Ex 16,2-4.12-15
Efesios 4,17.20-24
Jn 6,24-35
Desde el domingo pasado estamos proclamando en la Misa el capítulo 6 del Evangelio de Juan, un largo y hermoso relato y discurso que nos hace reflexionar sobre cómo Dios alimenta al mundo, nuestra vida, nuestra fe, nuestro corazón.
En la primera lectura escuchamos un episodio dramático de la historia de Israel. El pueblo esclavizado en Egipto durante mucho tiempo siempre había añorado la libertad. Israel en Egipto añoraba tierra y libertad, es decir añoraba ser un pueblo en definitiva, de lo cual la tierra y la libertad son garantía. Ideales añorados por generaciones y generaciones, pero en el camino de la libertad, cuando logran escaparse de la esclavitud el hambre, las carencias les hacen perder vista lo que les está pasando. El sufrimiento les hace olvidarse quiénes son y a dónde están yendo y pierden conciencia de lo que les está pasando en realidad: están camino de la libertad, camino de realizar su vocación, su plenitud, pero no pueden verlo y como tienen hambre, ahora llegan a añorar la esclavitud, porque piensan en las cacerolas, el pan, la carne… Dios llega a su necesidad y los alimenta, pero los invita a seguir caminando por el desierto y les queda mucho camino por delante.
Y en el Evangelio hemos escuchado la escena siguiente a la multiplicación de los panes que hemos proclamado el domingo pasado. Aquí Jesús se encuentra otra vez con la multitud que había ido a buscarlo y les descubre las reales motivaciones de su seguimiento: “encontraron comida”. Pero tampoco Cristo se queda en esa necesidad superficial sino que los invita a un terreno mas profundo: entender el sentido de la vida. Cristo dice: “Yo soy el Pan de Vida, el que viene a Mí jamás tendrá hambre…” Toda necesidad es un emergente de la verdadera necesidad que tenemos: la necesidad de amor, la necesidad de sentido. Necesidad de que la vida tenga un norte, un hacia donde, un para qué, y encontrando ese sentido encontrar el motor que nos mantenga en camino. Ese es el Pan que viene a darnos Cristo: Él mismo, el Pan que saciará esa necesidad. El es el Pan que al mostrarnos el norte que necesitamos, nos enseña quienes somos y qué estamos llamados a ser.
Pero hay un drama: nos puede pasar lo que describe el Apóstol Pablo en la segunda lectura de hoy: nos circunda un espíritu de superficialidad que nos pone en riesgo de perder de vista nuestra identidad (quienes somos) y nuestra vocación última (qué estamos llamados a ser). Y por eso es necesaria la prueba, para descubrir dónde hemos de poner nuestro corazón. Jesús invita en el Evangelio a trabajar por el alimento que perdura hasta la vida eterna y no por el perecedero. Y cuantas veces ponemos nuestra fuerza, esperanza, y a hasta nuestra vida en cosas materiales y tarde o temprano perdemos la paz. Atados a las cosas, perdemos de vista lo que nos pasa, lo que vivimos, lo que de verdad necesitamos, porque tenemos el corazón en cosas superficiales que aparentemente nos sacian y se pierde lo profundo: el sentido y el amor. La saciedad y la comodidad se pueden convertir en un enemigo que adormece. Por eso en este camino de la vida muchas veces somos probados como el pueblo en el desierto experimentamos el abandono, la necesidad, la confusión, y bajamos los brazos y nos tiramos a menos.
Nuestro problema de fondo es que atados a las cosas y dependientes de ellas no podemos volar hacia Dios. Es necesario a veces pasar por experiencias que nos hacen tomar conciencia de que “todo es nada” y volver a equilibrar y jerarquizar todo en nuestra vida. Claro que cuando atravesamos la tormenta la sufrimos de tal modo que por lo general en ese momento no podemos evaluar nada y nos agarramos de donde podemos. Pero cuando ya ha pasado la tormenta podemos leer las cosas de otro modo y aprender para las crisis venideras. Y así vamos priorizando los valores y las opciones de nuestra vida.
Qué hermoso es vivir la vida con esperanza, que no consiste sólo en creer que las cosas van a mejorar, sino en la plena conciencia de que el destino del hombre es una felicidad imposible de imaginar. Estamos llamados a una felicidad mucho más plena de la que nos podemos imaginar, entender que Dios nos ha pensado para un destino que nosotros ni siquiera somos capaces de soñar, que Dios con instrumentos muy pobres y limitados como somos nosotros, puede hacer obras gigantes, enormes. La esperanza es entender no con un simple optimismo hacia el futuro sino desde la verdad de lo que hoy somos, que Dios nos ha elegido para hacer una obra grande: creer en Cristo. Esta es la obra más grande que podemos hacer. Creer en Cristo y jugarse a fondo por eso que creemos, en las opciones concretas y cotidianas. Creer en Cristo y manifestarlo con nuestras opciones, con nuestros actos concretos, con el uso del dinero, con la distribución de nuestro tiempo. Creer en Cristo y manifestarlo con el uso de nuestras palabras, en el modo que hablamos con los demás y de los demás. Creer en Cristo no es sólo hacer un acto de la inteligencia sino también de la voluntad: creer en Cristo es amarlo y amar. Por mucho que sepa de Él, sin amor no hay verdadero conocimiento de Cristo, no hay “obra de Dios” en nosotros. Esa es la obra de Dios, el alimento para nosotros y para el mundo.
