que hizo fue por amor a Dios. Pero mucha más “tonta” es la locura de amor del Santísimo Sacramento que Jesús hace por nosotros. Allí el Señor lava nuestras almas, no con agua, sino con su preciosísima Sangre. Allí quedamos limpios de la podredumbre del pecado y del amor propio.
En cada hora santa que hacemos, Él extiende su mano y nos toca. Cuanto más enfermos estemos, más lástima nos tiene. Cuanto más sucios nos sentimos, más es su deseo de limpiar nuestra impureza.
El padre Damián organizó la adoración perpetua en la capilla que construyó. Alguna de las mejores meditaciones jamás escritas salieron de los labios de estos leproso cuando estaban en adoración. El padre Damián las escribía y las mandaba a sus amigos en Bélgica y Holanda. La inspiración radica en la pureza de su simplicidad.
Un leproso pasaba la hora santa entera describiéndole a Jesús lo que más le gustaba, como el sonido de las olas, el azul del océano, la puesta del sol.
Solo un hombre se ofreció como voluntario para ayudar al padre Damián. Se llamaba Dutton que era agnóstico y veía al padre Damián solo desde el punto de vista humanitario.
Un día, Dutton necesitaba hablar con el padre y no lo encontraba por ninguna parte. Por último fue a la capilla donde lo encontró transfigurado, haciendo su hora santa diaria. Dutton llegó a la conclusión de que realmente Jesús mismo debía estar presente en el Santísimo Sacramento para que un hombre tan ocupado y dedicado como el padre Damián, reservara una hora todos los días para pasarla en la capilla. Dutton se convirtió al catolicismo y está abierta su causa de beatificación.
Así como la gota de agua es purificada y transformada por el vino que se convierte en la preciosísima Sangre de Cristo, cuando se pronuncian las palabras de la consagración en la misa, así también, cada uno de nosotros, cada vez que nos acercamos a su divina presencia, quedamos purificados y transformados por el contacto de su amor y el poder de su gracia.
Fraternalmente tuyo en su Amor Eucarístico, Mons. Pepe.
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