sábado, 8 de agosto de 2009

Seguir... seguir.... seguir... - Hermano Rafael


Del Hermano Rafael,
5 de diciembre de 1935, a sus 24 años

JHS
Seguir…
Seguir…
Seguir… sin mirar a los lados,
los ojos en la cruz,
el corazón abrasado en Amor.
Seguir sin mirar a los lados…
El Amor no permite detenerse…,
no ver las flores,
no ver las fieras,
no ver el camino…,
no ver más que el Amor de Dios que nos espera en la Cruz,
y detrás de la Cruz, María.
Seguir…
Seguir… sin otra luz ni guía, que
Amor…
Amor…
Amor…

viernes, 7 de agosto de 2009

Basta un hombre de fe para transformar a todo un pueblo

Meditación para jóvenes en el día del Santo Cura de Ars,
4 de agosto de 2009




En Francia entre el 8 de mayo de 1786 y el 4 de agosto de 1859, vivió un gran hombre: el Santo Cura de Ars. Ars era un pequeño pueblo del centro Francia, y sigue siéndolo hoy, ustedes saben muchachos que actualmente no tiene más de 300 habitantes, así que imaginen lo que sería Ars hacia principios del Siglo XIX. El futuro Santo Cura llego enviado como joven sacerdote a ese pueblo, ustedes saben que muchos dicen que a este gigante de la santidad lo ordenaron sacerdote un poco de lástima, sus informes del Seminario eran bastante negativos en cuanto al estudio, no sabia latín, no sabía nada de filosofía… Cuando fue ordenado sacerdote fue enviado junto a su padre espiritual el P. Balley, pero ante sus pocas luces el Obispo no le concedió el permiso para confesar. Fíjense chicos, cómo son las cosas de Dios, el que luego pasaría gran parte de su vida en un confesionario, no debía tener las facultades para confesar... Mas tarde, el Padre Balley habló con las autoridades eclesiásticas y él mismo fue su primer penitente. A la muerte del Padre Balley el Padre Vianney fue enviado a Ars.
Les cuento muchachos que en los círculos clericales Ars era mirado como si fuera Siberia. Era un lugar de mala fama y se decía que la desolación espiritual era aún mayor que la material. Ars era el lugar donde la gente de los alrededores iba a divertirse en tabernas o en "casas no santas" de diversión, que abundaban allí pese a ser un pueblo tan chiquito. En los primeros días de Febrero de 1818, que el Padre Vianney recibió la notificación oficial de su traslado a Ars. El Vicario General le dijo: "No hay mucho amor en esa parroquia, tu le infundirás un poco". Y esa fue su vida: poner amor en su Parroquia, llevar a todos el amor de Dios…

