Los grandes deseos se forjan en grandes corazones. Y al ver la historia del mundo, y especialmente la historia de la Iglesia, se ve claro que la tela con que Dios irrumpe en la vida de los hombres suele ser la de las almas grandes, los hombres magnánimos… Pero… ¿cómo es grande un hombre?... ¿cuándo es grande su alma…?
Miremos las veces que hemos sido sacudidos por la voz de Dios que nos recordó con un grito nuestra más honda vocación. Por ejemplo la muerte del Papa Juan Pablo II, que puso de manifiesto algo que parecía olvidado: en definitiva en la vida sólo importa la santidad.
Y de eso se trata… de soñar con la santidad, de desearla, de anhelarla.
Porque un día nos llega del cielo una señal, la voz de Dios que nos dice que nos quiere santos, gigantes, en busca de la santidad que, por otra parte, es pura GRACIA. Nos llega entonces la vocación de buscar lo imposible, de esperar confiados lo que no podemos lograr…
Al alma pequeña del hombre, le entra el sueño infinito de Dios… “Habéis puesto tanto amor en un alma tan pequeña, Señor, y tan miserable” dice el hermano Rafael. La “locura” de Dios de compartir su vida con los hombres, su deseo de inhabitarlo, de ser amor en la pobre y pequeña existencia humana. Y el alma chiquita se vuelve hogar del sueño infinito.
Muchas veces la voz de Dios surge como inspiración en el corazón, como anhelo oculto, pequeño, un poco tímido al principio, a veces vacilante, pero que va tomando fuerza y de repente se vuelve fuego, certeza, para volverse noche otra vez y oscuridad… Así nos van surgiendo las “inspiraciones” que nos manifiestan de modo humano realidades que nos trascienden. Es el Señor que así va moldeando esa santidad “particular” que él sueña para mí, para cada uno. A través de las inspiraciones del corazón, el hombre se va ejercitando en escuchar la voz de Dios y en obedecerlo y arriesgarse por él; como Pedro, que había pescado la noche entera sin sacar nada, pero que supo claramente que si “Él” lo decía, había que echar las redes otra vez… “y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse…” (Cf. Lc 5,5-6)
La “inspiración” surge en el corazón, y el hombre entonces inicia su lucha y su discernimiento. Existen criterios objetivos que nos ayudan a discernir el origen de esa voz. Son criterios madurados y cobijados en el seno de la Iglesia, a través de sus grandes maestros espirituales, de la doctrina de la fe y de la prudencia de los pastores (jerarquía, confesores, superiores, directores espirituales…). Supuesta esta instancia de recto y sano discernimiento de las mociones del espíritu, entonces empieza la lucha personal, como el profeta que se descubre demasiado joven (Jer. 1,6), o Moisés que pone la objeción de no saber hablar (Ex. 4,10).
Pero Dios, que pide todo, no lo pide de golpe, sino de a poco. Nos va haciendo como un “noviciado de la entrega”. Nos pone en el corazón inspiraciones de su gracia, y el corazón se va familiarizando con su voz y la voluntad va aprendiendo a obedecerlo. Así, cada vez que somos fieles a las inspiraciones interiores, éstas crecen dentro de nosotros a la vez que nos hacen crecer:
“Toda fidelidad a una inspiración es recompensada por inspiraciones cada vez más frecuentes y más fuertes. Es como si el alma se entrenara para llegar a una percepción cada vez más clara de la voluntad de Dios y a una mayor facilidad para cumplirla.”
Y todas las inspiraciones van sembrando en nuestra vida espiritual la semilla de la santidad. Es la santidad el anzuelo que se esconde detrás de la “carnada”. Cada inspiración, en definitiva, es como si fuera una excusa para llevar al corazón el deseo ardiente de santidad. Y sólo cuando llega ese deseo el alma se convierte de verdad en soñadora…
¡El hombre se conoce por sus sueños! Por sus deseos… Dice San Agustín:
"Toda la vida del buen cristiano es un santo deseo. Lo que deseas no lo ves todavía, mas por tu deseo te haces capaz de ser saciado cuando llegue el momento de la visión. Supón que quieres llenar una bolsa, y que conoces la abundancia de lo que van a darte; entonces tenderás la bolsa, el saco, el odre o lo que sea; sabes cuán grande es lo que has de meter dentro y ves que la bolsa es estrecha, y por esto ensanchas la boca de la bolsa para aumentar su capacidad. Así Dios, difiriendo su promesa, ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz de sus dones"
El deseo de santidad es deseo madurado en el silencio, en la cruz, en la contemplación del misterio. Nos dice Agustín que nuestra vida es ejercitarnos en el deseo. Ese ejercicio es, en definitiva, querer ver a Jesús.
