domingo, 26 de julio de 2009
Domingo XVII - Ciclo B
2 Reyes 4,42-44
Efesios 4,1-6
Juan 6,1-15
Dos miradas contrapuestas, de perspectivas e interpretaciones diferentes se encuentran ante el Misterio de Dios. Por un lado la mirada exterior, la que queda en la superficie de los hechos, y por otro lado la mirada que se abre a que Dios pueda obrar más allá de lo que se pueda ver o entender. La primera mirada está representada en el texto que acabamos de escuchar en la respuesta de Felipe, una mirada de cálculo que llega a la conclusión lógica: no podemos alimentar a la multitud, no nos alcanza… Y por otro lado está la mirada de Andrés, el otro discípulo que tampoco tiene demasiada claridad pero que sin embargo se anima a presentarle a Dios la indigencia: “aquí hay un niño que tiene muy poco, pero ¿qué es esto para tanta gente?...” La mirada de Andrés es una mirada se abre a la confianza y es esa confianza en definitiva la que da lugar al “signo”, al milagro. El hombre no queda encerrado en sus propios criterios y nociones sino que comprende que más allá de lo que él sabe o entiende, más allá de lo que él puede delimitar con su razón, Dios puede obrar. Misteriosamente Dios se condiciona para obrar a la confianza del hombre de fe. ¡Cuántos milagros realiza la confianza…!
En este texto esa confianza esta personificada paradigmáticamente en la figura del niño que tiene los cinco panes de cebada y dos pescados, ya que de toda la escena es sin duda el que menos puede, es el aparentemente más insignificante de todos, es el indigente: hay cinco mil hombres, están los Apóstoles, esta el dinero, está el Señor, nadie pondría su mirada en el niño, pero aquí sin embargo es el niño la clave que permite el obrar de Dios. Ese niño es Jesús.
Ese niño es una imagen de Jesús en cuanto que pone todo lo que tiene en la confianza de que el Padre hará de eso un milagro que alimente la multitud. A los ojos de los hombres su vida puede parecer ignota, “insignificante”, pequeña, pero su confianza en el Padre y la totalidad de la entrega en el Amor son el “Signo” que dará Vida a los hombres. Eso es Jesús. Porque Cristo al entregar su vida por nosotros alimenta a una multitud de multitudes con una Vida Nueva, la vida de los hijos de Dios. Él no solo nos salva abriendo para nosotros el corazón del Padre, sino que además permanece Él mismo como alimento que perdura hasta la Vida Eterna.
El gran Signo de la multiplicación de los panes sigue realizándose hoy en cada Eucaristía. Venir a Misa es confiar en ese “Niño” que pone sus cinco panes al servicio de una multitud, de la humanidad. Cristo es el niño que confía en el Padre y por eso pone todo lo que tiene y lo que es y su entrega se vuelve alimento para toda la humanidad de todos los tiempos.
Y cuando Jesús dice “si no os hacéis como niños no entrareis en el Reino de los Cielos”, dice que entrar en el Reino de los Cielos es transformarse en Jesucristo. Eso es la conversión, eso es la santidad.
La santidad no consiste en hacer tal o cual cosa, en cumplir tales o cuales normas, ni siquiera en la vivencia heroica de un valor del Evangelio, todo eso será consecuencia de la santidad, reflejo de la realidad interior… Pero la santidad consiste en que el corazón de un hombre se transforma en el corazón de Cristo, y eso es tener “corazón de niño”. El santo, transformado en Jesucristo, es ese niño que puede poner todo lo que tiene en la confianza en Dios que puede alimentar a una multitud. Y basta un santo para transformar a todo un pueblo, para renovar la fe de miles y miles de personas…
Pidamos al Señor que esa conversión sea realidad en cada uno de nosotros, que podamos poner todo como el niño del Evangelio de hoy en la confianza en el Padre, para entender que la propia vida en manos de Dios adquiere un valor infinito. La propia nada, la propia indigencia en manos de Dios adquiere una fuerza redentora inimaginable, capaz de alimentar a toda una multitud. Nadie vive porque sí, nadie tiene una vida insignificante, ya que toda vida tiene el más grande de los significados que es el llamado de Dios. Por eso cuando alguno siente que la propia vida es insignificante, que no sirve de nada, que es poca cosa, mira su vida con mirada errónea, con la mirada calculadora de la hablábamos al principio y que no deja obrar a Dios. Es la mirada de fe la que abre el espíritu a la confianza. Ninguna vida es insignificante para Dios, y Dios puede hacer grandes prodigios para bien de todos con la vida aparentemente más escondida y más pequeña.
Cada uno de nosotros puede alimentar a multitudes de multitudes, evidentemente no con nuestras fuerzas, sino en la confianza de que si ponemos todo lo que somos en manos de Dios, el Dios de las desproporciones puede hacer de nuestra pobreza una riqueza incalculable. Pero sólo lo puede hacer si nos ha convertido, si nos ha santificado.
Que el Espíritu Santo nos transforme en ese niño, ese niño que se pone en medio de los grandes del mundo y da todo lo que tiene, confiando "hasta la audacia" en el infinito poder del Amor del Padre. Ese niño es Cristo, el Señor.
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"La propia nada, la propia indigencia en manos de Dios adquiere una fuerza redentora inimaginable, capaz de alimentar a toda una multitud." Muy consoladoras palabaras. Gracias por este mensaje.
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