lunes, 28 de julio de 2008
¡Sólo Dios y yo! - Beato Rafael Arnaiz
Silencio en los labios
cantares en el corazón;
alma que vive de amores,
de sueños y de esperanzas...
alma que vive de Dios.
Alma que mira a lo lejos…
lejos, muy lejos del mundo,
pasando la vida en silencio...,
cantando en el corazón.
Una Trapa…,
un monasterio...,
un hombre…
¡sólo Dios y yo!
Pasan rápidos los días,
en ellos se va la vida…,
soñamos en lo pasado,
esperamos lo que ha de llegar.
El alma mira a lo lejos buscando
la única vida,
y que espera sea mejor...
Una Trapa…,
un monasterio...,
un hombre…
¡sólo Dios y yo!
Hermano Rafael
sábado, 12 de julio de 2008
El hombre de acción 2 - P Alberto Hurtado SJ
Pecados de un hombre de acción
Creerse indispensable a Dios. No orar bastante. Perder el contacto con Dios.
Andar demasiado a prisa. Querer ir más ligero que Dios. Pactar aunque sea ligeramente con el mal para tener éxito.
No darse entero. Preferirse a la Iglesia. Estimarse en más que la obra que hay que realizar, o buscarse en la acción. Trabajar para sí mismo. Buscar su gloria. Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso. Aunque más no sea, nublarse ante las dificultades.
Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos naturales, a sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse. Apartarse de sus principios.
Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual.
No esforzarse por tener una visión lo más amplia posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener cuenta del contexto del problema.
Trabajar sin método. Improvisar por principio. No prevenir. No acabar. Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o ahogarse en los detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser disciplinado.
Evadirse de las tareas pequeñas. Sacrificar otro a mis planes. No respetar a los demás; no dejarles iniciativa; no darles responsabilidades. Ser duro para sus asociados y para sus jefes. Despreciar a los pequeños, a los humildes y a los menos dotados. No tener gratitud.
Ser sectario. No ser acogedor. No amar a sus enemigos.
Tomar a todo el que se me opone como si fuese un enemigo. No aceptar con gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica injusta o vana.
Estar habitualmente triste o de mal humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del dinero.
No dormir bastante, no comer lo suficiente. No guardar por imprudencia y sin razón valedera la plenitud de sus fuerzas y gracias físicas.
Dejarse tomar por compensaciones... sentimentales, pereza, ensueños. No cortar su vida con períodos de calma, sus días, sus semanas, sus años...
Andar demasiado a prisa. Querer ir más ligero que Dios. Pactar aunque sea ligeramente con el mal para tener éxito.
No darse entero. Preferirse a la Iglesia. Estimarse en más que la obra que hay que realizar, o buscarse en la acción. Trabajar para sí mismo. Buscar su gloria. Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso. Aunque más no sea, nublarse ante las dificultades.
Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos naturales, a sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse. Apartarse de sus principios.
Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual.
No esforzarse por tener una visión lo más amplia posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener cuenta del contexto del problema.
Trabajar sin método. Improvisar por principio. No prevenir. No acabar. Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o ahogarse en los detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser disciplinado.
Evadirse de las tareas pequeñas. Sacrificar otro a mis planes. No respetar a los demás; no dejarles iniciativa; no darles responsabilidades. Ser duro para sus asociados y para sus jefes. Despreciar a los pequeños, a los humildes y a los menos dotados. No tener gratitud.
Ser sectario. No ser acogedor. No amar a sus enemigos.
Tomar a todo el que se me opone como si fuese un enemigo. No aceptar con gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica injusta o vana.
Estar habitualmente triste o de mal humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del dinero.
No dormir bastante, no comer lo suficiente. No guardar por imprudencia y sin razón valedera la plenitud de sus fuerzas y gracias físicas.