Cuando el Señor pone en nuestros corazones un deseo es porque quiere realizarlo, y así nuestros sueños nos dan la medida de nuestra alma. Almas pequeñas con grandes anhelos. ¿No es acaso irracional que un corazón pobre como el nuestro aspire a tanto amor? No, no lo es. Sólo parece serlo a causa de nuestra pequeñez, pero allí irrumpe la lógica de Dios, la fuerza de lo débil, de lo pequeño, de lo oculto.
Un pobre corazón se vuelve hogar de un sueño infinito y ese pobre corazón tiene en sí, entonces, algo de infinito. Nuestra vida espiritual es dejarnos conducir por el Espíritu Santo, dejarnos hacer. Escuchar su voz en el fondo del alma y animarse a seguir sus impulsos, que desinstalan, cuestionan, nos deja solos, nos vuelve incomprendidos, pero que también nos dan la certeza de la grandeza y el poder transformador y redentor de lo pequeño y de lo oculto. La acción del Espíritu nos vuelve pobres pero hace, a la vez, que nuestra pequeñez adquiera una cierta forma de grandeza.
Sólo existe una grandeza posible: ser santos. ¡Y es la vez tan imposible! Nada podemos hacer, sólo podemos dejarnos hacer. Es la imposibilidad la que nos instala en el deseo, la imposibilidad y el amor, experiencias contradictorias que hacen crujir al alma y nos hacen comprender aquel grito de san Juan de la Cruz:
“Pues ya no eres esquiva
acaba ya si quieres
¡rompe la tela de este dulce encuentro!”
Se trata del deseo de terminar de gustar aquello que ya se ha intuido, sospechado.
La Eucaristía alimenta el deseo y el amor. Está allí como callado testimonio de fidelidad al hombre, impulsándonos el deseo y avivándonos el sueño imposible de la santidad. Al adorar la Eucaristía nos volvemos hombres de lo imposible, pero con una esperanza cierta: el que siembra el anhelo, realiza la obra. Adorar la Eucaristía es permitirnos saltar el abismo que hay entre nuestra pequeñez y la grandeza del deseo. Por eso los adoradores son incomprendidos por aquellos que no han saltado el abismo. A éstos los paraliza el miedo y los riesgos se les vuelven impedimentos. El adorador sabe de esa pobreza porque es también la suya. Él también sufre muchas veces los embates de su hombre interior que se resiste paralizado ante el abismo. Por eso el adorador puede ser incomprendido, pero él comprende siempre, aún a aquellos que lo dejan solo, o incluso lo persiguen, porque, cuando se adora la Eucaristía, Jesús regala su Corazón, que es un “corazón de hermano”, que es hermano de todos.
Adorar la Eucaristía es dejar al Señor espacio y tiempo para que él siembre el deseo de santidad en nuestro corazón. Cuando te postres ante Jesús Eucaristía, has de saber que ya no sabés nada. No tenemos idea de lo que Él va haciendo en nuestra vida, de lo que nos va sembrando. Allí nos deja esas inspiraciones que son el noviciado de la entrega, nos empieza a llevar a donde sólo él sabe, allí nos seduce y nos trata de convencer de que nos ama y no nos condena, allí sólo Dios sabe lo que pasa… Vos ponete ahí, y arriesgate a ser un alma pequeña con un sueño infinito. Arriesgate a vivir con el corazón tironeado e incluso a veces desgarrado entre tus límites y su amor.
Por eso decía que la Pascua de Juan Pablo II nos mostró lo que ya sabíamos pero habíamos olvidado… lo único que cuenta es la santidad… Todo el mundo fue testigo de cómo Dios le fue pidiendo TODO, ya desde muy pequeño… Y el Papa que corría, saltaba tarimas, agitaba sus manos, reía, gesticulaba… lentamente fue despojándose de todo, al final ya no podía caminar, sus facciones se habían endurecido, su voz era un hilo ininteligible hasta que ya ni pudo hablar. Dios le pidió todo, como sólo se lo pide a los más grandes santos… Y él se lo entregó… Y nosotros, el mundo, fuimos testigos de “algo” que no comprendíamos pero sabíamos de dónde venía. Algunos no quisieron comprender, los que no se animan al riesgo del abismo, los que le temen a las cosas que no se comprenden… Pero Dios habló igual.
Dios nos propone lo imposible, lo inalcanzable: la santidad. Y todo hombre que alguna vez en su vida haya adorado al Señor, no se conformará con menos. El corazón que adora la Eucaristía no quiere menos que la santidad… en realidad, aunque no lo sepa, el que adora ya no quiere nada que no sea Dios. Pobres almas las nuestras, tan pequeñas, tan mezquinas, tan frágiles, pero tan enamoradas del Sin Límites que siempre es más, y más y más y pide más y más a quien parece que no puede, pero en realidad ya no puede conformarse con menos.
Almas pequeñas, pero destinadas a la santidad… ese es el corazón de los adoradores.
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