domingo, 29 de noviembre de 2009

Domingo I de Adviento - Ciclo C


Jeremías 33,14-16
1 Tesalonicenses 3,12-4,2
Lucas 21,25-28.34-36


La verdad fundamental de nuestra fe es la Encarnación, es lo que hace distinta a nuestra fe de toda otra concepción religiosa, ya que concebir a Cristo, Dios y hombre, implica para el hombre un quiebre de toda su capacidad de razonamiento lógico, porque tiene que aceptar que lo eterno se haga parte del tiempo, que el Absoluto de vuelva relativo, que lo infinito se limite a sí mismo, que lo perfecto esté sujeto a las imperfecciones. La Encarnación nos presenta la realidad de la UNION de dos extremos aparentemente opuestos, y para la sola lógica del hombre, inconciliables. Dios nos creó para santificarnos y hacernos parte de su Vida por eso cuando el Verbo se encarna la obra de la creación empieza a llegar a su plenitud, que será consumada plenamente en la Resurrección. Es que en la Encarnación lo creado se une de manera insospechada con el Creador a través del amor de Dios que salta todas las distancias y, en Cristo, une la naturaleza creada a su misma naturaleza divina.
Ahora bien, para que el hombre pudiera acoger este misterio y contemplarlo, fue necesario un camino, una historia de salvación. Dios se preparó a Israel a través larga pedagogía que fue disponiendo al corazón del pueblo para que pudiera aceptar y acoger ese don de Dios que, de suyo, supera toda capacidad de reflexión meramente racional. Dios mismo fue preparando el corazón del hombre para que pudiera contemplar en estupor de fe un misterio que nunca habría de comprender totalmente, pero que paradójicamente se hacia accesible. Esto es el Antiguo Testamento, la elección de Israel, los profetas, la historia de salvación… Un camino que Dios en su providencia traza para el hombre para que pudiera prepararse a contemplar maravillado esta Suma Belleza: Dios ama al hombre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que el mundo se salve por Él…” (Jn 3, 16-17), y tanto lo ama que, en Cristo, vence para siempre toda distancia entre Él y su creatura.

Y el tiempo de Adviento nos recuerda ese tiempo de preparación que Dios le hizo a Israel durante muchos siglos para que pudiera acoger el Don de Dios. El Adviento nos recuerda año a año que necesitamos un corazón nuevo para contemplar de verdad el pesebre. El hombre necesita disponerse y acercarse con actitud de fe para poder contemplar como hijo la maravilla del Dios encarnado. Para esto es necesario un cierto “impacto”.
El Papa Benedicto hace algunos días se reunión en la Capilla Sixtina con artistas de todo el mundo sobre la importancia del arte y la belleza. Y les decía el Papa: “…una función esencial de la verdadera belleza, de hecho, ya expuesta por Platón, consiste en provocar en el hombre una saludable "sacudida", que le haga salir de sí mismo, le arranque de la resignación, de la comodidad de lo cotidiano, le haga también sufrir, como un dardo que lo hiere pero que le "despierta", abriéndole nuevamente los ojos del corazón y de la mente, poniéndole alas, empujándole hacia lo alto” (Benedicto XVI, Discurso a los artistas, 21.11.2009)
Esta salida de lo superficial y del encierro capacita al hombre para poder contemplar lo que está allí en la realidad pero que no se percibe sin una actitud contemplativa. El impacto de la belleza hace que el hombre pueda entrar en el misterio y así el misterio entra en el hombre. El hombre en el misterio y el misterio en el hombre, y así Dios se va haciendo cada vez mas cercano a la vida y a la experiencia del hombre. La distancia se va superando.
Esto hace el Adviento, nos “sacude saludablemente” para que podamos detenernos a contemplar el misterio, la gran maravilla que significa la Encarnación y el nacimiento del Hijo de Dios.