Dejarse tomar por compensaciones... sentimentales, pereza, ensueños. No cortar su vida con períodos de calma, sus días, sus semanas, sus años...
jueves, 10 de julio de 2008
Quien "teme" a Dios no tiene miedo
Mensaje del Papa Benedicto XVI en el Angelus del 22 de junio de 2008
“Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo tenemos dos invitaciones de Jesús: por un lado, “no temer a los hombres” y por otro “temor” de Dios (cf. Mt 10,26.28). Somos así estimulados a reflexionar sobre la diferencia que existe entre el miedo humano y el temor de Dios. El miedo es una dimensión natural de la vida. Dado que los niños experimentan formas de miedo que son imaginarias y luego desaparecen, otras sucesivamente emergen, que tienen bases precisas en la realidad: estas deben de ser afrontadas y superadas con el compromiso humano y con la confianza en Dios. Pero hay, sobre todo hoy, una forma de miedo más profundo, de tipo existencial, que en ocasiones raya en la angustia: nace de una sensación de vacío, atado a una cierta cultura permeada por la generalización de nihilismo teórico y práctico.
De frente el amplio y diverso panorama de los miedos humanos, la Palabra de Dios es clara: los que “temen” a Dios “no tienen miedo”. El temor de Dios, que las Escrituras define como “el principio de la verdadera sabiduría”, coincide con la fe en Él, con el sagrado respeto por su autoridad sobre la vida y sobre el mundo. Ser “sin temor de Dios” equivale a ponerse en su lugar, a sentirse dueños del bien y del mal, de la vida y de la muerte. Pero quien teme a Dios advierte en sí mismo la seguridad que tiene el niño en sus brazos a su madre (cf. Sal 130,2) quien teme a Dios está tranquilo aun en medio de la tempestad, porque Dios, como Jesús nos ha revelado, es Padre lleno de misericordia y de bondad.
Quien lo ama no tiene miedo: “En el amor no hay temor - escribe el apóstol Juan - por el contrario, el amor perfecto arroja el temor, porque el temor supone un castigo y quien teme no es perfecto en el amor” (1Jn 4:18). El creyente, por lo tanto, no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el mal y la irracionalidad no tienen la última palabra, sólo el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos ha amado hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación. Cuanto crezcamos más en esta intimidad con Dios, impregnada de amor, más fácilmente vencemos toda forma de miedo.
En el Evangelio de hoy, Jesús repite varias veces la exhortación a no tener miedo. Nos tranquiliza como lo hizo con los Apóstoles, como lo hizo con San Pablo apareciéndose en una visión en una noche, en un momento particularmente difícil de su predicación: “No tengas miedo – le dijo - porque yo estoy contigo” (Hch 18,9). Ante la presencia de Cristo y reconfortado por su amor, ni siquiera tuvo temor ante el martirio el Apóstol a los gentiles, por quien nos estamos preparando para celebrar el segundo milenario del nacimiento, con un especial año jubilar. Para que este gran evento espiritual y pastoral suscite en nosotros una renovada confianza en Jesucristo que nos llame a proclamar y dar testimonio de su Evangelio, sin nada que temer."
En el Evangelio de este domingo tenemos dos invitaciones de Jesús: por un lado, “no temer a los hombres” y por otro “temor” de Dios (cf. Mt 10,26.28). Somos así estimulados a reflexionar sobre la diferencia que existe entre el miedo humano y el temor de Dios. El miedo es una dimensión natural de la vida. Dado que los niños experimentan formas de miedo que son imaginarias y luego desaparecen, otras sucesivamente emergen, que tienen bases precisas en la realidad: estas deben de ser afrontadas y superadas con el compromiso humano y con la confianza en Dios. Pero hay, sobre todo hoy, una forma de miedo más profundo, de tipo existencial, que en ocasiones raya en la angustia: nace de una sensación de vacío, atado a una cierta cultura permeada por la generalización de nihilismo teórico y práctico.
De frente el amplio y diverso panorama de los miedos humanos, la Palabra de Dios es clara: los que “temen” a Dios “no tienen miedo”. El temor de Dios, que las Escrituras define como “el principio de la verdadera sabiduría”, coincide con la fe en Él, con el sagrado respeto por su autoridad sobre la vida y sobre el mundo. Ser “sin temor de Dios” equivale a ponerse en su lugar, a sentirse dueños del bien y del mal, de la vida y de la muerte. Pero quien teme a Dios advierte en sí mismo la seguridad que tiene el niño en sus brazos a su madre (cf. Sal 130,2) quien teme a Dios está tranquilo aun en medio de la tempestad, porque Dios, como Jesús nos ha revelado, es Padre lleno de misericordia y de bondad.