El Santo Cura llegó a Ars con su fe y su pobreza. Pero basta la fe de un hombre para transformar a todo un pueblo, basta un hombre santo para cambiar una sociedad e incluso el mundo. Porque saben chicos, después de cuarenta años en el pueblito de Ars no quedaba una sola taberna abierta, porque ya nadie iba a esas casas a divertirse y en cambio multitudes de toda Francia venían a ver y a tratar de confesarse con el Santo Cura. Todo había cambiado.
¿Su secreto? Se pasaba largas horas al día confesando, casi no dormía… Dicen que comía papa hervida para no perder el tiempo ni en cocinar ni en comer. Su vida era la Confesión y la Eucaristía. Hay testimonios de lo hermoso que era verlo celebrar la Misa, y dicen que era frecuente entrar a la Iglesia y ver al cura arrodillado frente al Sagrario.
Cuentan que siendo ya viejito, no tenía dientes, y no se entendía nada cuando predicaba, pero multitudes iban a escucharlo, y al sólo verlo hablar de Dios, la gente se conmovía profundamente. Se cuenta que en cierta ocasión llegó al Obispo una denuncia de que su teología al predicar era tremendamente pobre, entonces se decidió enviar de incognito a un sacerdote experto en doctrina para escucharlo y evaluarlo. En el informe este experto decía: “no es muy claro en sus ideas, casi no se entiende lo que dice, y es muy largo al predicar, pero la gente al escucharlo se conmueve profundamente, todos se acercan a Dios, se confiesan y cambian de vida”. De más está decir que la denuncia fue desechada, era evidente que el Espíritu de Dios hablaba en él…
Hoy estamos celebrando su día, el día de su entrada al cielo. Un día como hoy, hace 150 años, San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, entraba al cielo, y por este acontecimiento que celebramos hoy, el Santo Padre el Papa Benedicto XVI quiso llamar a toda la Iglesia a un “Año Sacerdotal” hasta el 11 de junio de 2010, Solemnidad del Sagrado Corazón del próximo año.
Si algo necesitamos los sacerdotes, queridas chicas y muchachos, es la absoluta e íntima convicción de que la única fecundidad del ministerio sacerdotal es la santidad de vida. El sacerdote no es mejor sacerdote cuando sabe hacer mejor las cosas, cuando predique bien, o porque sea muy simpático, o porque sepa organizar bien, trabajar mucho y bien… no es mejor sacerdote por sus dotes humanas, porque todo eso termina siendo muy superficial. Ustedes son todos muy jóvenes, pero cuando pasan los años se ve que las cosas verdaderamente importante no son las superficiales. El Papa nos llama a tomar conciencia de eso cuando propone como figura sacerdotal al Santo Cura, un hombre cuya grandeza era su gran amor a Jesucristo y su deseo de estar permanentemente con él desde su ministerio sacerdotal.
Ustedes saben queridos chicos y chicas que todos somos sacerdotes… ¡Sí! Ustedes también lo son, aunque les sorprenda. Hay un sacerdocio bautismal que hace a toda la Iglesia un Pueblo Sacerdotal. O sea, lo digo en fácil, ustedes como laicos también ejercen el único Sacerdocio de Cristo cuando ofrecen al Padre lo que les toque ofrecer en la vida… Por ejemplo cuando sus madres se levantan temprano y hacen sus tareas de madre preparándoles el desayuno, o cuando haces las tareas domesticas, o cuando sus padres pasan horas de su día trabajando en la oficina, o cuando ustedes están estudiando por ejemplo “Derecho Tributario”, y pasan horas frente a un libro estudiando, o haciendo ejercicios de Análisis Matemático… lo que hacen entonces chicos es ejercer su sacerdocio bautismal. Es el sacerdocio de los laicos, que le entregan a Dios lo cotidiano. Cristo es el Único Sacerdote, el que ofrece el mundo al Padre. Cuando ustedes ejercen su sacerdocio bautismal ofrecen a Dios el mundo, haciendo sagrado lo cotidiano. Y eso es lo propio del laico: santificar con su vida y su fe las realidades temporales, al entregar a Dios lo que hacen, en Cristo hacen sagrada la vida humana. Pero además, Dios elige a hombres de este pueblo para que participen de su sagrada misión de apacentar al rebaño en nombre de Cristo y de encarnar a Cristo Buen Pastor en medio de la Iglesia: estos son los sacerdotes.
Seamos claros muchachos, no está mal que lo digamos: muchas veces parece que muchos sectores de la sociedad están enemistados con la Iglesia y más específicamente con los sacerdotes. Hoy día los sacerdotes hemos perdido el prestigio que teníamos en otras épocas, y muchas veces la gente al ver un sacerdote piensa mal, influenciados por los medios, o por simples prejuicios ambientales. Hoy es casi un desprestigio ser sacerdote., y hasta cierra muchas puertas a diferencia de otras épocas… Y aunque esto sea una realidad dolorosa y difícil y muchísimas veces injusta, sin embrago creo que es un gran regalo de Dios pasar por esta prueba. Y digo un regalo de Dios porque nos impulsa a los sacerdotes a llevar una vida más pobre y despojada, la pobreza de sentirse nada. Hace algunos años nadie se atrevía a contradecir a un sacerdote, había un respecto quizás excesivo… Hoy ya no es así, y está bien que así sea, porque hoy la gente en general es muy cuestionadora, los tiempos han cambiado y esto a nosotros nos sirve para que pongamos los sacerdotes nuestra mirada y nuestro apoyo UNICAMENTE en Jesucristo, el Señor.
Así es, muchachos, lo único que tiene el sacerdote para dar es su vida. Ni sus capacidades humanas, ni sus logros, nada de eso vale en sí mismo: todo lo que tiene para dar es su vida, porque la vida es fecunda cuando en manos de Dios produce grandezas en su propia vida y en la de los demás. ¿Y saben por qué? Porque su vida es la vida Cristo, y Cristo es la Gracia que hace meritoria toda ofrenda humana...
La Iglesia necesita sacerdotes santos y los sacerdotes necesitamos de la oración de la Iglesia. El Papa Benedicto XVI pedía hace poco a las consagradas que ejerzan una suerte de “maternidad espiritual” para con los sacerdotes. Los sacerdotes necesitan la oración de todos los fieles.
En este día del Cura de Ars que bueno si cada uno de nosotros nos sentimos llamados a interceder por los sacerdotes, es un don y una gracia. Necesitamos sacerdotes santos y eso le pedimos a Dios. Y que Dios llame a muchos a entregar su vida a Cristo como sacerdotes Suyos para su pueblo. Estoy totalmente seguro que Dios llama a muchos jóvenes HOY a que sean sacerdotes. Estoy convencido que Dios ha sembrado en muchos la semilla de la vocación sacerdotal, es verdad que quizás esa semilla no ha caído en tierra fértil, pidamos a Dios la gracia que muchos sigan a Cristo. Eso le pedimos a Dios en este día del Cura de Ars: que muchos muchachos como ustedes (quizás de entre ustedes también) sientan el deseo hondo de ser sacerdotes y tengan el valor para decirle “sí” al Señor. Que muchos jóvenes quieran ser sacerdotes, no por lo que ven, sino por lo que desean, no porque vean cosas que les atraigan sino porque esperan maravillosas obras de Dios a través del ministerio sacerdotal.
Que María la Madre de la Iglesia, la Madre de los sacerdotes interceda siempre por nosotros, para que nunca nos falten sacerdotes santos, felices, llenos de fe, que nos den el perdón de Dios y que nos alimenten con su Palabra y con la Eucaristía.

