domingo, 5 de julio de 2009

Homilía del Domingo XIV - Ciclo B


Ezequiel 2,2-5
2 Corintios 12,7-10
Mc 6,1-6

Las lecturas que la Iglesia nos propone este domingo nos ponen ante la imagen del profeta.
Por eso nos preguntamos al iniciar nuestra reflexión dominical ¿qué es un profeta? y ¿cómo es serlo hoy?
En las culturas contemporáneas al Israel del Antiguo Testamento un profeta era alguien que aprendía una determinada técnica que estudiaba en una escuela o de un maestro y a través de cierta lectura interpretativa de entrañas de animales sacrificados, o de los astros, o cualquier otro método, le podía decir a los demás lo que habría de suceder.
En Israel es diferente porque la característica fundamental del profeta bíblico es que él es “elegido”, ha sido llamado por Dios a serlo. Y además de elegido, es enviado por Dios para comunicar a su pueblo un mensaje que habría de favorecerlos o cuidarlos del error, de las tinieblas, del pecado. Es un hombre que vive en profunda intimidad con Dios y por eso puede escuchar su Voz.
No es un adivino del futuro sino que es un hermeneuta del presente. El no tiene la misión de vaticinar lo que ha de suceder (aunque muchas veces lo haga) sino la de interpretar el presente a la luz de la voluntad de Dios, el ve las cosas que pasan y puede poner de manifiesto cuál es el juicio que Dios hace de ese presente. Por eso el profeta interpela profundamente, porque su palabra no se adecúa a la realidad sino que sólo es fiel a la Voz de Dios que resuena en su propio corazón.
El profeta por antonomasia es JESUCRISTO. Él es el profeta enviado por Dios que conoce su intimidad como nadie, porque él mismo es Dios; y por eso puede poner de manifiesto ante los hombres la mirada de Dios y revelarnos desde esa intimidad divina qué es el mundo, quién es el hombre y quién es Dios. Jesucristo es la plenitud de la revelación, el profeta por excelencia.
Pero Cristo además se identifica con todos los seres humanos y está presente en ellos. San Agustín llama a esta unión: el Cristo total. Apoya su intuición en la doctrina de Pablo sobre la relación entre Cristo como la Cabeza y nosotros como el Cuerpo: "Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo". (1 Cor 12, 12). El Cristo total abarca tanto la cabeza como los demás miembros, y esta unión es tan íntima como la existente en un cuerpo vivo. Por esto Cristo participa de nuestra vida, y nosotros participamos de la suya. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Cristo y la Iglesia son, por tanto, el "Cristo total" (Christus totus). La Iglesia es una con Cristo” (CEC 795). Por eso podemos decir que toda la Iglesia es “profética”, porque tiene el carisma de la profecía. La Iglesia es la que unida íntimamente a Dios escucha su palabra y la anuncia con claridad y valentía a los hombres, y ese mensaje es perenne e inmutable porque viene de Dios.
Muchas veces el profeta y su palabra causan escándalo, en medio de una sociedad empeñada en llevar adelante un proyecto alternativo al reino de Dios. La vida y el mensaje de los profetas fueron y serán siempre incómodos y objeto de rechazo de parte del mundo. Y así también la Iglesia.
El Papa Pío XI decía que una de las notas de la Iglesia es el ser perseguida, y esta persecución le viene de ser incomprendido su mensaje que busca agradar sólo a Dios, y no a la cultura, a la sociedad, a la moda, a los valores sociales, a los poderes de turno.
La Iglesia siempre ha sido perseguida, el Papa Juan Pablo II decía que nunca como en el Siglo XX la Iglesia tuvo tantos mártires. Cientos de miles de hombres en todo el mundo asesinados por profesar la fe en Jesucristo. A nosotros hoy día nos protege la Constitución Nacional y los derechos humanos, por eso nadie nos va a llevar presos o asesinar por lo que creemos, al menos previsiblemente, aunque nadie conoce las vueltas de la historia… Pero hay muchas maneras de persecución religiosa que suceden hoy, que nos suceden. No hay que tener miedo ni asustarse, Jesucristo también fue incomprendido y perseguido.
La dimensión profética de la Iglesia nos exige profunda fe a los bautizados porque sin fe no podemos escuchar al Señor, y ni Dios puede hacer milagros en nuestra vida como vemos en el texto que acabamos de anunciar. Lo primero es pedir la fe, no sea que nos pase lo mismo que esos hombres de Nazaret que conocían tanto a Jesús que no supieron quién era verdaderamente, los que estaban tan cerca, que terminaron tan lejos. Hay que pedir al Señor que despierte nuestra mirada de fe y nos conceda la gracia de vivir con audacia y alegría nuestra vocación profética, plenamente concientes de que ese mensaje es palabra de Vida en abundancia.

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