Quien lo ama no tiene miedo: “En el amor no hay temor - escribe el apóstol Juan - por el contrario, el amor perfecto arroja el temor, porque el temor supone un castigo y quien teme no es perfecto en el amor” (1Jn 4:18). El creyente, por lo tanto, no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el mal y la irracionalidad no tienen la última palabra, sólo el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos ha amado hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación. Cuanto crezcamos más en esta intimidad con Dios, impregnada de amor, más fácilmente vencemos toda forma de miedo.
En el Evangelio de hoy, Jesús repite varias veces la exhortación a no tener miedo. Nos tranquiliza como lo hizo con los Apóstoles, como lo hizo con San Pablo apareciéndose en una visión en una noche, en un momento particularmente difícil de su predicación: “No tengas miedo – le dijo - porque yo estoy contigo” (Hch 18,9). Ante la presencia de Cristo y reconfortado por su amor, ni siquiera tuvo temor ante el martirio el Apóstol a los gentiles, por quien nos estamos preparando para celebrar el segundo milenario del nacimiento, con un especial año jubilar. Para que este gran evento espiritual y pastoral suscite en nosotros una renovada confianza en Jesucristo que nos llame a proclamar y dar testimonio de su Evangelio, sin nada que temer."
miércoles, 9 de julio de 2008
El hombre de acción 1 - P Alberto Hurtado SJ
I. Virtudes de un hombre de acción
Hay que llegar a la lealtad total. A una absoluta transparencia, a vivir de tal manera que nada en mi conducta rechace el examen de los hombres, que todo pueda ser examinado. Una conciencia que aspira a esta rectitud siente en sí misma las menores desviaciones y las deplora: se concentra en sí misma, se humilla, halla la paz.
Debo considerarme siempre servidor de una gran obra. Y porque mi papel es el de sirviente, no rechazar las tareas humildes, las modestas ocupaciones de administración, aun las de aseo... Muchos aspiran al tiempo tranquilo para pensar, para leer, para preparar cosas grandes, pero hay tareas que todos rechazan: que esas sean -de preferencia- las mías. Todo ha de ser realizado si la obra se ha de hacer. Lo que importa es hacerlo con inmenso amor. Nuestras acciones valen en función del peso de amor que ponemos en ellas.
La humildad consiste en ponerse en su verdadero sitio. Ante los hombres, no en pensar que soy el último de ellos porque no lo creo; ante Dios, en reconocer continuamente mi dependencia absoluta respecto a El, y que todas mis superioridades frente a los demás, de El vienen.
Ponerse en plena disponibilidad frente a su plan, frente a la obra que hay que realizar. Mi actitud ante Dios no es la de desaparecer, sino la de ofrecerse con plenitud para una colaboración total.
Humildad es por tanto, ponerse en su sitio, tomar todo su sitio, reconocerse tan inteligente, tan virtuoso, tan hábil como uno cree serlo, darse cuenta de las superioridades que uno cree tener, pero sabiéndose en absoluta dependencia ante Dios y que todo lo ha recibido para el bien común. Ese es el gran principio. Toda superioridad es para el bien común (Sto. Tomás).
No soy yo el que cuento: es la obra.
No achatarme. Caminar al paso de Dios. No correr más que Dios. Fundir mi voluntad de hombre con la voluntad de Dios. Perderse en El. Todo lo que yo agrego de puramente mío, está de más; mejor: es nada. No esperar reconocimiento, pero alegrarse y agradecer los que vienen. No achicarme ante los fracasos; mirar lo que queda por hacer y saber que mañana habrá un nuevo golpe y todo esto con alegría.
Munificencia, magnificencia, magnanimidad: tres palabras casi desconocidas en nuestro tiempo. La munificencia y la magnificencia no temen el gasto para realizar grande y bello. Piensan en otra cosa que en invertir o en llenar los bolsillos de sus partidarios. El magnánimo piensa y realiza en forma digna de la humildad; ¡no se achica! Hoy se necesita tanto, porque en el mundo moderno todo está ligado. El que no piensa en grande, en función de todos los hombres, está perdido de antemano. Algunos te dirán: ¡cuidado con el orgullo...! ¿por qué pensar tan grande? Pero no hay peligro: mientras mayor es la tarea, más chico se siente uno. Vale más tener la humildad de emprender grandes tareas con peligro de fracasar, que el orgullo de querer tener éxito achicándose.
