Queridos artistas, quisiera dirigir también yo, como ya lo hizo mi predecesor, un cordial, amigable y apasionado llamamiento. Son los custodios de la belleza, tienen ustedes, gracias a su talento, la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ampliar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano. ¡Agradezcan los dones recibidos y sean plenamente conscientes de la gran responsabilidad de comunicar la belleza, de comunicar la belleza a través de la belleza! ¡Sean también, a través de su arte, anunciadores y testigos de esperanza para la humanidad¡ ¡Y no tengan miedo de relacionarse con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quien, como ustedes, se siente peregrino en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita! La fe no quita nada a su genio, a su arte, es más, los exalta y los nutre, los anima a atravesar el umbral y a contemplar con ojos fascinados y conmovidos la meta última y definitiva, el sol sin crepúsculo que ilumina y hace bello el presente.
San Agustín, cantor enamorado de la belleza, reflexionando sobre el destino último del hombre y como comentando ante litteram la escena del Juicio que tenéis hoy ante vuestros ojos, escribía: "Gozaremos, entonces de una visión, hermanos, nunca contemplada por los ojos, ni oída por los oídos, nunca imaginada por la fantasía: una visión que supera todas las bellezas terrenas, la del oro, la de la plata, la de los bosques y de los campos, la del mar y del cielo, la del sol y la luna, la de las estrellas y los ángeles; la razón es ésta: es la fuente de cualquier otra belleza" (In Ep. Jo. Tr. 4,5: PL 35, 2008).
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