Que Dios nos renueve hoy la fe. Nuestra vocación es la santidad. Dios no nos hizo para que nos conformemos con ser buenos, exitosos, simpáticos o buena gente. Dios nos hizo para la santidad porque los santos son el pan de Dios para el mundo de hoy. Los santos son “la obra de Dios”.
No nos quedemos en la superficie, no nos quedemos en las tribulaciones o necesidades y miremos nuestra identidad y nuestra vocación: Dios nos hizo para la santidad, es decir para que podamos llegar a nuestra máxima capacidad de amar. El que dejó de aspirar a la santidad está en el desierto llorando por las cebollas de Egipto, está llorando por cosas son importantes pero que no pueden quitarnos la paz. No podemos perder la paz por cosas que no dan paz, ni amor, ni alegría... Esta gran crisis financiera mundial que estamos atravesando lo muestra claramente: “todo pasa”, “todo es nada”… Han caído bancos, instituciones, capitales que parecían invencibles. Y muchos sienten entonces que la vida se derrumba.
Ojalá Dios nos regale descubrir cuál es el Verdadero Pan de la Vida: Cristo, y pongamos nuestro deseo en lo que realmente es importante en la vida. Porque vivir un día superficialmente es perder un día de la vida, me desperté y me acosté, pero no viví. Un día que no amé, que no gocé, que no agradecí a Dios, un día que no soñé con cosas inalcanzable, que no reí, es un día perdido. Un día sin amor, un día sin Dios es un día perdido. Basta de perder días de la vida por cosas vanas y superficiales, porque todo es nada al lado de Dios. Fuimos hechos para Dios y sólo Dios puede darnos el alimento que dura para la Vida Eterna, y nada que no sea Dios puede darnos nada. Ese alimento es Cristo, ese alimento está vivo. Ese alimento es Cristo y vive en la Eucaristía, y un día sin Cristo es un día sin Eucaristía es un día perdido…
En la primera lectura escuchamos un episodio dramático de la historia de Israel. El pueblo esclavizado en Egipto durante mucho tiempo siempre había añorado la libertad. Israel en Egipto añoraba tierra y libertad, es decir añoraba ser un pueblo en definitiva, de lo cual la tierra y la libertad son garantía. Ideales añorados por generaciones y generaciones, pero en el camino de la libertad, cuando logran escaparse de la esclavitud el hambre, las carencias les hacen perder vista lo que les está pasando. El sufrimiento les hace olvidarse quiénes son y a dónde están yendo y pierden conciencia de lo que les está pasando en realidad: están camino de la libertad, camino de realizar su vocación, su plenitud, pero no pueden verlo y como tienen hambre, ahora llegan a añorar la esclavitud, porque piensan en las cacerolas, el pan, la carne… Dios llega a su necesidad y los alimenta, pero los invita a seguir caminando por el desierto y les queda mucho camino por delante.
Y en el Evangelio hemos escuchado la escena siguiente a la multiplicación de los panes que hemos proclamado el domingo pasado. Aquí Jesús se encuentra otra vez con la multitud que había ido a buscarlo y les descubre las reales motivaciones de su seguimiento: “encontraron comida”. Pero tampoco Cristo se queda en esa necesidad superficial sino que los invita a un terreno mas profundo: entender el sentido de la vida. Cristo dice: “Yo soy el Pan de Vida, el que viene a Mí jamás tendrá hambre…” Toda necesidad es un emergente de la verdadera necesidad que tenemos: la necesidad de amor, la necesidad de sentido. Necesidad de que la vida tenga un norte, un hacia donde, un para qué, y encontrando ese sentido encontrar el motor que nos mantenga en camino. Ese es el Pan que viene a darnos Cristo: Él mismo, el Pan que saciará esa necesidad. El es el Pan que al mostrarnos el norte que necesitamos, nos enseña quienes somos y qué estamos llamados a ser.