Grandeza y recompensa del militante en el gran combate que libra: sobrepasarse siempre más en el amor... ¿El éxito? Abandonarlo a Dios!!
Debo considerarme siempre servidor de una gran obra. Y porque mi papel es el de sirviente, no rechazar las tareas humildes, las modestas ocupaciones de administración, aun las de aseo... Muchos aspiran al tiempo tranquilo para pensar, para leer, para preparar cosas grandes, pero hay tareas que todos rechazan: que esas sean -de preferencia- las mías. Todo ha de ser realizado si la obra se ha de hacer. Lo que importa es hacerlo con inmenso amor. Nuestras acciones valen en función del peso de amor que ponemos en ellas.
La humildad consiste en ponerse en su verdadero sitio. Ante los hombres, no en pensar que soy el último de ellos porque no lo creo; ante Dios, en reconocer continuamente mi dependencia absoluta respecto a El, y que todas mis superioridades frente a los demás, de El vienen.
Ponerse en plena disponibilidad frente a su plan, frente a la obra que hay que realizar. Mi actitud ante Dios no es la de desaparecer, sino la de ofrecerse con plenitud para una colaboración total.
Humildad es por tanto, ponerse en su sitio, tomar todo su sitio, reconocerse tan inteligente, tan virtuoso, tan hábil como uno cree serlo, darse cuenta de las superioridades que uno cree tener, pero sabiéndose en absoluta dependencia ante Dios y que todo lo ha recibido para el bien común. Ese es el gran principio. Toda superioridad es para el bien común (Sto. Tomás).
No soy yo el que cuento: es la obra.
No achatarme. Caminar al paso de Dios. No correr más que Dios. Fundir mi voluntad de hombre con la voluntad de Dios. Perderse en El. Todo lo que yo agrego de puramente mío, está de más; mejor: es nada. No esperar reconocimiento, pero alegrarse y agradecer los que vienen. No achicarme ante los fracasos; mirar lo que queda por hacer y saber que mañana habrá un nuevo golpe y todo esto con alegría.
Munificencia, magnificencia, magnanimidad: tres palabras casi desconocidas en nuestro tiempo. La munificencia y la magnificencia no temen el gasto para realizar grande y bello. Piensan en otra cosa que en invertir o en llenar los bolsillos de sus partidarios. El magnánimo piensa y realiza en forma digna de la humildad; ¡no se achica! Hoy se necesita tanto, porque en el mundo moderno todo está ligado. El que no piensa en grande, en función de todos los hombres, está perdido de antemano. Algunos te dirán: ¡cuidado con el orgullo...! ¿por qué pensar tan grande? Pero no hay peligro: mientras mayor es la tarea, más chico se siente uno. Vale más tener la humildad de emprender grandes tareas con peligro de fracasar, que el orgullo de querer tener éxito achicándose.
Grandeza y recompensa del militante en el gran combate que libra: sobrepasarse siempre más en el amor... ¿El éxito? Abandonarlo a Dios!!
lunes, 7 de julio de 2008
Frases de Foucauld
“Los siete grandes medios que Jesús nos da para convertir y salvar infieles: Oblaciones del Santo Sacrificio, presencia en el Tabernáculo del Santo Sacramento, bondad, oración, penitencia, buen ejemplo, santificación personal –“Tal pastor, tal pueblo”. “El espíritu interior”-. La santificación de los pueblos de esta región está, pues, en mis manos: será salvada si yo llego a ser un santo.”
«Adorar la Hostia santa debería ser el centro de la vida de todo hombre».
«Cuanto más se ama, mejor se reza».
«Cada cristiano tiene que ser apóstol: no es un consejo, sino un mandamiento, el mandamiento de la caridad».
«Haré el bien en la medida en la que sea santo».
«Cuando se sale diciendo que se va a hacer algo, no se debe regresar sin haberlo hecho».
«Cuanto más abrazamos la Cruz, más estrechamos a Jesús que está clavado en ella».
«Pregúntate en cada cosa: "¿Qué habría hecho el Señor?", y hazlo. Es tu única regla, la regla absoluta».
«Adorar la Hostia santa debería ser el centro de la vida de todo hombre».
«Cuanto más se ama, mejor se reza».
«Cada cristiano tiene que ser apóstol: no es un consejo, sino un mandamiento, el mandamiento de la caridad».
«Haré el bien en la medida en la que sea santo».
