Fragmento de la homilía de la Santa Misa de Apertura del Año de la fe,
jueves 11 de octubre de 2012
"Pero debemos ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y
lo inauguró: el beato Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en estos términos: «El
supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina
cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La tarea
principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel
tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que
esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se
profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962],
790. 791-792). Así decía el Papa Juan en la inauguración del Concilio.
A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces
ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con
relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe
en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla
al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo
y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy
irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en
una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la
Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al
hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva
evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es
necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los
documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión.
Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así
decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar
también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia
del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer
en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite
acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en
materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha
preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una
fe viva en un mundo en transformación.
Si sintonizamos con el planteamiento auténtico que el beato Juan XXIII quiso
dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este Año de la fe,
dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar en el
depósito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían
volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al
diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca
firme sobre la que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos
aceptaron sin discernimiento la mentalidad dominante, poniendo en discusión las
bases mismas del depositum fidei, que desgraciadamente ya no sentían como
propias en su verdad.
Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva
evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad,
todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es
la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está
contenida en sus documentos. También la iniciativa de crear un Consejo
Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que agradezco
su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta en esta
perspectiva. En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si
ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la
historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora
lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío.
Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es
como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para
nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo
que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los
signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados
de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas
de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de
esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia
de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar
testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. (...) El viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha
aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los
peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por
casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten
hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos
encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así
podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los
desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es
esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el
Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el
evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II
son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años."
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