Pero hay un drama: nos puede pasar lo que describe el Apóstol Pablo en la segunda lectura de hoy: nos circunda un espíritu de superficialidad que nos pone en riesgo de perder de vista nuestra identidad (quienes somos) y nuestra vocación última (qué estamos llamados a ser). Y por eso es necesaria la prueba, para descubrir dónde hemos de poner nuestro corazón. Jesús invita en el Evangelio a trabajar por el alimento que perdura hasta la vida eterna y no por el perecedero. Y cuantas veces ponemos nuestra fuerza, esperanza, y a hasta nuestra vida en cosas materiales y tarde o temprano perdemos la paz. Atados a las cosas, perdemos de vista lo que nos pasa, lo que vivimos, lo que de verdad necesitamos, porque tenemos el corazón en cosas superficiales que aparentemente nos sacian y se pierde lo profundo: el sentido y el amor. La saciedad y la comodidad se pueden convertir en un enemigo que adormece. Por eso en este camino de la vida muchas veces somos probados como el pueblo en el desierto experimentamos el abandono, la necesidad, la confusión, y bajamos los brazos y nos tiramos a menos.
Nuestro problema de fondo es que atados a las cosas y dependientes de ellas no podemos volar hacia Dios. Es necesario a veces pasar por experiencias que nos hacen tomar conciencia de que “todo es nada” y volver a equilibrar y jerarquizar todo en nuestra vida. Claro que cuando atravesamos la tormenta la sufrimos de tal modo que por lo general en ese momento no podemos evaluar nada y nos agarramos de donde podemos. Pero cuando ya ha pasado la tormenta podemos leer las cosas de otro modo y aprender para las crisis venideras. Y así vamos priorizando los valores y las opciones de nuestra vida.
Qué hermoso es vivir la vida con esperanza, que no consiste sólo en creer que las cosas van a mejorar, sino en la plena conciencia de que el destino del hombre es una felicidad imposible de imaginar. Estamos llamados a una felicidad mucho más plena de la que nos podemos imaginar, entender que Dios nos ha pensado para un destino que nosotros ni siquiera somos capaces de soñar, que Dios con instrumentos muy pobres y limitados como somos nosotros, puede hacer obras gigantes, enormes. La esperanza es entender no con un simple optimismo hacia el futuro sino desde la verdad de lo que hoy somos, que Dios nos ha elegido para hacer una obra grande: creer en Cristo. Esta es la obra más grande que podemos hacer. Creer en Cristo y jugarse a fondo por eso que creemos, en las opciones concretas y cotidianas. Creer en Cristo y manifestarlo con nuestras opciones, con nuestros actos concretos, con el uso del dinero, con la distribución de nuestro tiempo. Creer en Cristo y manifestarlo con el uso de nuestras palabras, en el modo que hablamos con los demás y de los demás. Creer en Cristo no es sólo hacer un acto de la inteligencia sino también de la voluntad: creer en Cristo es amarlo y amar. Por mucho que sepa de Él, sin amor no hay verdadero conocimiento de Cristo, no hay “obra de Dios” en nosotros. Esa es la obra de Dios, el alimento para nosotros y para el mundo.
Que Dios nos renueve hoy la fe. Nuestra vocación es la santidad. Dios no nos hizo para que nos conformemos con ser buenos, exitosos, simpáticos o buena gente. Dios nos hizo para la santidad porque los santos son el pan de Dios para el mundo de hoy. Los santos son “la obra de Dios”.
No nos quedemos en la superficie, no nos quedemos en las tribulaciones o necesidades y miremos nuestra identidad y nuestra vocación: Dios nos hizo para la santidad, es decir para que podamos llegar a nuestra máxima capacidad de amar. El que dejó de aspirar a la santidad está en el desierto llorando por las cebollas de Egipto, está llorando por cosas son importantes pero que no pueden quitarnos la paz. No podemos perder la paz por cosas que no dan paz, ni amor, ni alegría... Esta gran crisis financiera mundial que estamos atravesando lo muestra claramente: “todo pasa”, “todo es nada”… Han caído bancos, instituciones, capitales que parecían invencibles. Y muchos sienten entonces que la vida se derrumba.
Ojalá Dios nos regale descubrir cuál es el Verdadero Pan de la Vida: Cristo, y pongamos nuestro deseo en lo que realmente es importante en la vida. Porque vivir un día superficialmente es perder un día de la vida, me desperté y me acosté, pero no viví. Un día que no amé, que no gocé, que no agradecí a Dios, un día que no soñé con cosas inalcanzable, que no reí, es un día perdido. Un día sin amor, un día sin Dios es un día perdido. Basta de perder días de la vida por cosas vanas y superficiales, porque todo es nada al lado de Dios. Fuimos hechos para Dios y sólo Dios puede darnos el alimento que dura para la Vida Eterna, y nada que no sea Dios puede darnos nada. Ese alimento es Cristo, ese alimento está vivo. Ese alimento es Cristo y vive en la Eucaristía, y un día sin Cristo es un día sin Eucaristía es un día perdido…
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