«Cuando se sale diciendo que se va a hacer algo, no se debe regresar sin haberlo hecho».
«Cuanto más abrazamos la Cruz, más estrechamos a Jesús que está clavado en ella».
«Pregúntate en cada cosa: "¿Qué habría hecho el Señor?", y hazlo. Es tu única regla, la regla absoluta».
sábado, 5 de julio de 2008
Saber esperar
Del Beato Rafael
Ansias de vida eterna… Ansias de volar a la verdadera vida. Ansias del alma que, sujeta al cuerpo, gime por ver a Dios.
Grande es el sufrimiento de vivir, cuando en la vida queda la ilusión de morir… La ilusión de la muerte… la esperanza de acabar, para empezar… Duro es vivir, pero todo se suaviza con la esperanza de que todo acaba.
Ansias de vida eterna revolotean por el coro de la Iglesia, cuando aun las tinieblas de la noche envuelven al monasterio.
En el reloj suenan las cuatro y media… El frío penetra muy hondo, muy hondo; el cuerpo ligeramente alguna vez se estremece; no importa…, llegara el mediodía, y con él, el sol, y habrá calor y luz, y la alegría de su resplandor, se comunicará a ese cuerpo de hombre, que ahora tirita en el coro de la Iglesia.
El alma también tiene frío… Allá en uno de sus rincones llamea una lucecita…, una centellica muy débil de amor a Dios. El alma la ve y se esfuerza e animar esa llama que tan débil brilla en la oscuridad de todo. Ansias de amar a Dios, padece el alma…, ansias de estar con Cristo…
Es inútil volar con cadenas, y cadena fría es la vida para el alma.
Ansias de morir, deseos de libertad y de amor de Dios. En la tierra hace frío… Es el frío de la vida mortal… Es el frío del peregrino sin casa ni hogar, en una “tierra desierta en intransitable”
Suspira el alma por verse pronto libre de la carne que la aprisiona y atormenta…, todo es lucha, en el silencio de la Iglesia… El espíritu que quiere volar y la carne que se arrastra. El alma que llora de no ver aún a Dios, y unos ojos que se cierran por el sueño y la vigilia.
Señor, Señor… murmuran los labios…, como el “ciervo desea las fuentes”, como el cervatillo sediento olfatea el aire buscando con qué mitigar su sed, así mi alma suspira de sed de vida… Vida eterna, vida que es espacio y luz, vida en la cual esa centellica que tengo dentro se dilatará, se inflamará y a la vista de tu rostro, dará más luz que el sol…
Señor, Señor, como el ciervo desea las fuentes, así está mi alma .
Fuera del monasterio lucha el sol con lo último que queda de la noche… Todo llega y todo pasa. Pasarán los fríos y las nieves, pasarán los días y los años. Pasará esta noche y llegará el día… Todo consiste en saber esperar, y al final, allá, cuando se acabe la vida, nuestra alma apagará su sed en la única fuente que es Dios.
Grande es la misericordia divina, cuando pone a un alma en este estado, en el cual, todo contribuye a elevar el corazón por encima de todo lo criado y todo lo terreno. Cuando el alma pena de no ver a Dios, ¿qué le puede interesar el mundo? Cuando el espíritu se abisma en la consideración de la eternidad, ¿con qué interés puede mirar el pequeño y limitado tiempo de su vida? Cuando el corazón suspira por la patria del cielo y su unión con el eterno, ¿con qué indiferencia no mirará este valle de lágrimas que es destierro por poco tiempo?
Grande es el sufrimiento de vivir, cuando en la vida queda la ilusión de morir… La ilusión de la muerte… la esperanza de acabar, para empezar… Duro es vivir, pero todo se suaviza con la esperanza de que todo acaba.
Ansias de vida eterna revolotean por el coro de la Iglesia, cuando aun las tinieblas de la noche envuelven al monasterio.
En el reloj suenan las cuatro y media… El frío penetra muy hondo, muy hondo; el cuerpo ligeramente alguna vez se estremece; no importa…, llegara el mediodía, y con él, el sol, y habrá calor y luz, y la alegría de su resplandor, se comunicará a ese cuerpo de hombre, que ahora tirita en el coro de la Iglesia.