Las lecturas que hoy nos propone la Iglesia nos iluminan para esta reflexión.
Primero el profeta Jeremías nos recuerda que Dios cumplirá sus promesas. Nos vuelve a la esperanza de que toda promesa se hará realidad plenamente y ya no habrá distancias con Dios. Es que la distancia es el obstáculo de los que se aman, la distancia física, interior, de cualquier tipo. La distancia hace doloroso al amor. Y siempre habrá distancia. Aún en el abrazo de los que se aman permanece una cierta distancia que es nuestra propia soledad. Es la distancia la herida del amor y es también así entre Dios y el hombre, la distancia de no ser aquello a lo que estamos llamados. Pero Dios promete que esa distancia se acabará. Por eso el amor siempre sigue hacia adelante y nada puede detenerlo, busca y busca romper toda distancia y dar pasos de acercamiento, que sólo se detiene como diría San Juan de la Cruz ante “la tela deste dulce encuentro”. Esa distancia sólo se supera en Cristo que, en Él, nos hace de algún modo parte de la Encarnación de Dios. Dice el Concilio Vaticano II: “El Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22): en Cristo de alguna manera todos somos parte de la Encarnación de Dios. Dios es fiel y cumplirá sus promesas y la promesa de Dios es que ya no habrá distancias en el amor, Él estará con nosotros. La promesa de Dios es en definitiva unirse íntimamente con el hombre. Eso es la santidad, la unión transformante de Dios con el hombre. El plan de Dios es la santidad, por eso no ser santos es perderse de la vida, no ser santos es no saber vivir. Y el profeta Jeremías viene a recordarnos que Dios es fiel a sus promesas.

En la Segunda Lectura el Apóstol San Pablo nos recuerda que el modo de ir preparando el corazón para ese encuentro final es permanecer en el día a día en el amor y en hacer crecer el amor, porque el amor necesita crecer, ya que no es una realidad estática sino que nos compromete a amar cada día más con el dinamismo de la vida.
El bautizado que no ama más cada día está desconociendo su propia identidad. San Pablo recuerda que esa es la actividad de la espera, amar y hacer crecer el amor mutuo.

Por ultimo está el Evangelio que no tiende a satisfacernos la curiosidad sobre lo que va a pasar el día del Hijo del hombre, sino que en un lenguaje metafórico como lo es el apocalíptico, nos invita a estar atentos y prevenidos para no dejarnos aturdir por los problemas cotidianos, por los deseos y necesidades cotidianas que por otra parte nos van haciendo cada día mas consumistas, necesitados de cosas, superficiales… No dejarnos aturdir por esas cosas, para estar preparados para ver la acción de Dios.
Esto es lo que le pasa por ejemplo a nuestra sociedad especialmente con la llegada de la Navidad, que suele ser la época en que más aturdidos vivimos, porque se termina el año, hay muchas cosas para hacer, por planificar… Todos nos vamos aturdidos y mas cerca de la fiesta de la Navidad más aún, con las compras, los regalos, y nos puede pasar que por dejarnos aturdir nos perdimos del misterio que en realidad íbamos a celebrar: Dios nos ama; tanto nos ama que quiere quitar toda distancia entre Él y nosotros, y eso es el pesebre.
El pesebre es un grito misterioso que no se percibe a simple vista sino que exige detenerse para poder captarlo. Es un grito silencioso que dice que Dios quiere vencer toda distancia para con nosotros dando ese gran paso que es la Encarnación.
Qué hermoso es contemplar el pesebre y rezar allí, donde hay un Dios que tiene deseos de encontrarse con nosotros.
Qué hermoso es hablar con alguien que tiene ganas de escucharme, de hablar conmigo. Y por el contrario que duro es no sentirse escuchado, recibido.
Por eso Dios se hace niño, se hace frágil para que yo pueda estar con Él, y que yo pueda creer que Él se goza de mi presencia. La Navidad es eso, un recuerdo de que hay un amor que nos espera. Dios en su amor quiere eliminar todas las distancias de nuestra vida, y curar las heridas de la distancia, las heridas del amor, porque, como bien dice San Juan de la Cruz: “las heridas del amor sólo las cura aquel que las hace…”
Y el Adviento será el camino que prepare nuestro corazón para contmeplar y experimentar aquel “dulce encuentro” que se realiza en el pesebre.

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