Hermosa obligación del hombre: orar y amar - San Juan María Vianney


De la catequesis de san Juan María Vianney, presbítero

Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en La tierra, sino en el cielo. Por esto nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro.
El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo.
La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable:
En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre creatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión.
Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada.
Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo. En la oración hecha debidamente; se funden las penas como la nieve ante el sol.
Otro beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que el tiempo se me hacía corto.
Hay personas que se sumergen totalmente en la oración, como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con él, del mismo modo que hablamos entre nosotros. Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: «Sólo dos palabras, para deshacerme de ti...» Muchas veces pienso que, cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro.

lunes, 3 de agosto de 2009

Domingo XVIII - Ciclo B


Ex 16,2-4.12-15
Efesios 4,17.20-24
Jn 6,24-35


Desde el domingo pasado estamos proclamando en la Misa el capítulo 6 del Evangelio de Juan, un largo y hermoso relato y discurso que nos hace reflexionar sobre cómo Dios alimenta al mundo, nuestra vida, nuestra fe, nuestro corazón.
En la primera lectura escuchamos un episodio dramático de la historia de Israel. El pueblo esclavizado en Egipto durante mucho tiempo siempre había añorado la libertad. Israel en Egipto añoraba tierra y libertad, es decir añoraba ser un pueblo en definitiva, de lo cual la tierra y la libertad son garantía. Ideales añorados por generaciones y generaciones, pero en el camino de la libertad, cuando logran escaparse de la esclavitud el hambre, las carencias les hacen perder vista lo que les está pasando. El sufrimiento les hace olvidarse quiénes son y a dónde están yendo y pierden conciencia de lo que les está pasando en realidad: están camino de la libertad, camino de realizar su vocación, su plenitud, pero no pueden verlo y como tienen hambre, ahora llegan a añorar la esclavitud, porque piensan en las cacerolas, el pan, la carne… Dios llega a su necesidad y los alimenta, pero los invita a seguir caminando por el desierto y les queda mucho camino por delante.
Y en el Evangelio hemos escuchado la escena siguiente a la multiplicación de los panes que hemos proclamado el domingo pasado. Aquí Jesús se encuentra otra vez con la multitud que había ido a buscarlo y les descubre las reales motivaciones de su seguimiento: “encontraron comida”. Pero tampoco Cristo se queda en esa necesidad superficial sino que los invita a un terreno mas profundo: entender el sentido de la vida. Cristo dice: “Yo soy el Pan de Vida, el que viene a Mí jamás tendrá hambre…” Toda necesidad es un emergente de la verdadera necesidad que tenemos: la necesidad de amor, la necesidad de sentido. Necesidad de que la vida tenga un norte, un hacia donde, un para qué, y encontrando ese sentido encontrar el motor que nos mantenga en camino. Ese es el Pan que viene a darnos Cristo: Él mismo, el Pan que saciará esa necesidad. El es el Pan que al mostrarnos el norte que necesitamos, nos enseña quienes somos y qué estamos llamados a ser.
Pero hay un drama: nos puede pasar lo que describe el Apóstol Pablo en la segunda lectura de hoy: nos circunda un espíritu de superficialidad que nos pone en riesgo de perder de vista nuestra identidad (quienes somos) y nuestra vocación última (qué estamos llamados a ser). Y por eso es necesaria la prueba, para descubrir dónde hemos de poner nuestro corazón. Jesús invita en el Evangelio a trabajar por el alimento que perdura hasta la vida eterna y no por el perecedero. Y cuantas veces ponemos nuestra fuerza, esperanza, y a hasta nuestra vida en cosas materiales y tarde o temprano perdemos la paz. Atados a las cosas, perdemos de vista lo que nos pasa, lo que vivimos, lo que de verdad necesitamos, porque tenemos el corazón en cosas superficiales que aparentemente nos sacian y se pierde lo profundo: el sentido y el amor. La saciedad y la comodidad se pueden convertir en un enemigo que adormece. Por eso en este camino de la vida muchas veces somos probados como el pueblo en el desierto experimentamos el abandono, la necesidad, la confusión, y bajamos los brazos y nos tiramos a menos.