El alma también tiene frío… Allá en uno de sus rincones llamea una lucecita…, una centellica muy débil de amor a Dios. El alma la ve y se esfuerza e animar esa llama que tan débil brilla en la oscuridad de todo. Ansias de amar a Dios, padece el alma…, ansias de estar con Cristo…
Es inútil volar con cadenas, y cadena fría es la vida para el alma.
Ansias de morir, deseos de libertad y de amor de Dios. En la tierra hace frío… Es el frío de la vida mortal… Es el frío del peregrino sin casa ni hogar, en una “tierra desierta en intransitable”
Suspira el alma por verse pronto libre de la carne que la aprisiona y atormenta…, todo es lucha, en el silencio de la Iglesia… El espíritu que quiere volar y la carne que se arrastra. El alma que llora de no ver aún a Dios, y unos ojos que se cierran por el sueño y la vigilia.
Señor, Señor… murmuran los labios…, como el “ciervo desea las fuentes”, como el cervatillo sediento olfatea el aire buscando con qué mitigar su sed, así mi alma suspira de sed de vida… Vida eterna, vida que es espacio y luz, vida en la cual esa centellica que tengo dentro se dilatará, se inflamará y a la vista de tu rostro, dará más luz que el sol…
Señor, Señor, como el ciervo desea las fuentes, así está mi alma .
Fuera del monasterio lucha el sol con lo último que queda de la noche… Todo llega y todo pasa. Pasarán los fríos y las nieves, pasarán los días y los años. Pasará esta noche y llegará el día… Todo consiste en saber esperar, y al final, allá, cuando se acabe la vida, nuestra alma apagará su sed en la única fuente que es Dios.
Grande es la misericordia divina, cuando pone a un alma en este estado, en el cual, todo contribuye a elevar el corazón por encima de todo lo criado y todo lo terreno. Cuando el alma pena de no ver a Dios, ¿qué le puede interesar el mundo? Cuando el espíritu se abisma en la consideración de la eternidad, ¿con qué interés puede mirar el pequeño y limitado tiempo de su vida? Cuando el corazón suspira por la patria del cielo y su unión con el eterno, ¿con qué indiferencia no mirará este valle de lágrimas que es destierro por poco tiempo?
viernes, 4 de julio de 2008
Te basta mi gracia
“Tengo una espina clavada en la carne, una herida que me duele…” Con estas palabras San Pablo descubre el sufrimiento de no poder vivir lo que quisiera, de no poder estar a la altura de la sublime vocación a la santidad… “hago el mal que no quiero y no hago el bien que quiero…” dirá en otro momento.
Una herida, una espina que duele y hace sufrir. Herida que permanece junto a él. Y en medio de los dolores de esa herida, San Pablo hace lo mismo que cualquier hombre que sufre: le pide a Dios que le saque ese sufrimiento, ese dolor. Pero Dios no quita las espinas sino que sana las heridas.
Por eso ante el reiterado pedido de Pablo, “sacame esta espina”, el Señor respondió: "te basta mi gracia", “te alcanza con mi Amor”… y si lo pensamos bien, ¿qué más necesitamos además el AMOR SIN LIMITES?
como Santa Teresa que decía “quien a Dios tiene, nada le falta. ¡Sólo Dios basta!”
Que el ejemplo de Pablo nos enseñe a mirar en profundidad nuestras espinas y descubrir que nos basta con la gracia de Dios. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?...
Cuando estamos caídos por el dolor, por las heridas, por el pecado, saber mirar hacia arriba y dejar que la mano de Dios nos levante de nuestras caídas. Nunca nos falta esa mano que viene de Dios...
Una herida, una espina que duele y hace sufrir. Herida que permanece junto a él. Y en medio de los dolores de esa herida, San Pablo hace lo mismo que cualquier hombre que sufre: le pide a Dios que le saque ese sufrimiento, ese dolor. Pero Dios no quita las espinas sino que sana las heridas.
Por eso ante el reiterado pedido de Pablo, “sacame esta espina”, el Señor respondió: "te basta mi gracia", “te alcanza con mi Amor”… y si lo pensamos bien, ¿qué más necesitamos además el AMOR SIN LIMITES?
como Santa Teresa que decía “quien a Dios tiene, nada le falta. ¡Sólo Dios basta!”
Que el ejemplo de Pablo nos enseñe a mirar en profundidad nuestras espinas y descubrir que nos basta con la gracia de Dios. Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?...
