sábado, 7 de marzo de 2009

Meditación sobre la soledad (del Hermano Rafael)


11 de diciembre 1936 – viernes - a sus 25 años
Mi cuaderno
“Soledad”

Soledad… cuántas cosas se le ocurren a mi alma a propósito de esa palabra, y qué difícil es expresar la alegría de la soledad al que algunas veces tantas lágrimas le ha costado.

Sin embargo, qué alegre es estar solo con Dios… Qué paz tan grande se respira cuando nos vemos solos…, solos el alma y Dios. Qué caminos tan distintos lleva el mundo, y lleva Cristo. El mundo se busca a sí mismo y a sí mismo se encuentra. El alma que no busca a Dios, busca a otras almas, y si no las halla llora su soledad… Tristes lágrimas que amargan el corazón y no dan consuelo.

Pero el corazón que busca a Cristo ama la soledad de todo y de todos, pues es en esa misma soledad donde Jesús se muestra. Es en esa soledad donde busca a las almas; ahí las lleva a veces a costa de dolores y de sacrificios.

Dios es egoísta y no permite a sus amigos busquen otro consuelo que no sea El… Al principio los engaña con el consuelo de los hombres, mas llega un momento en que los hombres no dan más, y lo que dan es poco y al alma no le basta… Quizás lágrimas, quizás desengaños y desilusiones… ¿Qué importa? Dios lo hace, la cuestión es seguir, y si el alma sigue, se encuentra sola… ¡¡Misericordia infinita de Dios!!

Es precisamente sola donde Él la quiere. Cuánto cuesta subir esa pequeña pendiente, en la que se van dejando tantas ilusiones, a veces afectos, a veces parece que pedazos del alma entera… ¡Cuesta, Señor! ¡cuesta a veces acompañarte a esas soledades del espíritu y del cuerpo adonde quieres llevarnos!

Día tras día Jesús va haciendo su obra en el corazón de sus amigos… Paso a paso va arrancando, a veces suavemente, a veces de un golpe, tantas y tantas cosas que atan el alma a la tierra y a las criaturas…

Dejemos hacerle a Él… Él es el dueño de todo. Y efectivamente, si Dios nos quiere para sí, irremisiblemente nos llevará a la soledad, y allí nos hablará al corazón (Oseas) ¡Qué grande es Dios! ¡Qué bien hace las cosas!

Lo que al principio tanto nos cuesta, lo que tantas lágrimas nos ha hecho derramar… ¡Bendita soledad con Cristo! Es nuestro mayor consuelo en la tierra.

En esa soledad goza el alma del enorme consuelo de saberse sola de Dios. En esa soledad ama a Jesús con todas sus fuerzas, ríe con Él y llora con Él… ¿Qué más quiere? ¿Qué pueden dar los hombres? Que divina escuela es la soledad para aprender a conocer a Dios y para no esperar nada del mundo.

Bendita soledad que nos acerca a Dios y nos desprende de las criaturas. Aprendamos ahí, a acompañar a Jesús en la Cruz, y después a María, cuya alma más en el cielo que en la tierra, después de muerto su hijo nos enseña su soledad y nos invita a comprarla.

¡¡Qué grande es la misericordia de Dios!!

Qué engañados estábamos cuando creíamos que la soledad era cruz. Qué ceguera tan grande es buscar a Dios entre consuelos humanos. Bien es verdad que cuando Él quiere se manifiesta a través de mil modos y maneras…, es cierto, más siempre es a través del consuelo; es un paisaje con niebla. Es cierto que es Dios, pero está detrás…, detrás de nuestros sentidos, de nuestros sentimientos, de nuestras ilusiones…, detrás de las criaturas a las que vamos a buscar lo primero.

Dios se manifiesta al alma a través de todo eso y es una imagen suya, efectivamente, pero sin contornos, confusa, imprecisa… Es un paisaje con niebla… El paisaje está pero la niebla le desdibuja y lo primero que se ve es la niebla.

Dios está en todo, pero ese todo no es Dios. Las almas acostumbradas a ver al Criador en los más pequeños detalles de la creación, en las maravillas de la naturaleza, en la armonía del “introito” de una Misa o en el corazón de un hombre, qué duda cabe, de que gozan de Dios, y que Dios se vale de todo eso, para, muchas veces, despertar a un alma dormida.

Que efectivamente el alma ve a Dios, nadie lo duda; mas es de una manera imperfecta, pues antes de llegar al paisaje, su vista se ha detenido en la niebla…, bien sea un insecto o el sol, un trozo de música o la grandiosidad de un corazón.

Qué claramente se llega a ver, que es en la soledad de todo, donde de veras se conoce a Dios. Qué gran misericordia es la suya, cuando haciéndonos saltar por encima de todo lo criado, nos coloca en esa llanura inmensa, sin piedras ni árboles, sin cielo ni estrellas… En esa llanura que no tiene fin, donde no hay colores, donde no hay ni hombres, donde no hay nada que al alma distraiga de Dios.

Infinita bondad del Eterno, que sin merecerlo, nos coloca en esas regiones de las soledades para allí hablarnos al corazón.

Infinita paciencia la de Dios, que día tras día, noche tras noche, va persiguiendo a las almas, a pesar de las caídas de éstas, a pesar de las ingratitudes y los egoísmos, a pesar de los obstáculos que continuamente le ponemos, a pesar de escondernos muchas veces, no a su castigo, sino, vergüenza decirlo…, a su gracia.

Cómo se ensancha el alma, cuando medito aquellas divinas canciones de san Juan de la Cruz, que una de ellas dice:

“En la soledad vivía
y en la soledad ha puesto ya su nido”
(San Juan de la cruz, Cántico Espiritual 35,2)

El místico doctor, en sus anotaciones a la canción, supone al alma que ya vivía en su soledad, y que Dios, contento de esta soledad, ha puesto en ella su nido. Alma generosa la del carmelita que fue buscando a Dios en la soledad de todo; no así la mía que fue lo contrario, que es llevada de la mano del Altísimo a todas partes, y muchas veces no de buen grado, sino a rastras.

¡Misericordia infinita de Dios! ¿Qué he hecho yo, para que así me trates?

Mas ya todo acabó. Seré generoso. Seré dócil; me lleves donde me lleves, amaré lo que Tú ames, incluso el vivir, si ése es tu deseo.

Me abismaré en esa soledad del espíritu y del cuerpo para que en ella, como dice la canción, hagamos nido de amores divinos; en ella me trates, me ilustres, me guíes para que en esa senda de la vida por el mundo, no me pierda y me extravíe.

Condúceme, Señor, por ese camino de soledades, que es el seguro, pues al no haber otros que lo crucen y siendo Tú el guía ¿qué hay que temer?

En la Trapa de San Isidro, un frailecillo…, menos aún, un simple oblato, pasa por el sendero de la vida monástica, con el corazón loco de alegría en su soledad, y con los labios sellados por el silencio, pero siempre mascullando, o una canción o algún cantar, y el que ahora le toca, es la canción del fraile de Hontiveros, el hermano de Teresa:

En la soledad vivía
y en la soledad ha puesto su nido,
y en la soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido…
(San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual 35,2)

No hay comentarios:

Publicar un comentario