sábado, 27 de junio de 2009

Homilía del Domingo XIII - Ciclo B

Sabiduría 1,13-15; 2,23-24
2 Corintios 8,7-9.13-15
Marcos 5,21-43

Las lecturas que en este fin de semana nos propone la Iglesia, nos ponen de manifiesto esta verdad profunda: Dios se compromete e involucra con la vida del hombre, lo que le pasa al hombre le importa a Dios. Esto implica un modo de concebir la realidad divina totalmente novedosa, concebir a Dios como “Alguien” que, además de ejercer su poder sobre lo creado, se compadece e involucra: se hace cargo.

En la primera lectura del libro de la Sabiduría la Escritura nos pone de manifiesto cómo Dios ama la vida, ya que Él creó la vida para la “subsistencia”. Es decir, que todo lo creado está creado para ser lo que es. Y esto que parece algo tan simple es la verdad de la cual depende la paz: somos creados para coincidir con lo que somos. Dios ha creado las cosas para que las cosas sean lo que son. Así de simple, así de profundo.

En la segunda lectura San Pablo introduce otra novedad: el criterio de la igualdad. La abundancia de unos en simultáneo con la carencia de otros es detrimento para todos. A la larga todos pierden cuando unos ganan a costa de otros. La igualdad de los hombres es criterio novedoso que introduce el Evangelio, cuyo fundamento último es en definitiva la dignidad “crística” del hombre. Esta “igualdad” de la que habla San Pablo es novedad del cristianismo.
Me pregunto ¿es pensable Carlos Marx en una cultura no cristiana? Quizás sólo en una cultura cristiana pueda surgir el anhelo marxista de la igualdad, la utopía de un reino de justicia y verdad terrenal. El problema es erradicar el fundamento mismo que es trascendente: Jesucristo, ya que sin Jesucristo no puede subsistir el valor, del cual el Señor es “último fundamento”.
El Papa Benedicto decía en Aparecida, Brasil, en el contexto de la Inauguración de la Asamblea del CELAM, el 13 de mayo de 2007: “La utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino un retroceso. En realidad sería una involución hacia un momento histórico anclado en el pasado.” Y esto es así porque es el Evangelio el que propugna la vida, es Cristo el fundamento último de la justicia, de la dignidad humana y de todos los derechos humanos. El Dios que nos revela Jesucristo es el que se ocupa y se hace cargo de la vida del hombre y quiere que las cosas coincidan con lo que son y esto es novedad del Evangelio en América Latina y en la historia de la humanidad.

Y Jesucristo en el Evangelio pone de manifiesto cómo Dios se involucra para revertir la carencia de vida y de ser en la vida del hombre a través de estos dos episodios de curación. En ambos Jesús se encuentra con pobrezas extremas. Dos mujeres, marginadas por el sólo hecho de ser mujeres: una, enferma de hemorragia, tan impura a los ojos de los hombres que se veía obligada por eso a vivir relegada aún del culto en Israel. Pero además pobre económicamente porque “todo lo había gastado en médicos” para nada, pobre también en esperanza. Una mujer en el colmo de la marginación. Y esa mujer que ni siquiera se podía acercar al Templo por estar impura, se atreve a tocar a Dios. Sin duda movida por la acción del Espíritu ella toma la decisión de ir y tocar su manto, como si algo dentro suyo le dijera: “no puede ser verdad, no puede ser verdad que Dios me considere impura” y movida por ese impulso que viene de lo alto va y toca a Jesús. Y queda curada.
Y por otro lado la niña que muerta vuelve a la vida. Significativa escena: la habitación de la niña signo de la historia; la niña y los que la lloran, signo de la humanidad sufriente por la falta de vida, por no ser lo que se es, signo de la impotencia absoluta; los Apóstoles, signo de la Iglesia pobre pero confiada, sin fuerza propia pero expectante, la Iglesia que se hace presente en medio del dolor de los hombres sin más que su fe en ese Alguien que puede marcar diferencia en la vida de los hombres; y en el centro de todo el Señor, el Dios de la Vida, que con su palabra devuelve la vida y se ocupa de que le den comer, signo de su interés por la subsistencia de la vida. Dios no solo resuelve sino que además acompaña nuestros procesos.

Pidamos al Señor que él nos enseñe a ser Iglesia, como lo hizo con los Apóstoles allí en ese cuarto junto a una niña muerta, para que sea absolutamente claro para la Iglesia cuál es su verdadero poder y de dónde le viene.
Pensemos en aquellos tiempos en que el Papado perdió su jurisdicción temporal sobre los Estados Pontificios, en una vorágine de hechos que se sucedieron en la segunda mitad del Siglo XIX. Después de diez siglos de Estados Pontificios, los hombres de la Iglesia sintieron que se perdía todo. Era inconcebible que el Papa no fuera un “señor temporal” además de Vicario de Cristo. Pero, ¿qué pasó entonces? No pasó nada… Sólo paso que desde entonces hasta hoy todos los Papas o son santos o están en proceso de santidad, ha habido una gran santidad en la cabeza de la Iglesia. Pidamos al Señor que nos de la convicción íntima cuál es el verdadero y único poder de la Iglesia:JESUCRISTO, el Señor. Él es lo único que tiene la Iglesia, Jesucristo, a quien le importan los hombres porque, hombre como nosotros, comparte en todo nuestra condición menos el pecado.
Que Jesucristo nos enseñe, como a los Apóstoles en el texto del Evangelio de hoy, a estar parados frente al mundo, frente a la historia, frente a nosotros mismos y frente a Dios.

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