Cuando estamos caídos por el dolor, por las heridas, por el pecado, saber mirar hacia arriba y dejar que la mano de Dios nos levante de nuestras caídas. Nunca nos falta esa mano que viene de Dios...
Nada te turbe;
nada te espante;
todo se pasa;
Dios no se muda,
la paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Solo Dios basta.
jueves, 3 de julio de 2008
Santo Tomás Apostol - Señor mío y Dios mío...
La fe era para Tomás un riesgo que le costaba asumir... Para él como para muchos sólo es creíble lo que se constata, de una u otra manera. Queremos certezas, "tener garantías", en medio de tantas dificultades y pruebas que se nos presentan.
Tomás no podía superar la "crisis del Viernes Santo"... y como era un hombre de frases dijo: "si no lo veo, no lo creo", y se lo dijo a los Apóstoles que llenos de gozo le contaron LA noticia. CRISTO HABIA RESUCITADO. Pero Tomás no creyó... o quizás no quiso creer. Es posible que haya sentido celos, quizás se sintió desplazado, dejado de lado... y entonces era preferible pensar que todo era una gran mentira a asumir que de verdad el Señor había resucitado y había decidido mostrarse a todos, menos a él. Prefiró no creer a creerse olvidado.
Pero para él había preparado algo grande. Y por eso ahi culmina el Evangelio de Juan: es la confesión de fe del discípulo. Ese Señor mío y Dios mío que dijo Tomás es la confesión más clara de la divinidad de Cristo que haya hecho cualquier apostol y esa fue misión de Tomás: descubrir que más allá de todo dolor, de toda angustia, de toda crisis, permanece la firme certeza de que al final todo termina bien...
Tomás ya nunca más fue incrédulo, sino que fue para siempre un "hombre de fe", porque en el momento del encuentro con el Resucitado quizás experimentó de qué se trata la verdadera humildad. Cristo glorioso y humilde, accede a ser tocado por Tomás (y sólo por Tomas, ya que en otras ocasiones dice explícitamente que no puede ser tocado), y en esa humildad descubre su vocación de apostol: creer sin ver, sembrar sin querer cosechar, amar sin esperar nada a cambio...
Sólo el encuentro con el Resucitado pudo darle la fe viva que sostuvo todo lo que había de venir en su vida. Que Cristo Resucitado nos regale, como a Tomás, experimentar su presencia en nuestra vida y que esa presencia nos impulse a decir siempre, pese a todo, sea como fuere: "SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO..."
Tomás no podía superar la "crisis del Viernes Santo"... y como era un hombre de frases dijo: "si no lo veo, no lo creo", y se lo dijo a los Apóstoles que llenos de gozo le contaron LA noticia. CRISTO HABIA RESUCITADO. Pero Tomás no creyó... o quizás no quiso creer. Es posible que haya sentido celos, quizás se sintió desplazado, dejado de lado... y entonces era preferible pensar que todo era una gran mentira a asumir que de verdad el Señor había resucitado y había decidido mostrarse a todos, menos a él. Prefiró no creer a creerse olvidado.
Pero para él había preparado algo grande. Y por eso ahi culmina el Evangelio de Juan: es la confesión de fe del discípulo. Ese Señor mío y Dios mío que dijo Tomás es la confesión más clara de la divinidad de Cristo que haya hecho cualquier apostol y esa fue misión de Tomás: descubrir que más allá de todo dolor, de toda angustia, de toda crisis, permanece la firme certeza de que al final todo termina bien...
Tomás ya nunca más fue incrédulo, sino que fue para siempre un "hombre de fe", porque en el momento del encuentro con el Resucitado quizás experimentó de qué se trata la verdadera humildad. Cristo glorioso y humilde, accede a ser tocado por Tomás (y sólo por Tomas, ya que en otras ocasiones dice explícitamente que no puede ser tocado), y en esa humildad descubre su vocación de apostol: creer sin ver, sembrar sin querer cosechar, amar sin esperar nada a cambio...
Sólo el encuentro con el Resucitado pudo darle la fe viva que sostuvo todo lo que había de venir en su vida. Que Cristo Resucitado nos regale, como a Tomás, experimentar su presencia en nuestra vida y que esa presencia nos impulse a decir siempre, pese a todo, sea como fuere: "SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO..."