sábado, 21 de marzo de 2009

4º domingo de Cuaresma - comentario

2 Cron 36,14-16.19-23
Ef 2,4-10
Jn 3,14-21

¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo si pierde su vida...? (Mc 16,25)
Con esa dramática pregunta Jesús pone de manifiesto el conflicto central de la vida del hombre: un insaciable apetito de siempre más, que siempre lo impulsa a buscar más, a ganar más, a tener más, a ser más, que es a la vez fuente de las grandezas mas grandes en la vida del hombre pero también de sus calamidades mayores. Porque así como esa “sagrada” ambición puesta por Dios en el corazón es la que nos lleva a desear y anhelar la inalcanzable meta de la santidad, así también muchas veces es causa de dolor, de vacío que busca ser llenado, de grandes sufrimientos y fracasos en la vida. Y es que el pecado es eso, buscar a Dios sólo en las cosas y tratar de saciar la sed del “Todo” con la nada. Ese es el drama del hombre: por querer ganar el mundo, perder la vida, el alma, el sentido de las cosas.
Y las lecturas de este domingo nos ponen nuevamente frente a este drama mostrándonos la consecuencia lógica del pecado: la pérdida de sentido, la angustia, la caída de lo que somos… La infidelidad nos aleja de nosotros mismos, nos sumerge en la nada y el vacío, y la consecuencia natural de salirse del propio centro es la destrucción de lo que somos. El pecado nos lastima porque siempre es una agresión contra la propia naturaleza. Si lo natural tuviera la ultima palabra sólo podríamos esperar la aniquilación de lo que somos.
Pero el “Dios rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó”, se entrega a Sí mismo y no deja que el hombre perezca a causa del pecado, y su última palabra sobre la infidelidad humana no es la destrucción y la muerte, sino la misericordia y la vida. La ultima palabra de Dios sobre el hombre, es Cristo “levantado en alto en la Cruz”, paradójica luz que ilumina en la oscuridad de la fe. La respuesta de Dios al hombre destruido por el pecado es Cristo levantado en la cruz.
“Tanto amó… que dio…” dice San Juan admirado por el amor infinito de Dios que rescata al hombre de sus propias oscuridades y lo saca del pecado y de la muerte.
Aquí se nos muestra el camino: mirar a Aquel que está levantado en lo alto, en la cruz. Dice el Padre Silvio Báez ocd: “Los hebreos que eran mordidos de serpiente en el desierto se curaban, mirando a la serpiente de bronce que Moisés había izado en un estandarte delante del pueblo (Num 21,8-9). A diferencia de las otras intervenciones milagrosas de Yahvéh en favor del pueblo en el desierto -como el maná o el agua de la roca-, la que se nos cuenta en Num 21 exigía una condición por parte de los hebreos qu querían vivir: tenían que fijar su mirada en el estandarte de la serpiente de bronce que sería para ellos fuente de vida. Aquel evento del desierto es imagen de Jesús, que será “levantado” en la cruz (Jn 8,28; 12,34). La serpiente libraba de una muerte improvisa, Jesús crucificado da la vida eterna a quienes creen en él. El verbo “levantar, elevar” (griego: ypsoô) (Jn 8,28; 12,34), puede tener dos significados en griego: levantar algo físicamente de abajo hacia arriba, o en sentido metafórico, exaltar, glorificar a alguien. Juan piensa en ambos significados: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así ha de ser levantado el Hijo del Hombre” (Jn 3,14).
Mirar a Cristo exaltado es mirar la cruz, pero también es mirar la Eucaristía. Porque en la Eucaristía brilla el Señor con su fulgor más misterioso y profundo: la Divinidad escondida bajo la pobreza, como en la cruz, donde el Todopoderoso se hace débil y se muestra pobre, pequeño y sufriente… Ver al Dios omnipotente en la pobreza de la cruz es creer y es encontrar la verdadera respuesta de sentido al misterio de Dios, al misterio del hombre, al amor y a la muerte…
Al promediar la Cuaresma la Iglesia nos hace poner nuestra mirada sobre Cristo exaltado en la cruz, y contemplar así el misterio de fe que es el centro de nuestra vida. También la Eucaristía es Cristo levantado en alto que, aunque pobre y escondido, es a la vez la fuerza vital más grande del universo: el amor de Dios que rescata al hombre de sus propios abismos.
Este domingo la liturgia nos pone frente a la cruz de Cristo que, como dice el Padre Gera: “reúne en sí las mayores paradojas del misterio de Dios y del hombre. Cristo en la cruz enlaza el amor con la muerte para dar vida. La Cruz de Cristo es la alegría del mundo...”

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