“La única verdad es la realidad” dice
el clásico adagio peronista que seduce con la belleza de su misma lógica. Y si la
frase quizás tenga un origen en la cosmovisión aristótelica del mundo, en Perón
significaba un modo de concebir la historia, el mundo, la política y por ende
la praxis: más que los “relatos” y la imagen, lo que cuenta es el conocimiento
de lo real, es decir, de las cosas tal como son.
En estos tiempos que corren, tanto en
política como en liderazgo en general, este clásico axioma es más expresado que
creído, más postulado que tomado en serio. Hoy en día lo que cuenta es la
imagen, las encuestas, los gestos en tanto que vistos. Hoy en día el adagio
sería: la única verdad es lo que se ve, o mejor aún, cómo se ve lo que se ve.
Y aunque me fascinaría aquí ponerme a
pensar sobre la relación del sujeto y el objeto en la dinámica del
conocimiento, sin embargo paso por alto ese tema de verdad interesante para
tratar de pensar en los límites a los que nos lleva esta hermenéutica del
mundo, y de sus consecuencias sociales, específicamente en la praxis política.
También en la política pareciera que
“la imagen lo es todo”, quizás por eso percibimos a tantos actores de la vida
pública nacional demasiado preocupados por su imagen, por su nivel de
aceptación en las encuestas, por cómo miden y los vemos a veces lejanos de la realidad en
sí. Se alejan a tal punto de la sociedad que sorprenden cada tanto con
declaraciones o actitudes que parecen surrealistas o sacadas de alguna película
grotesca, pero que no son otra cosa que la consecuencia de su percepción de las
cosas. Francisco es un fenómeno que fascina,
quizás entre muchos factores porque entiende que la realidad es lo verdadero,
pero también porque sabe mostrar que lo entiende.
El Papa asume su cargo de jefe de la Iglesia
en un momento crítico de la institución, aquejada por un envejecimiento progresivo y notable. Llegó a una estructura gobernada, al menos hace veinte años por
hombres muy ancianos y con evidentes e importantes limitaciones a causa de la
vejez, como fue el caso de Juan Pablo II desde los años 90 y de Benedicto XVI
que ya asumió el Papado a los 77 años y luego de haber sufrido un accidente
cerebro vascular. En ese contexto de “envejecimiento” llega Bergoglio, un hombre que
pese a ser ya casi anciano (“nosotros los viejos” dijo en más de un discurso
papal) comprendió inmediatamente que la Iglesia necesitaba un liderazgo
carismático y joven. Y se animó entonces a realizar al principio algunos
pequeños cambios que sacudieron en el bimilenario protocolo eclesiástico y
hasta escandalizaron a más de uno. Pero el mensaje era claro: vamos a cambiar,
no le vamos a tener miedo a los cambios, no le vamos a tener miedo al miedo de
los demás. Y fue el primero que asumió ese riesgo desde el primer minuto
como Papa al salir al balcón con su vieja cruz de metal negro y la sencilla
sotana blanca. Y luego empezó a “bombardear” a la opinión pública mundial
con actitudes, palabras y gestos que mostraban claro una cosa: éste hombre
conoce en carne propia la vida de los hombres. ¿Por qué puede hacer todo esto? Porque
se dio cuenta del problema real de la Iglesia y quiere actuar en consecuencia.
Fue a Lampedusa, según sus propias
palabras, “a llorar por los inmigrantes ilegales que mueren” tratando de entrar
a Italia, y dio un grito revolucionario a Europa y al mundo. Allí, mientras él
celebraba la Misa sobre una vieja barca de madera que usaron unos refugiados
para llegar a la tierra, se veía un cartel que decía “tú eres uno de nosotros”.
Era una tela grande, estaba pintada con aerosol, colgaba de una de las casas de
la isla, era un cartel “casero” no preparado por ningún asesor de imagen sino
la confirmación del éxito de su capacidad de comunicación: a todos les queda
claro, el Papa es uno de nosotros.
El nuevo liderazgo de Francisco
consiste en buscar entender la realidad -aunque dé miedo o desagrade-,
enfrentarla -aunque moleste e incomode-, y tener la valentía y la libertad para
querer transformarla.
De eso se trata la novedad del
liderazgo de Francisco, un hombre que no se preocupa sólo de su imagen, ni sólo
de hacer lo correcto, sino de ambas cosas, que si no se dan simultáneamente,
corroen y aíslan a quien ejerce el liderazgo. Estas dos lecciones debieran
aprender todos los líderes de nuestro tiempo.
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