"Quiero detenerme un poco en la virtud de la humildad, porque antes del cristianismo no aparece en el catálogo de las virtudes; es una virtud nueva, la virtud del seguimiento de Cristo. Pensemos en la Carta a los Filipenses, en el capítulo dos: Cristo, siendo de condición divina, se humilló, aceptando la condición de esclavo y haciéndose obediente hasta la cruz (cf. Flp 2, 6-8). Este es el camino de la humildad del Hijo que debemos imitar. Seguir a Cristo quiere decir entrar en este camino de la humildad. El texto griego dice tapeinophrosyne (cf. Ef 4, 2): no ensoberbecerse, tener la medida justa. Humildad. Lo contrario de la humildad es la soberbia, como la razón de todos los pecados. La soberbia es arrogancia; por encima de todo quiere poder, apariencias, aparentar a los ojos de los demás, ser alguien o algo; no tiene la intención de agradar a Dios, sino de complacerse a sí mismo, de ser aceptado por los demás y —digamos— venerado por los demás. El «yo» en el centro del mundo: se trata de mi «yo» soberbio, que lo sabe todo. Ser cristiano quiere decir superar esta tentación originaria, que también es el núcleo del pecado original: ser como Dios, pero sin Dios; ser cristiano es ser verdadero, sincero, realista. La humildad es sobre todo verdad, vivir en la verdad, aprender la verdad, aprender que mi pequeñez es precisamente mi grandeza, porque así soy importante para el gran entramado de la historia de Dios con la humanidad. Precisamente reconociendo que soy un pensamiento de Dios, de la construcción de su mundo, y soy insustituible, precisamente así, en mi pequeñez, y sólo de este modo, soy grande. Esto es el inicio del ser cristiano: vivir la verdad. Y sólo vivo bien viviendo la verdad, el realismo de mi vocación por los demás, con los demás, en el cuerpo de Cristo. Vivir contra la verdad siempre es vivir mal. ¡Vivamos la verdad! Aprendamos este realismo: no querer aparentar, sino agradar a Dios y hacer lo que Dios ha pensado de mí y para mí, aceptando así también al otro. Aceptar al otro, que tal vez es más grande que yo, supone precisamente este realismo y amor a la verdad; supone aceptarme a mí mismo como «pensamiento de Dios», tal como soy, con mis límites y, de este modo, con mi grandeza. Aceptarme a mí mismo y aceptar al otro van juntos: sólo aceptándome a mí mismo en el gran entramado divino puedo aceptar también a los demás, que forman conmigo la gran sinfonía de la Iglesia y de la creación. Yo creo que las pequeñas humillaciones que día tras días debemos vivir son saludables, porque ayudan a cada uno a reconocer la propia verdad, y a vernos libres de la vanagloria, que va contra la verdad y no puede hacernos felices y buenos. Aceptar y aprender esto, y así aprender y aceptar mi posición en la Iglesia, mi pequeño servicio como grande a los ojos de Dios. Precisamente esta humildad, este realismo, nos hace libres. Si soy arrogante, si soy soberbio, querré siempre agradar, y si no lo logro me siento miserable, me siento infeliz, y debo buscar siempre este placer. En cambio, cuando soy humilde tengo la libertad también de ir a contracorriente de una opinión dominante, del pensamiento de otros, porque la humildad me da la capacidad, la libertad de la verdad. Así pues, pidamos al Señor que nos ayude, que nos ayude a ser realmente constructores de la comunidad de la Iglesia; que crezca, que nosotros mismos crezcamos en la gran visión de Dios, del «nosotros», y que seamos miembros del Cuerpo de Cristo, que pertenece así, en unidad, al Hijo de Dios."
Fragmento de la LECTIO DIVINA dada por el Papa Benedicto XVI en "Encuentro del Santo Padre con el clero de Roma por el inicio de la Cuaresma" En el aula Pablo VI, el jueves 23 de febrero de 2012
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