En la oración al Espíritu Santo hay algo que desconcierta; le pides que te visite, que te llene de sus dones, que te de su luz, que te llene de su amor, en fin que venga a ti. ¿Pero qué es lo que tú experimentas de todo esto? ¿En qué porcentaje es esto verdad para ti?
Hay que admitir que cuanto más suplicas al Espíritu que te invada, mayor es la desesperante impresión, no solo de no estar lleno, sino de hundirte más aún en tu pobreza. No sientes nada. La experiencia del Espíritu es el misterio más profundo que te es dado vivir: No lo puedes imaginar porque es espíritu, ni prenderlo porque es viento (Hechos, 2). Es un río que nada puede contener (Jn,7), un fuego que no quema (Hechos, 2). En fin es una luz que no se ve.
Y sin embargo si la Escritura ha utilizado para él imágenes de fuego, luz, rocío, fuente, es porque se dan en ti efectos que proceden de la experiencia. El Espíritu edifica en ti el hombre nuevo. Es en verdad el Espíritu creador que llena tu corazón de gracia y de luz, para que todo tu ser, creado por Dios, sea restaurado y edificado en el Amor.
Así cuando Dios te toca de una manera inmediata, es un cero de presencia sentida y de experiencia. En un instante, te encuentras movido, atraído hacia Dios, sin poder querer otra cosa que a él mismo. Es la paz y la alegría, a menudo no sentidas, que se traducen en silencio, en las profundidades del ser. Siempre se dará un desfase cuando intentes traducir esta experiencia en palabras e ideas.
Si no puedes alcanzar a Dios directamente, podrás sin embargo reconocerlo por la huella que deja en tu vida real. Quisiera darte sencillamente dos puntos de referencia que podrán ayudarte a verificar si tu caminar con Dios es acertado.
Si, a lo largo de los años, tu vida espiritual no fomenta en ti el sentido de la realidad y el aumento de tu libertad interior, es que la conduces al revés. Cuanto más te arraigues en esta vida de Dios tanto mayor consistencia tendrá tu vida.
Serás por ejemplo, más sensible a la belleza de un paisaje, a los rasgos de un rostro que se imprimirán muy fuerte en ti y te llenarás de admiración ante la singularidad de cada persona. Sobre todo serás capaz de amar con ternura y fuerza a todos aquellos con quienes te encuentres.
Ahí es donde se da la curación real que aporta el Espíritu Santo. La larga y paciente búsqueda de Dios debe normalmente ayudarte a desprenderte de tus temores y miedos religiosos y en cuanto sea posible, de tus trabas psicológicas. El Espíritu Santo no los borra con un golpe de lápiz mágico, pero vives con estos temores como con viejos camaradas que se esfuman poco a poco; no te inquietan ni te plantean problemas. Llegas incluso a amarlos y a ofrecerlos al Espíritu para que haga con ellos lo que quiera.
El Espíritu te forma poco a poco a imagen de Dios y te hace progresivamente más sincero y más libre en medio de los hombres. Si creces en el sentido de la realidad y de la libertad interior, puedes creer que te conduce el Espíritu.
Hay que admitir que cuanto más suplicas al Espíritu que te invada, mayor es la desesperante impresión, no solo de no estar lleno, sino de hundirte más aún en tu pobreza. No sientes nada. La experiencia del Espíritu es el misterio más profundo que te es dado vivir: No lo puedes imaginar porque es espíritu, ni prenderlo porque es viento (Hechos, 2). Es un río que nada puede contener (Jn,7), un fuego que no quema (Hechos, 2). En fin es una luz que no se ve.
Y sin embargo si la Escritura ha utilizado para él imágenes de fuego, luz, rocío, fuente, es porque se dan en ti efectos que proceden de la experiencia. El Espíritu edifica en ti el hombre nuevo. Es en verdad el Espíritu creador que llena tu corazón de gracia y de luz, para que todo tu ser, creado por Dios, sea restaurado y edificado en el Amor.
Así cuando Dios te toca de una manera inmediata, es un cero de presencia sentida y de experiencia. En un instante, te encuentras movido, atraído hacia Dios, sin poder querer otra cosa que a él mismo. Es la paz y la alegría, a menudo no sentidas, que se traducen en silencio, en las profundidades del ser. Siempre se dará un desfase cuando intentes traducir esta experiencia en palabras e ideas.
Si no puedes alcanzar a Dios directamente, podrás sin embargo reconocerlo por la huella que deja en tu vida real. Quisiera darte sencillamente dos puntos de referencia que podrán ayudarte a verificar si tu caminar con Dios es acertado.
Si, a lo largo de los años, tu vida espiritual no fomenta en ti el sentido de la realidad y el aumento de tu libertad interior, es que la conduces al revés. Cuanto más te arraigues en esta vida de Dios tanto mayor consistencia tendrá tu vida.
Serás por ejemplo, más sensible a la belleza de un paisaje, a los rasgos de un rostro que se imprimirán muy fuerte en ti y te llenarás de admiración ante la singularidad de cada persona. Sobre todo serás capaz de amar con ternura y fuerza a todos aquellos con quienes te encuentres.
Ahí es donde se da la curación real que aporta el Espíritu Santo. La larga y paciente búsqueda de Dios debe normalmente ayudarte a desprenderte de tus temores y miedos religiosos y en cuanto sea posible, de tus trabas psicológicas. El Espíritu Santo no los borra con un golpe de lápiz mágico, pero vives con estos temores como con viejos camaradas que se esfuman poco a poco; no te inquietan ni te plantean problemas. Llegas incluso a amarlos y a ofrecerlos al Espíritu para que haga con ellos lo que quiera.
El Espíritu te forma poco a poco a imagen de Dios y te hace progresivamente más sincero y más libre en medio de los hombres. Si creces en el sentido de la realidad y de la libertad interior, puedes creer que te conduce el Espíritu.
Jean Lafrance
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