Nuestro problema de fondo es que atados a las cosas y dependientes de ellas no podemos volar hacia Dios. Es necesario a veces pasar por experiencias que nos hacen tomar conciencia de que “todo es nada” y volver a equilibrar y jerarquizar todo en nuestra vida. Claro que cuando atravesamos la tormenta la sufrimos de tal modo que por lo general en ese momento no podemos evaluar nada y nos agarramos de donde podemos. Pero cuando ya ha pasado la tormenta podemos leer las cosas de otro modo y aprender para las crisis venideras. Y así vamos priorizando los valores y las opciones de nuestra vida.
Qué hermoso es vivir la vida con esperanza, que no consiste sólo en creer que las cosas van a mejorar, sino en la plena conciencia de que el destino del hombre es una felicidad imposible de imaginar. Estamos llamados a una felicidad mucho más plena de la que nos podemos imaginar, entender que Dios nos ha pensado para un destino que nosotros ni siquiera somos capaces de soñar, que Dios con instrumentos muy pobres y limitados como somos nosotros, puede hacer obras gigantes, enormes. La esperanza es entender no con un simple optimismo hacia el futuro sino desde la verdad de lo que hoy somos, que Dios nos ha elegido para hacer una obra grande: creer en Cristo. Esta es la obra más grande que podemos hacer. Creer en Cristo y jugarse a fondo por eso que creemos, en las opciones concretas y cotidianas. Creer en Cristo y manifestarlo con nuestras opciones, con nuestros actos concretos, con el uso del dinero, con la distribución de nuestro tiempo. Creer en Cristo y manifestarlo con el uso de nuestras palabras, en el modo que hablamos con los demás y de los demás. Creer en Cristo no es sólo hacer un acto de la inteligencia sino también de la voluntad: creer en Cristo es amarlo y amar. Por mucho que sepa de Él, sin amor no hay verdadero conocimiento de Cristo, no hay “obra de Dios” en nosotros. Esa es la obra de Dios, el alimento para nosotros y para el mundo.
Que Dios nos renueve hoy la fe. Nuestra vocación es la santidad. Dios no nos hizo para que nos conformemos con ser buenos, exitosos, simpáticos o buena gente. Dios nos hizo para la santidad porque los santos son el pan de Dios para el mundo de hoy. Los santos son “la obra de Dios”.
No nos quedemos en la superficie, no nos quedemos en las tribulaciones o necesidades y miremos nuestra identidad y nuestra vocación: Dios nos hizo para la santidad, es decir para que podamos llegar a nuestra máxima capacidad de amar. El que dejó de aspirar a la santidad está en el desierto llorando por las cebollas de Egipto, está llorando por cosas son importantes pero que no pueden quitarnos la paz. No podemos perder la paz por cosas que no dan paz, ni amor, ni alegría... Esta gran crisis financiera mundial que estamos atravesando lo muestra claramente: “todo pasa”, “todo es nada”… Han caído bancos, instituciones, capitales que parecían invencibles. Y muchos sienten entonces que la vida se derrumba.
Ojalá Dios nos regale descubrir cuál es el Verdadero Pan de la Vida: Cristo, y pongamos nuestro deseo en lo que realmente es importante en la vida. Porque vivir un día superficialmente es perder un día de la vida, me desperté y me acosté, pero no viví. Un día que no amé, que no gocé, que no agradecí a Dios, un día que no soñé con cosas inalcanzable, que no reí, es un día perdido. Un día sin amor, un día sin Dios es un día perdido. Basta de perder días de la vida por cosas vanas y superficiales, porque todo es nada al lado de Dios. Fuimos hechos para Dios y sólo Dios puede darnos el alimento que dura para la Vida Eterna, y nada que no sea Dios puede darnos nada. Ese alimento es Cristo, ese alimento está vivo. Ese alimento es Cristo y vive en la Eucaristía, y un día sin Cristo es un día sin Eucaristía es un día perdido…