Del Evangelio según san Marcos (4, 35-41)
Al atardecer de ese mismo día, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla.» Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya.
Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?»
Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!» El viento se aplacó y sobrevino una gran calma.
Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?»
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen.»
Nuestra distancia con Dios, nuestra distancia de naturaleza, hace que no podamos conocer a Dios desde la sola experiencia. Lo que vivimos suscita distintas reacciones y situaciones subjetivas interiores. Si nuestro conocimiento de Dios dependiera tan sólo de nuestra experiencia quizás nuestra imagen de Dios sería totalmente distinta a la imagen del Dios revelado por y en Jesucristo. Porque ciertamente en la vida hay muchas situaciones donde podemos sentir que la realidad nos es hostil, y esto nos sumerge en una muy profunda soledad.
Y por eso es que los existencialistas ateos tienen razón: la vida es un absurdo, somos una pasión inútil, simples seres arrojados sin sentido alguno a la existencia, los otros son un infierno, la vida es una náusea, la muerte de Dios. Y digo que tienen razón porque estas afirmaciones que provienen de filósofos contemporáneos más o menos conocidos por todos, no nacen de un laboratorio intelectual, de la sola elucubración racional, sino que provienen de la experiencia de la vida mirada sin fe. Es verdad, todo eso es la vida sin Dios… La vida mirada sin fe es un devenir azaroso, y nunca se sabe de dónde venimos, hacia donde vamos ni siquiera dónde estamos. No hay sentido, y por eso no hay futuro.
Ante la experiencia del mal, del desconcierto, de lo inexplicable podemos comprender con facilidad la vivencia de los apóstoles en este texto que acabamos de proclamar: Jesús se duerme en medio de la tormenta… Este dormirse del Señor es muy significativo. Es muy difícil, casi imposible que alguien pueda dormirse en una barca zarandeada por las olas, con agua que entra, con gritos y movimiento de los que van en ella… El dormirse del Señor es más inexplicable aún que la tormenta. El mismo Papa Benedicto decía en Auschwitz: “¡Cuántas preguntas se nos imponen en este lugar! Siempre surge de nuevo la pregunta: ¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción, este triunfo del mal? Nos vienen a la mente las palabras del salmo 44, la lamentación del Israel doliente: “Tú nos arrojaste a un lugar de chacales y nos cubriste de tinieblas. (...) Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y nuestra opresión? Nuestro aliento se hunde en el polvo, nuestro vientre está pegado al suelo. Levántate a socorrernos, redímenos por tu misericordia”
Las preguntas que nacen del sufrimiento. Y Jesús se despierta en esa barca en peligro e increpa a la realidad hostil y todo se calma. Ese increpar de Jesús actúa especialmente en el corazón del hombre. Este grito imperativo de Jesús manda al corazón y a la razón del sufriente a que tengan fe y confianza en su Amor y su bondad. Y entonces hasta el corazón atravesado por el dolor o la razón llena de desazón, desconcierto y duda, ante el grito del Señor pueden arrojarse y creer en Él. ¿Quién es éste que hace que yo pueda creer y confiar aún en medio de tanto sufrimiento, de tanta adversidad, de tanto sin sentido aparente?
La aparente ausencia de Dios es parte de la vida y de la experiencia del hombre, y está recogida ya desde los salmos, o Job y tantos gritos bíblicos que llegan al culmen en las palabras del Salmo dichas por Cristo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado…”
El Señor nos invita a vivir en la fe para no tener miedo. Y la fe es un modo de interpretar la realidad, aunque la experiencia me diga algo distinto, yo le creo a la Palabra de Dios, que me dice que Dios es Amor, que está detrás de todo, que nos busca nos perdona y nos salva.... Para confiar en Dios es necesaria la fe.
Todo, absolutamente todo lo que acontece brota del Amor de Dios. Todo viene de Dios, porque como dice San Pablo: “Dios dispone de todas las cosas para el bien de los que lo aman”. Por la fe somos capaces de atravesar las tormentas de la vida, por la fe somos capaces de confiar en que nunca estaremos solos, porque Cristo vive para siempre en la barca de la historia y de cada una de nuestras vidas.
La fe nos convence con íntima certeza que la vida no está arrojada al absurdo, no es una náusea, y que nuestra identidad no es ser una pasión inútil, sino que la vida es vocación, es llamado que viene del amor infinito y bueno de Dios que hacia ese Amor infinito nos conduce. Dios es Amor y todo lo que vivimos proviene del Amor.
Que el Señor nos conceda hoy la gracia de la fe confiada que no dude del amor de Dios en las vicisitudes de la vida.
Que la Virgen Madre nos alcance de su Divino Hijo esa fe y confianza que brota del corazón que ama a Dios.
Al atardecer de ese mismo día, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla.» Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya.
Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?»
Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!» El viento se aplacó y sobrevino una gran calma.
Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?»
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen.»
Nuestra distancia con Dios, nuestra distancia de naturaleza, hace que no podamos conocer a Dios desde la sola experiencia. Lo que vivimos suscita distintas reacciones y situaciones subjetivas interiores. Si nuestro conocimiento de Dios dependiera tan sólo de nuestra experiencia quizás nuestra imagen de Dios sería totalmente distinta a la imagen del Dios revelado por y en Jesucristo. Porque ciertamente en la vida hay muchas situaciones donde podemos sentir que la realidad nos es hostil, y esto nos sumerge en una muy profunda soledad.
Y por eso es que los existencialistas ateos tienen razón: la vida es un absurdo, somos una pasión inútil, simples seres arrojados sin sentido alguno a la existencia, los otros son un infierno, la vida es una náusea, la muerte de Dios. Y digo que tienen razón porque estas afirmaciones que provienen de filósofos contemporáneos más o menos conocidos por todos, no nacen de un laboratorio intelectual, de la sola elucubración racional, sino que provienen de la experiencia de la vida mirada sin fe. Es verdad, todo eso es la vida sin Dios… La vida mirada sin fe es un devenir azaroso, y nunca se sabe de dónde venimos, hacia donde vamos ni siquiera dónde estamos. No hay sentido, y por eso no hay futuro.
Ante la experiencia del mal, del desconcierto, de lo inexplicable podemos comprender con facilidad la vivencia de los apóstoles en este texto que acabamos de proclamar: Jesús se duerme en medio de la tormenta… Este dormirse del Señor es muy significativo. Es muy difícil, casi imposible que alguien pueda dormirse en una barca zarandeada por las olas, con agua que entra, con gritos y movimiento de los que van en ella… El dormirse del Señor es más inexplicable aún que la tormenta. El mismo Papa Benedicto decía en Auschwitz: “¡Cuántas preguntas se nos imponen en este lugar! Siempre surge de nuevo la pregunta: ¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción, este triunfo del mal? Nos vienen a la mente las palabras del salmo 44, la lamentación del Israel doliente: “Tú nos arrojaste a un lugar de chacales y nos cubriste de tinieblas. (...) Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y nuestra opresión? Nuestro aliento se hunde en el polvo, nuestro vientre está pegado al suelo. Levántate a socorrernos, redímenos por tu misericordia”
Las preguntas que nacen del sufrimiento. Y Jesús se despierta en esa barca en peligro e increpa a la realidad hostil y todo se calma. Ese increpar de Jesús actúa especialmente en el corazón del hombre. Este grito imperativo de Jesús manda al corazón y a la razón del sufriente a que tengan fe y confianza en su Amor y su bondad. Y entonces hasta el corazón atravesado por el dolor o la razón llena de desazón, desconcierto y duda, ante el grito del Señor pueden arrojarse y creer en Él. ¿Quién es éste que hace que yo pueda creer y confiar aún en medio de tanto sufrimiento, de tanta adversidad, de tanto sin sentido aparente?
La aparente ausencia de Dios es parte de la vida y de la experiencia del hombre, y está recogida ya desde los salmos, o Job y tantos gritos bíblicos que llegan al culmen en las palabras del Salmo dichas por Cristo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado…”
El Señor nos invita a vivir en la fe para no tener miedo. Y la fe es un modo de interpretar la realidad, aunque la experiencia me diga algo distinto, yo le creo a la Palabra de Dios, que me dice que Dios es Amor, que está detrás de todo, que nos busca nos perdona y nos salva.... Para confiar en Dios es necesaria la fe.
Todo, absolutamente todo lo que acontece brota del Amor de Dios. Todo viene de Dios, porque como dice San Pablo: “Dios dispone de todas las cosas para el bien de los que lo aman”. Por la fe somos capaces de atravesar las tormentas de la vida, por la fe somos capaces de confiar en que nunca estaremos solos, porque Cristo vive para siempre en la barca de la historia y de cada una de nuestras vidas.
La fe nos convence con íntima certeza que la vida no está arrojada al absurdo, no es una náusea, y que nuestra identidad no es ser una pasión inútil, sino que la vida es vocación, es llamado que viene del amor infinito y bueno de Dios que hacia ese Amor infinito nos conduce. Dios es Amor y todo lo que vivimos proviene del Amor.
Que el Señor nos conceda hoy la gracia de la fe confiada que no dude del amor de Dios en las vicisitudes de la vida.
Que la Virgen Madre nos alcance de su Divino Hijo esa fe y confianza que brota del corazón que ama a Dios.
Gracias Viejo!! llena de esperanza... abrazo!!
ResponderEliminarHola Padre, estuvimos ayer en misa en Esclavas y te escuchamos. Muy lindas palabras, Fabi. Te mandamos un gran abrazo. Paul y Mary
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